Hitler y los libros
A Adolf Hitler, resentido psicópata 'outsider', la lectura no le hizo mejor persona. Todo lo contrario.
Hace unos años, la editorial Destino publicó este libro de título y portada efectistas que tiene por eje "las lecturas que moldearon la vida y la ideología de Adolf Hitler", como bien informa el subtítulo, lo único que respetaron del original en la tapa (pinche aquí para la comparativa).
Hitler, "el hombre que quemaba libros", los atesoraba: puede que en algún momento llegara a tener unos 16.300. "Yo tomo cuanto necesito de los libros", confesó ese lector ávido que no dejó de leer y de comprar libros ni cuando estuvo en el frente, durante la Gran Guerra. "¡Libros, siempre más libros! No puedo recordar a Hitler sin libros. Los libros eran su mundo", rememoró en su día August Kubizek, amigo de juventud. Siguió siendo así. "Margarete Mitlstrasser, que fue su casera durante mucho tiempo, me contó que los utensilios nocturnos de Hitler eran unas gafas de leer, un libro y una tetera. Leía con afán, más aún, con porfía", refiere Timothy Ryback; también, que siguió leyendo hasta el final: en el Búnker hubo en algún momento al menos 80 libros, "un tratado de 1913 acerca del Parsifal de Wagner, un tratado sobre los valores raciales publicado en 1917, una historia de la esvástica de 1921 y una docena de libros sobre temas místicos y de ocultismo", enumera el autor norteamericano. Casi seguro que también había tomos de la enciclopedia Meyer, o de la Brockhaus. Y puede que una edición abreviada del clásico de Carlyle Federico el Grande, célebre rey prusiano –otro bibliómano– del que se creía semejante –pero comprendió que no y quizá fue entonces que decidió suicidarse.
Adolf Hitler, lector voraz, padecía la compulsión del autodidacta terriblemente acomplejado por sus carencias. También y por eso era un lector omnívoro: leía libros de historia, de religión, de arte y arquitectura; de historietas, esotéricos, para vegetarianos. De autoayuda. De tema militar (quizá acumulara hasta 7.000, según algunos cálculos). Nada de economía. El Quijote, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, La cabaña del Tío Tom. Shakespeare (al que comparaba ventajosamente con Schiller y Goethe). Nietzsche y Schopenhauer ("No, en realidad Nietzsche no me sirve de mucho", dirá un día. "Es más artista que filósofo; no tiene la inteligencia cristalina de Schopenhauer"). El oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián y "un ejemplar muy manoseado de los traviesos Max y Moritz, las caricaturas de Wilhelm Busch". Karl May con profusión. Un tomo "particularmente hermoso" de las Palabras de Cristo y
un manual de 1931 acerca del gas venenoso, en uno de cuyos capítulos se detallaban las cualidades y los efectos del ácido cianhídrico (o prúsico), el asfixiante comercializado como
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Hitler leyó con fervor. Libros como Mi despertar político de Anton Drexler, El judío internacional de Henry Ford, El Tercer Reich de Arthur Moeller von den Bruck, los Ensayos alemanes de Paul Lagarde y La muerte de la gran raza de Madison Grant. Veneno puro con el que produjo el suyo, Mein Kampf, 12 millones de ejemplares distribuidos en aquella Alemania, traducido en los años 30 a una veintena de idiomas, a finales del siglo XX o principios del XXI bestseller en Turquía, la India o Palestina; y desde el pasado día 19 de vuelta en las librerías españolas.
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