Con 67 años, Ian McEwan es, quizá, la figura más conocida del brillante grupo de narradores británicos actuales. En los últimos años, suena su nombre como candidato al Nobel. Fue, probablemente, Expiación – y su versión cinematográfica - la obra que le consagró internacionalmente. Más allá del brillante estilo y las sutilezas psicológicas, se centraba en un complejo dilema moral. Eso mismo sucede en La ley del menor, su más reciente novela, cuya traducción acaba de publicarse.
Fiona, una jueza del Tribunal Superior inglés especializado en derecho de familia, a sus 59 años ha de enfrentarse a un doble problema, familiar y profesional: Jack, su marido, se aburre con ella y le pide permiso para una aventura extraconyugal; a la vez, le toca decidir si Adam, un joven enfermo de neumonía que todavía no ha alcanzado la mayoría de edad, testigo de Jehová, como sus padres, tiene derecho a rechazar las transfusiones de sangre, sin las que su muerte parece segura. Antes de dictar sentencia, Fiona decide visitarlo, en el Hospital, y encuentra a un joven atractivo, sensible, aficionado a la poesía y a la música: esa nueva relación hace tambalear su rígido equilibrio.
El relato se asoma a algunos problemas de la actual sociedad: los choques de culturas; la ola de divorcios y conflictos familiares; el radicalismo de algunas creencias religiosas, que iguala a judíos y musulmanes (pág. 23). Ante esto, una jueza razonable, de buena voluntad, no logra resolver sus dudas:
"Las religiones, los sistemas morales, el suyo incluído, eran como cimas de una densa cordillera vistas desde una gran distancia, entre las cuales ninguna destacaba de las otras por ser más alta, más importante o más verdadera. ¿Qué había que juzgar?" (p. 115).
Todo esto sucede en un mundo típicamente "british", donde llueve sin parar pero las aceras están limpias (a Londres no han llegado las "carmenadas"), se considera normal el "frío estival" y los cónyuges indignados controlan sus emociones:
"La conversación se encaminaba hacia una franqueza insoportable" (p. 43).
Es el polo opuesto de cómo actuaría, en una situación semejante, por ejemplo, Ana Magnani. Pero a ese mundo tan rígidamente convencional también han llegado los cambios: las parejas se pelean por el dinero y la custodia de los hijos; en un Hospital moderno, que más bien parece un aeropuerto, dos enfermeras (una, filipina; la otra, caribeña) se saludan chocando las palmas, como jugadores de la NBA...
El episodio del juicio muestra la maestría del narrador para reproducir el lenguaje forense, tan concreto y cortante. Pero su mayor habilidad brilla en las sutilezas psicológicas:
"La estupidez que puede acompañar a una inteligencia aguda" (p. 108). En las brillantes paradojas: ¿haría falta un Tribunal especial para proteger a los mayores, como el que existe para los menores? (pág. 16). En las preguntas que tienen muy difícil respuesta: en esta sociedad desnortada, ¿cuál es el concepto de "la buena vida"? (pág. 24).
Dentro de la obra de McEwan, se singulariza esta novela por la importancia de la música, tanto clásica (Bach, Mahler, Schubert) como de jazz (Keith Jarrett, Thelonius Monk) y tradicional irlandesa (la preciosa canción "Down by the Sally Gardens"). El narrador tiene gusto, al elegir estas obras, pero parecen más propias de sus gustos personales que apropiadas para que las interprete una simple aficionada.
Con sus dilemas, su lograda atmósfera y el doble plano, sentimental y moral, el relato atrapa al lector, funciona como un buen mecanismo. En un "tiempo sin sentido", la protagonista vislumbra una "gruesa línea oscura": lo que quedará de los seres humanos, dentro de millones de años.
En resumen, un tema atractivo y una buena novela, que se lee con interés. Aunque, en la conclusión, predomine -creo- el morbo sentimental sobre la claridad del misterio.
Ian McEwan: La ley del menor, Barcelona, ed. Anagrama, diciembre 2015, 213 páginas, 17’90 euros. ISBN: 978-84-339-7935-3.