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Luis Alberto de Cuenca

Alicia Liddell cumple 150 años

Las niñas que se llaman Alice o Alicia en todo el mundo saben que, por el mero hecho de que sus padres les hayan puesto ese nombre, nunca van a poder sustraerse del todo a la fascinación que su homónima Alice.

En noviembre de 1865 celebramos el sesquicentenario de la salida de imprenta de Alice’s Adventures in Wonderland, el opus magnum del reverendo inglés Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), más conocido por su pseudónimo de Lewis Carroll. Fueron dos mil ejemplares, encargados por la editorial Macmillan, que incluían las ilustraciones de Sir John Tenniel.

El ilustrador, descontento con la reproducción de sus dibujos, evitó que aquella primera tirada circulara, de modo que el libro volvió a imprimirse en el mes de diciembre, pero ya con fecha de 1866 en su portada. Este hecho ha convertido la edición que lleva al pie la fecha de 1865 en una de las joyas más codiciadas que existen en el mercado de la bibliofilia. Se han pagado sumas apabullantes de dinero por un ejemplar de esa rarísima edición príncipe de Alicia en el país de las maravillas, uno de los diez o doce libros más deliciosos de las letras inglesas de todos los tiempos.

Las niñas que se llaman Alice o Alicia en todo el mundo saben que, por el mero hecho de que sus padres les hayan puesto ese nombre, nunca van a poder sustraerse del todo a la fascinación que su homónima Alice, la puella aeterna de Carroll, va a ejercer sin remedio en sus existencias, porque nadie después de 1865 puede llamarse Alicia impunemente, como bien saben todas las que se llaman así o todos los que tenemos la suerte de convivir con una de ellas.

La Alicia de Lewis Carroll se llamaba en el mundo real Alice Liddell y era hija de Henry George Liddell, un célebre helenista oxoniense que da nombre —junto a Robert Scott y Henry Stuart Jones— al célebre Greek-English Lexicon que aún seguimos utilizando los filólogos clásicos en nuestras prospecciones lexicográficas. Por su parte, Dodgson, heterónimo de Carroll en la vida real, repartió su vida entre las matemáticas, que enseñó en el Christ Church College de Oxford, y su pasión por las preadolescentes rubias y guapas (Alice Liddell era una de ellas) y por las letras fantásticas.

Qué pocos mitos literarios universales circulan por ahí con los poderes simbólicos e iconográficos que confluyen en la Alicia de Carroll. Coleccionar Alicias ilustradas, por ejemplo, es una actividad inagotable, pues a lo largo de los últimos ciento cincuenta años son legión las ediciones que han aparecido, en todas las lenguas del orbe, de ese libro —y nunca mejor dicho— maravilloso.

Hace mucho tiempo, allá por los felices 70 del siglo pasado, los jóvenes de entonces nos descolgábamos por Londres con una facilidad y una frecuencia extraordinarias. Estaba todo baratísimo, Tolkien iniciaba su rutilante hegemonía y en las librerías de viejo de Charing Cross Road se encontraban primeras ediciones de Agatha Christie con la sobrecubierta intacta (ahora también, pero salen mucho más caras). Eran los años en que se fumaba en los cines londinenses y en que mis idolatrados pintores prerrafaelistas empezaban a ponerse de moda. Había en Kensington Church Street unos grandes almacenes de siete pisos dedicados íntegramente a la moda retro —parecían una gigantesca y genial tienda de disfraces— que creo recordar se llamaban Biba. Todo ello hacía de la capital del Reino Unido el destino soñado para cualquier españolito de entonces con pulsiones artísticas y bibliográficas, y yo estaba aquejado de ambos males.

Allí, en Londres, compré, en 1972, un libro titulado The Illustrators of Alice, que me costó menos de dos libras. Aquel libro, que ahora tengo en las manos, reproducía en su última página una fotografía de una preciosa niña, tan blonda al menos como Iseo, la novia de Tristán: era Mary Hilton Badcock, un delicioso caramelo rubio que sirvió de modelo a la Alicia de Tenniel, el primer y más célebre intérprete gráfico del personaje.

Recuerdo haber leído tarde una edición como es debido de Alicia en el país de las maravillas. Fue en 1971, cuando tenía veinte años, poco antes del viaje a Londres en que compré Los ilustradores de Alicia. Tengo también la prueba de aquella primigenia lectura bajo la especie de un modesto, pero para mí mitológico, volumen de la benemérita colección "El libro de bolsillo" de Alianza: la impecable versión española que de Alicia había llevado a cabo Jaime de Ojeda, con cubierta de Daniel Gil e ilustraciones del inevitable Tenniel. Otro estupendo traductor de Alicia al castellano fue Luis Maristany, cuya versión acaba de reaparecer en Penguin Clásicos (noviembre de 2015) para conmemorar el sesquicentenario.

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