Este año del Señor de 2016 tiene efemérides importantes como para aburrir al cronólogo más especializado en centenarios. Pero el caso es que hay vida al margen de ilustres difuntos como Shakespeare, Cervantes, Darío (el poeta nicaragüense, no el monarca aqueménida), Cela o Cirlot, y esa vida quiero plasmarla aquí en la persona de un guionista y dibujante de cómics nacido en 1957 en Maryland, USA, que acaba de visitar el Salón del Cómic de Barcelona y que es uno de los diez o doce maestros indiscutibles del tebeo, historieta o cómic a lo largo de los últimos ciento veinte años, que esa es la edad que tiene el noveno arte. Me refiero a Frank Miller.
La visión en periódicos y reportajes televisivos del bueno de Miller, que tiene cincuenta y nueve años desde el 27 de enero, frisa en lo apocalíptico, quiero decir, en lo que supondría para cualquiera de nosotros enfrentarnos visualmente con cualquiera de los espeluznantes cartoons de Juan de Patmos, incluidos los Cuatro Jinetes, el Dragón, las diversas Bestias y, si me apuran, hasta la Prostituta de Babilonia. Vamos, que Frankie Miller está hecho polvo, aparenta cien años más de los que tiene y está intentando superar —ojalá lo consiga— una enfermedad terrorífica. Eso no quiere decir que no siga siendo el Miller de siempre, esa criatura mordaz, incisiva, ácida e inclasificable, dotada de una de las inteligencias literarias más aguerridas y originales y de uno de los talentos plásticos más geniales rompedores del último medio siglo.
Allá por los primeros años 90 del siglo pasado podía comprarse en los kioskos de toda España una revista dedicada a la crítica tebeística que se llamaba Krazy Comics.
La entrega 11-12 de esa revista, correspondiente a los meses de agosto-septiembre de 1990, dedicó el número a Frank Miller, entonces asociado como guionista a Bill Sienkiewicz como dibujante, en un proyecto espectacular que se tituló Elektra Assassin y que rendía homenaje al personaje femenino más glamuroso de Daredevil, el cómic protagonizado por un abogado ciego que se disfraza por las noches de diablillo bueno para oponerse a los planes, siempre siniestros, del hampa organizada. Una saga que el propio Miller enriqueció con sus guiones y sus dibujos en dos etapas, situándolo la primera de ellas (1981-1983) en un Olimpo de los cómics del que no ha descendido desde entonces.
Miguel Ángel Álvarez trazaba en aquel mítico número de Krazy Comics una semblanza muy bien hecha de Frank Miller, que entonces, en 1990, andaba por la edad en que murieron Alejandro Magno, Jesucristo y José Antonio y ya era todo un dios del noveno arte. Como todos los jóvenes con sensibilidad nacidos en los años 50 del siglo XX —y me apunto gustoso en esa lista generacional—, Miller se sentía atraído por el cine de género y por la novela negra, atracción inicial que luego desarrollaría en series ulteriores como Sin City, esa maravilla ante la que cualquier adjetivo resulta inoperante. Pero eso sería mucho después, concretamente a partir de abril de 1991 y en Dark Horse Comics. Antes Miller había enderezado series en decadencia de Marvel como la citada de Daredevil y había recreado la figura de Batman (DC Comics) en sagas de un impacto artístico y comercial tan elevado como Year One y Dark Night, monumentos ambos «más perennes que el bronce» (si nos ponemos horacianos). El Batman posterior a esas dos estremecedoras y geniales historias no ha conseguido sustraerse a esa marca del Zorro milleriana.
La pasión que Frank Miller sintiera desde muy pequeño por el cine se vería correspondida con el tiempo por el mundo del celuloide, que le abriría de par en par sus puertas con la realización de las dos partes de Sin City (2005 y 2014), firmadas por Robert Rodríguez y el propio Miller, con la estrecha colaboración de Quentin Tarantino, y de la filmación de su novela gráfica 300, dirigida por Zack Snyder en 2007, nueve años después de su primera aparición en Dark Horse Comics. Tanto Sin City como 300 rinden culto a la idea del héroe. Para Miller un héroe es alguien que hace lo que tiene que hacer, lo cual parece una perogrullada, pero es de las cosas más difíciles que puede hacer un ser humano, sobre todo en este mundo nuestro tan secularizado, tan politically correct y tan carente de eso que los románticos alemanes denominaban Volksgeist.
Frank Miller descree de esas actitudes heroicas y, al mismo tiempo, las impulsa y engrandece como nadie en el universo de los cómics, pues su heroísmo dista mucho del heroísmo banal que rige el universo habitual de los superhéroes. Antes que por el heroísmo soft y blandengue que exhibe el Superman o Spiderman de turno en los tebeos de Marvel y DC, Miller apuesta por ese otro heroísmo heavy, del todo inútil y del todo agónico, que mantienen los héroes de la vieja escuela épica impregnada de Volksgeist —como Gilgamesh, Aquiles, Beowulf o Sigfrido, por citar solo cuatro nombres—, o héroes históricos como Leónidas, que, con solo trescientos espartanos, resistió en las Termópilas el ataque de muchísimos miles de persas, dando tiempo a los griegos para que preparasen adecuadamente la batalla final contra el invasor.