A finales de 1980 escribí para el nº 10 de la revista Diwan (publicado a comienzos de 1981) el ensayo, "Por la calle de Unamuno", recogido en la versión ampliada en el libro de Lo que queda de España (Temas de hoy). Por desgracia, treinta y cinco años después, todo lo allí denunciado sigue siendo denunciable.
"Por la calle de Unamuno"
A centenario diario parece vivir hoy la literatura española. El de Quevedo es el último, digo el de Calderón, digo el de Juan Ramón, y todos son caros a nuestro corazón y –por mediación del Ministerio de Cultura– a nuestros bolsillos. La mayor parte de las conmemoraciones son inútiles, otras superfluas, otras vergonzosas. En los peores casos, el frenesí de los que celebran a un difunto secular parece hijo de su alegría en enterrarlo cien veces; en los mejores, apenas ver el esfuerzo por la cultura hecha en la lengua española cuando ante nuestros ojos se deshacen mil posibilidades de continuarla. Siempre confortó más la muerte ajena que la vida propia, pero curarse en muertos de los males vivos no parece política saludable.
Empieza ser de buen gusto escribir sobre autores que no cumplan siglos estos años, o años estos días. Unamuno, tampoco de moda y de modas, nos da gusto en eso y en otras cosas. Primero no tropezamos con la Academia celebrándolo, y después, sí topamos con los que hay que topar: los munícipes espesos que andan descabalgándolo de las calles del País Vasco.
Resulta trágico y ridículo este carnaval de celebraciones centenarias mientras empiezan a resultar diarias las vejaciones públicas que a los nombres señeros de nuestras letras se hacen en ciertos lugares de España. Y no es casualidad que hoy el sistema democrático español esté en peligro gracias a los mismos grupos que quitan de los nombres de las calles vascas al vasco españolísimo Miguel de Unamuno. Va en buena compañía, en la mejor: Cervantes, que ha sido pionero en esta mudanza forzosa de los grandes hombres de la cultura española, pero sólo por su caso habría más motivo de reunión y movilización que por los centenarios que a cada paso congregan a las inteligencias oficiales.
Pasma la frialdad y la estupidez de esa falta de reacción ante hechos que sólo una mente trivial considerará triviales. ¿Cabe pensar que quienes se empeñan en quitar a Unamuno y Cervantes de una calle pueden llegar a respetar alguna vez y de algún modo al pueblo que, en el mejor de los casos, sustenta y se sustenta en el espíritu?
¡Qué horror –dicen algunos– tener que andar aún eligiendo entre Sabino Arana y Unamuno! El horror –decimos nosotros– es pensar que esa elección no nos concierne; que la puesta en cuestión de un símbolo entrañable de la cultura en lengua español es cosa que pueda o deba resultarnos íntimamente ajena. Lo horroroso es ver a tantos que, ante esa vieja cuestión, todavía no se atreven elegir.
La lengua española, base de nuestra percepción y vértice de nuestra aportación a la Cultura, está hoy sometida, particularmente en el País Vasco y Cataluña, a una presión feroz, supuestamente en beneficio de las lenguas peculiares de esos territorios que, conviene repetirlo, no son siquiera las de la mayoría de la población que allí reside.
Que la lengua catalana o la vasca unificada disfruten de los derechos que la Constitución les confiere es algo a lo que pocos se ponen. Antes al contrario, deseamos que el derecho de las minorías lingüísticas en nuestro país sea prenda y caución del derecho de la mayoría.
Lo que va contra todo derecho es el vasallaje lingüístico que a los millones de trabajadores allí llegados de Castilla, Andalucía y otras partes de España, intenta imponerse. Ni el intento, declarado y descarado, de sustituir la lengua de sus hijos, hoy en la formación escolar, mañana en el ejercicio de las funciones públicas.
Junto a las presiones políticas económicas sin cuento, y como para legitimarlas, venimos asistiendo, entre la indiferencia y la complicidad de la mayoría, a una continua campaña de desprestigio de la historia de España y de su cultura, recurriendo a la más burda demagogia sobre el "imperialismo" castellano o español, a la tergiversación histórica y, en última instancia, a justificar por el pasado franquista el presente político, lo que constituye todo un programa.
Es hora –y en Diwan lo planteamos desde el primer número– de luchar abiertamente contra ese estado de cosas. La infamia de ayer no justifica la infamia de hoy. Que haya bases históricas para el rencor, nadie lo duda. Pero de ello sólo cabe concluir que debemos oponernos con toda firmeza a esa política rencorosa, sin rencor. Porque no se está haciendo una política cultural vasquista o catalanista: se esta haciendo, a conciencia, una política cultural antiespañola, en forma y contenidos. No se está intentando sólo que los catalanes, según su derecho, estudien en catalán, sino que deban hacerlo también obligatoriamente los españoles de lengua castellana que allí residen. ¿Y qué hacen ante esta situación nuestros intelectuales "progresistas"? ¿Qué se hicieron los resistentes del franquismo? ¿Qué fue de tanto galán? Pues como dice el refrán: mucho miedo y poca vergüenza.
Extremo de irrisión, si la cosa diera la risa, resulta ver al más reputado órgano de opinión (El País) criticando una reciente disposición del Gobierno –que, por supuesto, no podrá cumplir– acerca de los derechos de los ciudadanos de lengua castellana en las regiones bilingües. Dice "intuir" el Gobierno que se discrimina lingüísticamente, ¡como si no supiera que hoy no puede garantizar ya la enseñanza primaria ni superior en lengua castellana!
Pero lo gracioso viene cuando ese golpe de pecho electoral es criticado no por lo que tiene de falso, sino por lo que pudiera tener de verdadero. Y se le critica así, en línea con toda la demagogia cultural nacionalista, desde el mismo Madrid: "¡No es precisamente el castellano –con sus 300 millones de habitantes– lo que necesita protección".
Dejemos aparte el tradicional interés de todo Estado en cuidar la lengua común: el Gobierno central de nuestro Estado hace tiempo que abandonó esa rémora del siglo XIX en manos de los gobiernos autónomos. Tampoco puede ya asegurar con el máximo rigor los derechos individuales en una situación bilingüe. Pero es que, encima, cuando dice intentarlo con las presuntas minorías castellanas en las zonas bilingües del Estado, se le reprocha semejante abuso, ¡por la gran población de México! ¡Aún que no se nos echa en cara el Quijote!
¿Pero qué es esto? ¡Es que no hablamos y escribimos también de uno en uno? Al final va resultar que ser mayoría en España y formar parte de uno de los grandes grupos lingüísticos del mundo es un "agravio comparativo" que tenemos que purgar. Justicia lingüística será perder por el Este las ganancias del Oeste. Bien está que los manchegos de Barcelona no tengan universidad en castellano, que bastantes hay ya en Venezuela. ¡Curiosa ecología cultural ésta de medir los derechos lingüísticos por números y no por personas!
Aquí no se trata de defender una lengua u otra, sino de garantizar los derechos culturales de los ciudadanos en todo el Estado, como manda esa Constitución votada democráticamente por el pueblo español. Y el deber de los órganos de opinión democrática, cuanto más de los que albergan alguna inquietud cultural, es denunciar al Gobierno cuando incumple en ese terreno la Constitución, no animarle a hacerlo. ¡A tales extremos de dimisión histórica ha llegado el liberalismo español! ¿Y puede seriamente pensarse que ese modo de obrar no ha de traer gravísimas consecuencias?
No caeremos nosotros en esa actitud, que tiene tanto de insensibilidad como de cobardía. Y es un honor publicar estos textos de Unamuno, inéditos o desconocidos para los lectores españoles, que sirven para recordar el valor intelectual y moral de uno de los paladines del liberalismo español contra todos aquellos que hoy enderezan contra su nombre y su símbolo el poder político, que un destino desventurado ha puesto sus manos.
Pero dejemos a los historiadores valorar la importancia de estos textos recuperados para subrayar, junto a su valor, su oportunidad. Diwan inicia su tercer año a la sombra de un nombre que vuelve a ser símbolo de la lucha de la cultura española por su encarnación histórica y de la historia de España por su fidelidad cultural.
Es un orgullo dirigir hoy nuestro paso por la calle, vasca y española, de don Miguel de Unamuno. Y en esa calle se oirá la palabra que en vano se quiere hacer olvidar o hacer como que se olvida por cobardía moral e intelectual. El País Vasco, por ser el país de Unamuno, no puede ser el de esos sacristanes de metralla, legítimos descendientes de los curas trabucaires, que deberían poder leerlo para saber lo que sobre sus fundadores dejó dicho:
"Les conozco a esos pobres diablos; les tuve que sufrir antaño. Querían convencerme de que eran una especie de arios, de una raza superior y aristocrática. Conocí más de uno que en su falta de conocimiento de la lengua diferencial del país nativo estropeaba adrede la lengua integral del país histórico, de la patria común, de esta mano que nos sustenta, entre Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico, a todos los españoles. Su modo de querer afirmarse, más aún, de querer distinguirse, era chapurrear la lengua de les que había hecho el espíritu.
Y luego decir que se les oprime, que se les desprecia, que se les veja, y facilitar la historia, y calumniar. Y dar gritos los que no pueden dar palabras.
"Pero ¿es que usted les toma en serio?", se me ha dicho alguna vez. ¡Ah!, es que hay que tomar en serio a la farsa. Y a las cabriolas infantiles de los incapaces de sentir históricamente el país. Todo lo que en el fondo termina en la guerra al meteco, al maqueto, al forastero, al inmigrante, al peregrino, empieza una especie de no de ley, pero sí de costumbre de términos comarcales o regionales. Cuestión de clientelas. Y como si fuera poco la supuesta lucha de unas supuestas clases, viene la de las flamantes naciones.
¡Adónde he venido a parar desde la contemplación, desde la imaginación del paisaje y del país de esta mano de tierra es España!
Miguel de Unamuno.