'Un sombrero cargado de nieve', de Cristina Losada
Fragmento del primer capítulo: "De un ascensor en Madrid a un tren en Siberia"
A finales de la década de 1970, mientras nuestros hermanos pequeños preparaban sin que nos diéramos cuenta los alegres años de la movida, los mayores, los que habíamos estado en la movida de verdad, en lo que llamábamos la guerra, volvíamos a casa como un ejército vencido y desnortado, tan confusos después de la batalla que no lográbamos encontrar el camino de regreso.
Las aventuras políticas de los últimos años del franquismo y de la Transición habían acabado. El enemigo había desaparecido y, con él, aquel mundo de certezas, de emociones y de acción en el que habíamos vivido. España salía con decepcionante normalidad de una época en la que todo nos había parecido posible, hasta que iba a surgir de las cenizas de una dictadura el torbellino de una auténtica y magnífica revolución. Nuestra derrota era la normalidad.
No había casa a la que volver. Para los extemporáneos devotos de la política revolucionaria que fuimos, el hogar eran las creencias y el activismo en los que empeñamos, con fervor religioso, los primeros años de juventud. ¿Quién habla de mayo del 68? Vivíamos en 1917, en el eterno Octubre. Cuando aquel hogar de fantasía se vino abajo, y fue una caída tan fulminante como silenciosa, quedamos a la intemperie. Uno podía buscar a tientas, a la desesperada, otro techo bajo el que cobijarse. Pero no había nada en la tierra, ni profesión, ni oficio, ni estudio, ni vida privada, que tuviera aun remotamente el fulgor de la pasión revolucionaria.
Una tarde de la primavera de 1980 entré en el edificio del periódico donde trabajaba y subí al ascensor para ir a la redacción. El ascensor, que llamaban Paternoster, consistía en una cadena de cabinas abiertas en movimiento continuo, que había que abordar en marcha. Al que desconocía el invento se le incitaba a llegar hasta arriba del todo para que sufriera unos segundos mientras la cabina se trasladaba horizontalmente con un tambaleo alarmante antes de descender.
En aquel edificio, que unos años antes estaba en el campo de batalla, que fue un abigarrado microcosmos de las querellas de la Transición, no quedaba entonces otra aventura que la de subir y bajar en marcha de un ascensor. Esa tarde entré en la cabina, empecé a subir y vi el panorama que veía a diario.
Vi a los conserjes que había a la entrada de cada planta, vestidos con uniforme gris, sentados detrás de mesas de metal gris, que me saludaban al pasar como todos los días. Vi la máquina de escribir, gris también y muy aparatosa, que me aguardaba en la redacción. Vi los días, uno tras otro, todos espantosamente iguales, que me esperaban por años y años, ¡por toda la vida! Vi la monotonía, la embotada monotonía que sigue a los tiempos interesantes, y tuve un espasmo de horror.
Mientras iba haciendo el trayecto hacia arriba, se apoderó de mí una sensación de aprisionamiento tan palpable, que tuve que buscar una salida de emergencia: tenía que marcharme. Tenía que huir de un futuro encadenado con la misma inexorable mecánica que las cabinas del ascensor. Debía alejarme del pasado, de los restos de un mundo que había dejado de existir, tan radical y repentinamente desaparecido que ni siquiera había lugar para la nostalgia.
En unos segundos, la decisión estaba tomada, y lo estaba con la determinación inamovible que adoptamos los dubitativos una vez que logramos, al fin, pese a nosotros mismos, desatar el nudo. Iba a marcharme de España.
***
Los parsimoniosos rumiantes, los que pasan mucho tiempo masticando un problema con dificultad y angustia, se sorprenden de la rapidez con la que luego son capaces de realizar las decisiones tan trabajosamente urdidas. Será efecto del contraste, del paso de la parálisis al movimiento. Será el simple resultado de que el esfuerzo que dedicaban a darles vueltas a las cosas, lo aplican por fin a hacerlas. Pero cuando se ponen en marcha tienen la impresión de que todo les viene a la mano.
Enseguida apareció un compañero de fuga. Me lo encontró un ex camarada de las aventuras revolucionarias. Era Augusto, que venía de un largo viaje por Centroamérica y estaba deseando volver a marcharse. No nos conocíamos, y eso hacía de la nuestra una asociación idónea. Si el propósito de un viaje es tomar distancia de la vida que uno ha llevado es mejor embarcarse con quien no se ha compartido nada hasta entonces.
Eché cuentas y calculé a vuelapluma que el dinero que tenía ahorrado era suficiente para mis planes. Vencí mi resistencia a entrevistarme con el director del periódico y le pedí un permiso sin sueldo por unos meses. Era muy incómodo, casi violento, explicarle a alguien con quien no tenía ninguna relación personal cuál era mi situación, por lo demás confusa. Unos años antes, aquel director me había querido enviar de corresponsal a Sudáfrica en castigo por una ruidosa protesta. Pasada la época turbulenta, era yo la quería irme. Se quedó sorprendido, pero no puso objeciones.
En septiembre, en una casita de Aravaca de las que solían alquilar estudiantes y profesores universitarios, Augusto y yo nos pusimos delante de un mapamundi que colgaba de la pared de una habitación. El mapamundi estaba allí, tentador, como diciendo que podíamos ir a cualquier sitio que se nos ocurriera, pero después, ¡ay!, venía la letra pequeña.
Hablamos de cruzar el Atlántico en un mercante con destino a Brasil, de bajar a Marruecos, de hacer una gira por la vieja Europa, pero lo primero era demasiado complicado, lo segundo demasiado fácil y lo último demasiado caro. Una tras otra fuimos descartando rutas hasta que Augusto mencionó el Transiberiano.
Viajar en un tren con un recorrido inmensamente largo, sin otra cosa que hacer que sentarse junto a la ventanilla y contemplar paisajes, era un proyecto irresistible y fácil: sólo había que sacar los billetes. Y podíamos hacer algo más que el trayecto clásico de Moscú a Vladivostok. Había unos barcos rusos que hacían la travesía a Japón desde el extremo oriental de la URSS.
Quedó decidido. Contemplé en el mapa la extensión de tierra que nos proponíamos recorrer. Atravesar Europa en tren, cruzar el gigantesco torso del continente asiático y llegar a Japón en barco, aquello sí parecía un viaje. No dedicamos más de un segundo a cavilar sobre qué hacer después ni cómo regresar. Una vez en tierras japoneses, ya se vería. Ex Oriente lux.
***
Una soleada tarde otoñal, subí al expreso Puerta del Sol con destino a París. Augusto ya estaba allí negociando los billetes del Transiberiano, que no era sencillo obtener en Madrid. La oferta viajera en España era tan limitada como la demanda. Mi equipaje iba en una bolsa no mucho más grande de la que se lleva para un fin de semana largo. El único elemento extravagante que contenía eran unas decenas de folios mecanografiados de un proyecto que yo llamaba novela con poca convicción.
En el andén de la estación de Chamartín un pequeño grupo de familiares y amigos oficiaba la despedida. Era un viaje largo y tal vez estaban preocupados por mí, pero seguro que no lo estaban tanto como yo. Cuando iba a alejarme, tal como quería, de la rutina y lo familiar, me dio pavor romper con lo familiar y la rutina. Como uno suele encontrar argumentos a favor de su estado de ánimo, me dije que aquel viaje era un error. No uno de tantos, sino el peor de todos.
¿Qué estaba haciendo? Buscaba una salida definitiva y, en vez de seguir pacientemente en esa búsqueda, me había abalanzado hacia una salida de emergencia. A un viaje que no representaba más que un simple y tradicional cambio de aires. Era lo que recomendaban las abuelas y los médicos de antes, el antiguo remedio para enfermedades del cuerpo y del alma. A punto de empezar la empresa, declaré su fracaso. Vi con dolorosa claridad que el viaje sólo me serviría para escapar temporalmente, para aplazar la decisión, la gran decisión que debía tomar para cambiar de vida. A la vuelta todo seguiría exactamente igual.
El presente tiene la extraordinaria cualidad de imponerse. Es capaz de tentarnos con su última media sonrisa. Pensé que no era el momento de marcharme, que no me iba tan mal después de todo. Pero ya no me podía echar atrás. Tenía que seguir adelante, aunque todo mi ser dubitativo gritara en contra y me susurrara que debía seguir cociéndome en mi propia salsa.
Mientras esperaba que el Puerta del Sol se pusiera en marcha, nada me hizo sospechar que las consecuencias de aquella escapada serían muy distintas de las que tenía en mente. No tuve el menor presentimiento de que aquella tarde al subirme al tren, me subía a otra vida.
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