Decía Thomas Wolfe que "la soledad es y siempre ha sido la experiencia central e inevitable de todo hombre". Esa experiencia, ese encuentro inevitable, ese vacío onírico imprescindible lo encuentra Haruki Murakami (Kioto, 1949) en el mar. El escritor japonés no se adentra en sus ficciones en el mar. No hay faros ni veleros ni marineros protagonistas, pero sí acude constantemente al inmenso azul en sus metáforas. Es un pensamiento que se repite, una referencia constante a su profundidad o su bravío.
La soledad es un concepto del que impregna sus novelas Murakami, al igual que la alienación. Sus personajes pasean, según se mire, entre un realismo ilógico y una fantasía veraz. Y como siempre, olas que van y olas que vienen para ahogarnos en sus pensamientos. Por eso, Murakami es un imprescindible en las quinielas de los premios literarios.
El tiempo transcurre, pero no sucede nada. Ella no se mueve. No hace el menor ruido. Con el rostro vuelto hacia arriba, flota en un mar de pensamientos puros, sin olas ni corrientes que alteren la superficie. After Dark (Tusquets editores, 2008)
El mar es vida y muerte, parábola constante.
La muerte era silenciosa como el fondo del mar, dulce como una rosa de mayo. El somorgujo pensaba últimamente a menudo en la muerte. Se imaginaba a sí mismo muerto, sumido en un sueño eterno. Sauce ciego, mujer dormida (Tusquets editores, 2008)
Y muerte en sí.
Jack London creyó durante mucho tiempo que moriría ahogado en el mar. Estaba convencido de que moriría de esa forma. De que se caería al mar de noche por un descuido, de que nadie se daría cuenta y de que él acabaría muriendo ahogado. Después del terremoto (Tusquets editores, 2013)
Y sosiego.
Corría una suave brisa y, cerca de la orilla, el mar estaba en calma. Mar adentro, pequeñas olas, silenciosas y regulares, iban y venían, como si alguien sacudiera ligeramente una sábana. Baila, Baila, Baila (Tusquets editores, 2012)
Enfrentarse a los relatos de Murakami sin ideas preconcebidas permite al lector adentrase en un mar de interpretaciones... situaciones inexplicables en constante tono surrealista que es precisamente la riqueza sin fin de Murakami. Por eso, podemos leer sin saltar a la ciencia ficción como llueven sanguijuelas o se conversa con gatos. Así sucede en Kafka en la orilla (Tusquets editores, 2006), considerada por New York Times la mejor novela del año en su momento.
Cuenta la historia de Kafka Tamura, un adolescente de 15 años que se fuga de casa, huyendo de las ideas de su padre, un famoso escultor convencido de que su hijo repetirá el destino de Edipo. En la búsqueda de su propio devenir, acaba en la Biblioteca Komura donde conoce a Oshima, su gran apoyo y a la solitaria señorita Saeki.
Le miro el pecho. Sus senos redondos suben y bajan al compás de
la respiración como el vaivén de las olas. Me recuerdan una vasta
superficie del mar azotada por una lluvia incesante. Yo soy un navegante solitario, de pie en cubierta; ella es el mar. El cielo presenta un color gris uniforme que, mucho más allá, se funde con el color, asimismo gris, del mar. Y entonces es muy difícil distinguir el mar del cielo. También es difícil separar al navegante del mar. También es difícil distinguir la realidad de los sentimientos.
Saeki sobrevive a la ruptura de su pasado entre los libros de la biblioteca. Atractiva, madura y enigmática, oculta su tragedia entre las páginas de Las mil y una noches, que relee una y otra vez. Este viejo texto, de origen desconocido, plagado de cuentos y aventuras, reúne las vividas por Simbad el Marino, un personaje, como Murakami, solitario, perseverante y en constante evolución.
Simbad el Marino es uno de los cuentos que narra la hermosa doncella Scheherezade al rey Sharyar para mantener su atención cada noche y así evitar su triste desenlace. El sultán solía yacer con una virgen y ejecutarla a la mañana siguiente, pero si quería seguir conociendo las maravillosas historias, debía dejarla con vida.
La de Simbad es un cuento del mar. Este inquieto marino viajó siete veces y cada una de sus aventuras fue más intensa que la anterior. En su primer periplo, se instaló en una isla que resultó ser un gigantesco pez que, saciado de sueño, despierta y se sumerge en las profundidades dejando a Simbad a la deriva.
Pero Alah el Altísimo veló por mí y me libró de ahogarme, poniéndame al alcance de la mano una especie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa. Me aferré primero a aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los esfuerzos extraordinarias de que me hacían capaz el peligro y el cariño que tenía yo a mi alma, que me era preciosísima. Entonces me puse a batir al agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas jugueteaban conmigo haciéndame zozobrar a derecha e izquierda.
Simbad zarpa una y otra vez. Siempre con idéntico resultado.
En tal punto me eché a llorar, gimiendo, lanzando luego gritos espantosos, hasta que la desesperación se apoderó por completo de mi corazón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos manos, y exclamé tadavía: "¿Qué necesidad tenías de viajar ¡oh miserable! cuando en Bagdad vivías entre delicias?
Como el mar, nunca se rinde, no descansa y siempre sigue su curso.
Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron. Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío (...) pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón.
Sin duda, como dicen los que a sus oídos llega este cuento: "¡Por Alah, ¡oh mi señor! que es asombrosa tu historia y prodigiosa tu aventura!".