Vargas Llosa, perspectivas liberales
Cuando hablamos de la trayectoria política de Mario Vargas Llosa, siempre nos viene a la cabeza la ruptura con Cuba, con el comunismo y con la ortodoxia izquierdista que impregnaba el ambiente intelectual de los años 70.
Es ahí, efectivamente, donde nace el interés de Vargas Llosa por una política liberal en el sentido clásico del término: gobierno limitado, recelo ante el poder político, imperio de la ley, confianza en la creatividad y la racionalidad de los individuos, las empresas y la sociedad civil, capitalismo… Este liberalismo le llevó a respaldar las políticas que se deducían del descrédito del socialismo ocurrido entonces, cuando de verdad empezó a derrumbarse el Muro de Berlín. Aquí está el liberal que respaldó a Margaret Thatcher, luego a Blair y también a José María Aznar, el mismo que se alineó con intelectuales como Karl Popper, Isaiah Berlin y Jean-François Revel.
Hay otra línea tan política como la anterior, pero de mayor enjundia literaria, y que explica aún mejor la beligerancia de Vargas Llosa frente al nacionalismo, una beligerancia cada vez más importante en los últimos años. José Enrique Rodó, el gran ideólogo del resurgir nacionalista latinoamericano a finales del siglo XIX –un papel parecido al que aquí tuvieron nuestros noventayochistas- sentó las bases de lo que debería ser una literatura propiamente americana, que debería centrarse en los asuntos y los problemas espirituales y sociales de América Latina. Frente al cosmopolitismo de Rubén Darío y los modernistas, esto podía llevar a un enclaustramiento de la literatura latinoamericana en sí misma, como ocurrió en España a principios del siglo XX. Mucho más tarde, ese ensimismamiento que hizo de América Latina algo excepcional, inteligible sólo para quien conociera íntimamente la materia americana, volvería a primer plano con experimentaciones estéticas que darían lugar al "boom" de los años 60 y 70 y a la recreación de una nueva América Latina desentrañada gracias a los instrumentos estéticos del "realismo mágico": un universo monstruoso, ininteligible en términos racionales, ajeno a la tradición occidental y que reinventaba el ya por entonces clásico indigenismo en la promesa de un mundo nuevo, no sometido al principio de realidad.
Esta vía de conocimiento –en realidad, de mixtificación- se ajustaba bien al totalitarismo castrista o a la corrupción masiva del populismo peronista, de éxito tan abrumador en el mundo latinoamericano, hasta ser replicada, mucho después de haber fracasado, en experimentos como el chavismo venezolano. Sin abandonar la voluntad de experimentación estética y literaria, Vargas Llosa, que desde su ruptura con la izquierda socialista siempre ha confiado en la racionalidad del ser humano, confió también en la racionalidad última de las sociedades latinoamericanas. Así es como se negó a seguir el juego del realismo mágico, que sepulta la realidad latinoamericana bajo la misma fantasía siniestra y onanista que los noventayochistas levantaron sobre la realidad española. Este distanciamiento no fue menos grave que la ruptura con el socialismo real. Como apuesta por la modernidad y la racionalidad, contribuye a explicar su compromiso político en su país natal y –además del trabajo, la genialidad del escritor- la inmensa influencia intelectual y política que ha conseguido. Y está en el fondo del rechazo al nacionalismo, del que aquellos experimentadores, como García Márquez, fueron en el fondo grandes representantes.
Las grandes rupturas de los años 60 y 70 conducen a una idea un poco distinta del liberalismo, que Vargas Llosa abrazó también y que se refiere, más que a una cuestión inmediatamente política, a las costumbres, a las formas de ser y estar en la vida. En esto Vargas Llosa ha sido muy de su tiempo, aunque de una forma templada por la cortesía y la importancia concedida al interlocutor –otro estilo de liberalismo, en el que es único, donde prima la tolerancia y respeto. Aun así, queda un punto ciego, que el liberalismo de Vargas Llosa evita. Es la dificultad para establecer criterios morales comunes y la posibilidad de deslizarse hacia un mundo en el que no sabe muy bien qué tienen en común seres humanos absortos en el narcisismo y el cultivo de las preferencias personales, vividas –al cabo- como derechos, derechos políticos. Este relativismo se percibía bien en El sueño del celta, su penúltima novela, inquietante por un cierto nihilismo de fondo. Es un motivo de gran fecundidad literaria, y fiel –tal vez demasiado- a una forma postmoderna de entender la materia liberal.
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