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Daniel Rodríguez Herrera

Lo que la dieta baja en grasas nos enseña sobre el cambio climático

La periodista Nina Teicholz asegura que ni la dieta baja en grasas ni la mediterránea son buenas para la salud ni previenen los problemas cardíacos.

La periodista Nina Teicholz asegura que ni la dieta baja en grasas ni la mediterránea son buenas para la salud ni previenen los problemas cardíacos.
Portada del libro | Editorial unabridged

Nina Teicholz es una periodista que estudió biología en la universidad, por lo que no resultó extraño que le encargaran artículos con cierto trasfondo científico para la revista Gourmet en 2004. Uno de ellos, sobre las grasas trans, llevó a que la contrataran para escribir un libro sobre el tema. Pero en su investigación descubrió algo mucho más importante, lo suficiente como para justificar que se tirara nueve años para terminarlo y publicarlo. Porque lo que descubrió es que no existía ninguna base científica para las recomendaciones que científicos y organismos públicos llevaban haciendo de forma prácticamente unánime sobre nuestra dieta. No, ni la dieta baja en grasas ni la dieta mediterránea son buenas para la salud ni previenen los problemas cardíacos. O, al menos, no existe ninguna prueba de que lo hagan.

¿Pero cómo es posible? ¿Me está diciendo que las autoridades sanitarias, que mis médicos, que Vicente del Bosque... que todo el mundo está equivocado? Pues sí, y esa es la razón por la que Teicholz estuvo tanto tiempo investigando. Algo tan importante como nuestra forma de comer ha sido alterado en las últimas décadas en nombre de la salud y la ciencia, sin que la ciencia tuviera en realidad pruebas para ello. Teicholz sabe que es una teoría que chocará a sus lectores, y por eso la investigó exhaustivamente y nos muestra en The Big Fat Surprise las razones que la llevaron a esa conclusión.

La hipótesis inicial, propuesta por Ancel Keys en los años 50, cuando la investigación científica sobre nutrición era más bien escasa, fue que las grasas saturadas aumentaban el colesterol en sangre y éste formaba placas en las arterias, cerrándolas y provocando problemas cardíacos. Pese a que ya entonces existían contraejemplos muy claros –como los Masai o los esquimales, que viven casi sin ataques al corazón con una dieta alta en grasas no, lo siguiente–, la influencia de Keys, su poder de convicción y sus conexiones científicas y políticas llevaron a que uno tras otro los diversos organismos científicos norteamericanos apoyaran su teoría hasta que finalmente el Departamento de Agricultura norteamericano propuso la dieta baja en grasas saturadas como recomendación oficial.

Desde entonces, se impuso la idea de que por nuestra salud había que comer poca carne, huevos o leche, sustituir la mantequilla por la margarina, etc. Pero en todo ese tiempo no hubo ninguna prueba científica sobre ello. Los ensayos clínicos no aportaron ninguna luz. Y los estudios epidemiológicos sólo ofrecían pruebas cuando se preparaban para que dieran la respuesta que se quería, como hizo Keys con su estudio de Siete Naciones, del que excluyó todos los países que a primera vista tenían dietas altas en grasa pero pocos problemas cardiacos, como Francia, Alemania o Suecia, además de contar con un sinfín de problemas metodológicos, como anotar lo qué comían los entonces bastante religiosos habitantes de Creta durante la Cuaresma y extrapolarlo al resto del año.

Unos años después, un par de científicos griegos e italianos, preocupados por lo que esta dieta provocaría en la forma de comer de sus conciudadanos y en el desastre que suponía para sectores como el del aceite de oliva, promovieron como alternativa la dieta mediterránea. La idea es que estos países tradicionalmente tenían menos problemas del corazón, así que su dieta debía ser buena, usando el ejemplo de Creta del estudio de Keys. El problema es que hay pocas cosas en común en las dietas de los distintos países del Mediterráneo, así que el engendro al que se acabó llamando "dieta mediterránea" poco tenía que ver con lo que realmente comía la gente en la zona. El resultado fue una suerte de dieta baja en grasas con algo más de pescado y con el aceite de oliva como principal fuente de grasas. El problema, de nuevo, es que no existe ningún ensayo clínico que pruebe que dicha dieta es buena para la salud, aunque sí los hay que indican que es menos mala que la dieta baja en grasas, porque al fin y al cabo el aceite de oliva es grasa.

Hay que reconocer, eso sí, que los nutricionistas lo tienen difícil. Diseñar y llevar a cabo un ensayo clínico con un número suficiente de personas en los dos grupos, el del estudio y el de control, y controlar la dieta de ambos día a día es casi una tarea imposible. Así que se tienen que conformar en general con indicios provenientes de ensayos mal hechos y de estudios epidemiológicos, que pueden como mucho indicar una correlación, pero nunca una causa. Sin embargo, la debilidad de la base científica en la que se sustentaban debería haberles hecho más cautos en publicitar conclusiones precipitadas sobre nuestra dieta. Porque, como dice Teicholz:

La suma de todas las pruebas del último medio siglo contra las grasas saturadas al final se quedaron en esto: los primeros ensayos clínicos que las condenaban tenían errores, los datos epidemiológicos no mostraban ninguna correlación negativa, los efectos de las grasas saturadas en el colesterol LDL (cuando se evalúan correctamente en subconjuntos) es neutral y un número importante de ensayos clínicos de la pasada década ha demostrado la ausencia de ningún efecto negativo sobre la obesidad, la diabetes o los problemas del corazón. En otras palabras, cada uno de los puntos en los que se sustentaba el caso contra las grasa saturadas ha terminado, cuando se ha examinado rigurosamente, viniéndose abajo.

Pese a que resulta extremadamente convincente en su demolición del mito de que las grasas son malas (con las excepción de las grasas trans y los aceites vegetales que no sean de oliva), el libro nos enseña tan bien a ser escépticos con el campo de la nutrición que no resulta tan convincente cuando nos intenta vender que las dietas correctas son las bajas en carbohidratos y altas en grasas, como la Atkins, repletas de carne roja, queso y mantequilla. Pero aunque parece contar con mejores apoyos que la de la dieta baja en grasa, y había sido estudiada ya antes de la irrupción de Keys como elefante en cacharrería, aún quedan por hacer ensayos clínicos que nos permitan confiar en ella como antes confiábamos en que lo light realmente adelgaza y es bueno para nuestra salud.

Sin embargo, hay otra enseñanza que nada tiene que ver con la nutrición y que sí podemos extraer de este libro. El relato de Teicholz sobre cómo se impone un dogma sobre bases extremadamente débiles gracias a la influencia de muy pocos investigadores y cómo quienes dudaban de la verdad oficial, apoyada por cuerpos científicos y políticos de todo signo, fueron condenados al ostracismo y se les negaron los fondos para la investigación recuerda muy mucho a otro campo científico igualmente polémico y politizado: el clima. Con una diferencia a favor de los nutricionistas: mientras que en EEUU la dieta baja en grasas se convirtió en un consenso inatacable, en Europa siempre se dudó, y eso ayudó a que aparecieran las evidencias que lo contradecían. Los climatólogos escépticos, en cambio, no tienen ningún puerto seguro al que acogerse.

Nina Teicholz, The Big Fat Surprise. Why Butter, Meat and Cheese belong to a Healthy Diet, Free Pr (2014), 479 páginas

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