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Federico Jiménez Losantos

Las sinuosidades del desengaño

Henry James tenía la formación, sensibilidad, relaciones sociales y autonomía económica para reflejar como nadie el tumultuoso y fascinante siglo que alumbró la gran revolución de la modernidad.

Henry James es uno de los grandes novelistas del XIX y también el modelo del descalabro narrativo que aqueja a la literatura desde comienzos del XX. Contemporáneo y conocedor de los grandes creadores de la prosa europea de la segunda mitad del siglo, en Londres y de París, en Boston y Nueva York, en Roma y Berlín, fue el americano cultísimo y educado en Europa que podía tomar café con Flaubert, Zola, Turguéniev o Maupassant y que tenía la formación, sensibilidad, relaciones sociales y autonomía económica para reflejar como nadie el tumultuoso y fascinante siglo que alumbró la gran revolución de la modernidad, cuyos ecos llegan hasta hoy y cuya clave es la sustitución de la religión por la fe en la ciencia. De paso, a lomos de la "ciencia de la Historia", por algo mucho peor: la política.

Sin embargo, la extraordinaria obra de HJ, que abarca una veintena de novelas largas, más de un centenar de nouvelles y cuentos, casi infinitos artículos de viaje y de costumbres, antologías poéticas, críticas de literatura y arte, minuciosos carnet, varios ensayos sobre del oficio narrativo y alguna falsa autobiografía nos deja en conjunto la impresión de una vida y de una obra no ratées pero sí manquées, es decir, no realmente fracasadas –con tan formidables libros, eso nunca- pero sí amputadas de un elemento esencial, algo que serpea continuamente en su obra: la falta de certidumbre moral, la inseguridad de que vida y obra se encauzan en un propósito común, más o menos armónico, que cabría definir como el desarrollo de la ambición y vocación del artista dentro de un sistema de valores, de una civilización.

James, cronista de la civilización moderna

Sin embargo, pocas obras acreditan como las de Henry James ese principio que, en última instancia, podemos llamar civilizador y que ha tenido siempre la gran literatura, ilustrando las complejidades del alma humana y mostrando a los lectores una lección de vida, una búsqueda del sentido y el sinsentido de la existencia, de lo que la guía o descarría. La obra jamesiana pinta un cuadro formidable de los logros de la civilización occidental antes de la I Gran Guerra y, en ese ámbito, presenta lo irremediable de ciertos conflictos individuales, la melancólica incapacidad de completar un proyecto de vida, la insatisfacción perpetua de una sensibilidad extrema pero abocada a la impostura.

Por eso gusta tanto James a los cineastas: ofrece un paisaje de fondo –histórico, geográfico, artístico- deslumbrante; y sobre ese esplendor, una aventura individual desoladora, algo, en el fondo, tan feroz y radicalmente antiamericano como el fracaso de la "pursuit of hapiness", esa búsqueda de la felicidad que figura orgullosamente en su Declaración de Independencia. James muestra, en cambio, una y otra vez, minuciosamente, la radical incapacidad de ciertos espíritus no de buscar, porque los suyos buscan como buenos americanos, sino de alcanzar y aceptar cierto grado de felicidad, de realización personal, familiar o social, una tarea en la que diríase que fracasan como buenos europeos. ¡Y eso antes de la I Guerra Mundial!

El modelo juvenil cervantino

Sin embargo, la ilusión, el afán de triunfo o de superación es parte del éxito. Y el fracaso no deja de ser también una recompensa filosófica –dicho en un sentido vulgar, casi futbolero- al esfuerzo, una suerte de regalo metafísico que en España se ha llamado desengaño y en otras culturas conocimiento o iluminación. Lo que Cervantes llamó "novelas ejemplares" sigue la tradición de los Enxiemplos del Conde Lucanor a Petronio, en los que Don Juan Manuel rescata fábulas antiquísimas de Mesopotamia o de la India, a su vez recogidas por fabulistas griegos, romanos y árabes, y que después actualizan con éxito Bocaccio en el Decamerón, Margarita de Navarra en su Heptamerón o Chaucer en su Cuentos de Canterbury. Por supuesto, en cada uno de ellos triunfa la sensibilidad, el humor o la gracia del autor, pero nunca se pierde de vista la función moral y social del relato.

El genio de Cervantes radica en hacer más compleja y, sin embargo, más sencilla, esa función. Podríamos decir que democratiza la sutileza. Y ese testigo es el que recoge la gran novela del XIX. De Balzac y Dickens a Tostoi o nuestro Galdós, todos sirven el fin clásico de instruir deleitando. Pero la gran novela del XIX se alimenta de esa fibra moral que encuentra en la creación de personajes, que son traslación de la innumerable multitud que puebla cualquier sociedad, el modo de copiar y crear, advertir y elevar, reseñar y aleccionar, de mostrar, en fin, lo que de ejemplar tiene toda vida.

Henry James empieza, muy cervantinamente, escribiendo novelas ejemplares a la americana (Roderick Hudson, El americano, Daisy Miller, Los europeos, Washington Square, Retrato de una dama), que son fruto de una experiencia propia dentro de una fascinante y compleja sociedad real. Vibra en todas ellas esa tensión entre la supuesta –y muy real- inocencia del Nuevo Mundo y la corrupción del Viejo, esa Europa cuyo triángulo de perdición forman París, Roma y, en menor medida, Londres y todo lo que para un americano suponía Inglaterra, su metrópoli menos de un siglo atrás.

'El Protector', la perdida novela de la culpa

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Esa época americana de James es encantadora: vigor sin afectación, realismo sin complacencia en el fango, grandes dilemas morales y reales. Pero antes que el novelista del turismo americano en Europa, James había escrito, cinco años antes Roderick Hudson (1876), que pasa por ser su primera novela, otra en la que aparecen ya los temas de fondo de su obra y su vida: la culpa, la vergüenza, el descrédito social, la corrupción del sexo y el afecto, la ceguera voluntaria ante unas evidencias que la sociedad sí ve.

La obra que todavía hoy no aparece en las bibliografías wikipédicas es El Protector (Watch and ward 1871) y la tradujeron al español (una lengua cada vez menos frecuentada por los traductores) hace algunos años Max Lacruz y Celia Turrión en El Funambulista. El tema es aparentemente sencillo: un solterón decide adoptar a una niña cuyo padre se ha suicidado y convertirla en la mujer ideal que la sociedad no le ofrece. Por supuesto, el proyecto pretende obviar que la niña le atrae como mujer y que un día ella podría darse cuenta del turbio fondo de ese interés, como realmente sucede. Es evidente que el personaje está instalado en la renegación freudiana, en el empeño de no ver lo que ve, porque inconscientemente supone para él algo insoportable. Y sórdido, porque se mezcla el dinero, el sexo y lo que alguno llamaría formas civilizadas de trato y de trata, matrimonio incluso.

Dado que el compromiso y el matrimonio son formas socializadoras o civilizadoras de los instintos básicos, y que la media humanidad de sexo femenino, incluso en los países más civilizados de Occidente, se encuentra vendida, en el sentido técnico-moral y muchas veces material del término, lo que le obliga a negociar con la propia belleza y los ritos y convenciones sociales que surgen en cada biografía, cabría esperar un desarrollo de lo que en El protector no pasa de chasco ejemplar o escarmiento trágico.

Sin embargo, James tarda nada menos que cinco años en publicar Roderick Hudson, su primera novela, al menos de paternidad reconocida. En ella desdobla la parte alocada o salvaje y la reflexiva o racional que habitan en todo creador con el fondo de un personaje que para James es mucho más que un personaje: Christina Light, una mujer fatal que vive o sobrevive a la fatalidad de su belleza. O que negocia esa supervivencia. Lo curioso es que tras lograr el éxito con Daisy Miller, WashingtonSquare, Los europeos o Retrato de una dama, las grandes obras de su primera madurez, retoma el personaje, ya con su nombre de casada: Princesa Casamassima. Y con ella cosecha la mayor pifia estética de toda su carrera.

La fallida "puesta al día" ideológica

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Tras la muerte de sus padres en 1882 y la publicación en 1884 de sus Obras en 14 volúmenes, James publica en 1885 dos novelas en las que aborda dos problemas de máxima actualidad: el feminismo y el terrorismo. El primero, en Las Bostonianas, no acaba de ser elogio ni elegía, apología ni sátira, aunque sea un poco de todo. Tal vez porque no encuentra un modo de describir la homosexualidad femenina que resulte sincero; o tal vez porque es incapaz de ser sincero con la homosexualidad masculina, el fantasma que le persiguió toda su vida y al que él, pese a ser un formidable cazador de fantasmas, bien que literarios, nunca supo cómo hacer frente.

Si cabe exculpar a Las Bostonianas por la dificultad de la novedad, a La Princesa Casamassima no hay quien la salve. Catorce años antes había publicado Dostoievski Los demonios, obra que sin duda conocería James. Sin embargo, lo que lleva a Chritina Light a convertirse en terrorista chic no está nunca explicado, ni por el personaje en sí, cuyos misterios quedan en lagunas de desarrollo, ni por el entorno –fallida reconstrucción de los barrios pobres de Londres- ni por el final más o menos ejemplarizante. En realidad, nos pasamos el primer tercio de la novela echando en falta a Dickens y los otros dos tercios añorando a Edith Warthon. Una calamidad.

Los años mágicos 1897-1898

Tras estas dos excursiones fallidas por los predios de la novela de ideas políticas, impuesta por los grandes escritores rusos, James vuelve a su vida de gran personaje euro-americano y a su tarea infatigable de escritor. Y diez años después del éxito de Los papeles de Aspern (1888), cuya Roma polvorienta temo que ha envejecido mucho peor que el Aschenbach de Mann en Venecia, publica cuatro novelas sencillamente magistrales, la cumbre de su obra, antes de engolfarse en la autocontemplación: en 1897, Los tesoros de Poynton y Lo que Maisie sabía; y en 1898, Otra vuelta de tuerca y En la jaula.

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Debo noticia de la primera a Marta Rivera de la Cruz, que en el entreacto de una entrevista política y hablando del centenario de James me la citó como su favorita. No la conocía porque hace más de treinta años que su primera traducción decente al español (Fernando Jadraque, Seix Barral 1995) está descatalogada y aún no ha sido rescatada por editoriales como Alba, Montesinos, El Funambulista, Pre-textos, Contraseña o D´Epoca que al hilo del centenario o sin esperarlo han traído de nuevo a las librerías las grandes obras traducidas o sin traducir de James; o tan mal traducidas que merecían otra oportunidad. Tiene razón marta Rivera de la Cruz: Los tesoros de Poynton, con un asunto al que volverá en su última obra La copa dorada, el significado de la belleza en la diaria contemplación de lo que, simplificando mucho, podríamos llamar doméstico es, efectivamente, extraordinaria. Pero sólo un mes en Iberlibro me ha permitido disfrutarla.

Vuelta de tuerca ha sido editada y filmada tantas veces que poco puedo añadir, salvo que, a mi juicio, aguanta perfectamente el paso del tiempo. Pero me parece más interesante, y con ella vuelve James a El protector y a las inquietudes morales y estéticas de lo que se sabe o se reconoce. En Lo que Maisie sabía, a diferencia de los niños diabólicos de Vuelta de tuerca, encontramos esa forma de sabiduría o de crueldad que sólo unos ojos aún no socializados del todo pueden ver en lo que se oculta. Y En la jaula es una nouvelle técnicamente perfecta que anuncia La metamorfosis de Kafka o el "teatro del absurdo" de Ionesco o Beckett. Es la cumbre de un Henry James que, sin embargo, no se parece a lo que hoy entendemos como típico de Henry James: la trilogía del Gran Extravío.

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La fascinación del espejo

En 1902, 1903 y 1904, justo después de la estimable La fuente Sagrada y obedeciendo sin duda a un plan muy meditado, Henry James publica Las alas de la paloma, Los embajadores y La copa dorada. Según el propio autor, Los embajadores es su mejor obra. Para mí es, lisa y llanamente, insoportable. Las primeras cuarenta páginas -y el éxito de crítica que las acompaña- son el comienzo de la Era de la Metaliteratura, que algunos creen que viene de Proust, de Joyce o de la Gertrude Stein de "una rosa es una rosa es una rosa". Pues no: es la subordinada de la subordinada de la subordinada de la subordinada del último Henry James.

Las alas de la paloma puede verse y hasta apreciarse como la novela del otoño de la creatividad de un gran autor; y La copa dorada como la última, ahora sí, vuelta de tuerca al eterno tema jamesiano: el principio de la desconfianza, capaz de mata el sentimiento de belleza, de atracción sexual o del mismo amor. En cambio, Los embajadores es la prueba de que hasta los más grandes narradores desaparecen si se miran demasiado en el espejo. Sobre todo, en el espejo de una crítica literaria que ha perdido cualquier sentido de su función, embebecida en una atusada autorreferencia, en el rango de su ringorrango, en la más pomposa nada.

Lo trágico es que, sólo por esa trilogía, James sería considerado hoy un gran escritor. Lo reconfortante es que, antes de convertirse en clásico de la crítica, James se había convertido en un clásico de la literatura de verdad.

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