La serie de ocho novelas publicadas a lo largo de los años 90 del pasado siglo, de la fulgurante Asesinos sin rostro (1991) a Cortafuegos (1999), con el comisario Kurt Wallander como protagonista, ha convertido a Henning Mankell en uno de los escritores de novela negra más apreciados en todo el mundo.
Especialmente en Europa, donde se entiende mejor que en América la trama de fondo de sus aventuras, que no es sólo el hundimiento del famoso modelo sueco de Estado de Bienestar sino el profundo cambio de piel de la Europa occidental y blanca, cristiana y laica, aseada y sosa, rica y obesa, tras la llegada masiva de inmigrantes del Tercer Mundo, que han cambiado la faz de las calles y también la idea de violencia socialmente asumible y la hasta ayer mismo ineludible responsabilidad personal ante la Ley, hoy preterida en favor de una irresponsabilidad a cuenta del Estado, que a su vez es incapaz de cumplir sus funciones básicas: garantizar la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos.
La singularidad de Mankell proviene del punto de vista socialdemócrata de su reflexión, bien distinto del abiertamente comunista o pérfidamente nostálgico de las certidumbres totalitarias derrumbadas con el Muro de Berlín que exhiben los autores mediterráneos como Montalbán, Montalbano, Markaris y demás. Lo que a través del discurso de Wallander preocupa a Mankell es si la sociedad sueca querrá o podrá mantener sus libertades sitiadas en vez de enfeudarlas a sistemas autoritarios que la protejan de esa violencia que el Estado democrático es incapaz de atajar. Ni que decir tiene que la preocupación de Mankell es o debería ser la de todo europeo con sentido común, algo no precisamente común entre los europeos. También, que interesará menos a sociedades históricamente multirraciales y violentas, como la norteamericana, donde el sentido del bien y del mal suele estar hoy por encima de las consideraciones políticas.
No sucedía igual en los orígenes de la novela negra, cuando comunistas como Dashiell Hammett o Jim Thompson levantaban acta del sucio callejón sin salida del capitalismo y la democracia liberal, una posición o predisposición que hoy continúa en la obra de James Ellroy pero que es clara y crecientemente minoritaria entre los nuevos escritores y, sobre todo, las nuevas y abundantísimas escritoras anglosajonas, con la piedad hacia las víctimas como motor de la acción detectivesca y, por ende, novelesca.
Tras la recentísima publicación de Cortafuegos, las ocho novelas de Wallander pueden leerse ya en orden cronológico (todas han sido traducidas del sueco por Carmen Montes Cano a un muy buen español), aunque las tres mejores sean, a mi juicio, La quinta mujer, Asesinos sin rostro y La falsa pista, que no por casualidad sino por el buen criterio de Tusquets Editores fueron la primeras publicadas en España. Cabría añadir una cuarta, Los perros de Riga, por el buen nivel narrativo, lo curioso de la descripción de los escombros de la URSS y el interés que reviste para la caracterización del héroe, el opaco y febril Wallander, mezcla de socialdemócrata sonámbulo y policía insomne, inexorablemente asediado por la burocracia inextricable y los sentimientos ingobernables.
El común y corriente pero fascinante y atormentado policía de Ystad, Escania, ha dado lugar a una serie televisiva sueca que aún no hemos visto en España pero que debe de ser buenísima, ya que Mankell le dedica el libro al actor que lo encarna. Y es esa fuerza de Wallander lo que explica la publicación de La pirámide, cinco historias del Wallander anterior al comienzo de la serie, que pueden preceder a la lectura de la serie completa o simplemente flanquearla, pero que no carecen en absoluto de valor ni de interés.
En realidad se trata de dos "nouvelle" o novelas cortas, La cuchillada y La pirámide, y tres relatos, La grieta, El hombre de la playa y La muerte del fotógrafo, que nos remiten a otros tantos momentos en la biografía del comisario sueco. Si en todas sus novelas hay referencias continuas a la peripecia vital del protagonista en aventuras anteriores, en este libro la autorreferencia es la razón de ser última de los relatos.
Particularmente, me ha gustado La cuchillada porque retrata a un Wallander tan ambicioso como desnortado, tan inmaduro como verosímil. Pero entiendo que a los que no conocen las demás obras de Mankell pueda interesarle mucho menos. Para ellos, y como introducción a la técnica y los trucos narrativos de nuestro autor, quizás el relato más logrado sea La muerte del fotógrafo.
Insisto en que todas las historias tienen buen nivel literario y no son simples restos de serie, "residua" abandonada en los cajones y rescatada por comprensibles razones comerciales tras anunciar el autor que daba por concluida la serie y la fortuna de los editores. Por cierto, que en el 'Prefacio' de La pirámide Mankell se ratifica en su idea de liquidar a Wallander y pone título a la serie: "Novelas sobre el desasosiego sueco".
Como Mankell vive medio año en Mozambique, es decir, en portugués, no es de extrañar este homenaje a Pessoa. Esperaremos con el mayor interés los homólogos del personaje y hasta los heterónimos del autor. Socialdemócrata y todo, lo merece.
Este artículo fue publicado el 5 de mayo de 2012.