¿Por qué los españoles hemos tenido tantas dificultades para hablar de nuestra nacionalidad? ¿Por qué decimos "este país" cuando hablamos de España? ¿Por qué nos empeñamos en hablar mal de nuestro país? ¿Por qué hemos despreciado nuestra nación?
El profesor y escritor José María Marco se pregunta y se responde a todas estas cuestiones en su nuevo libro Sueño y destrucción de España (Planeta, 2015), del que Libertad Digital tiene el honor de reproducir el Epílogo, por gentileza de la editorial y del propio autor.
Epílogo provisional: 2015.
FIN DE CICLO
El 9 de noviembre de 2014 la Generalidad de Cataluña organizó una consulta para saber si los catalanes querían independizarse del resto de España. La Generalidad hubiera querido celebrar un referéndum, como el que había tenido lugar poco antes en Escocia. La Constitución española, sin embargo, impide un referéndum como este. El titular de la soberanía es el pueblo español y por tanto sólo él está capacitado para tomar una decisión sobre la integridad territorial de la nación. Así que en vez de referéndum la Generalidad organizó una consulta informal, sin grandes exigencias de procedimiento. Al menos sería útil de instrumento de propaganda. También serviría para evaluar cuántos catalanes son independentistas.
La celebración de la consulta señalaba un punto de inflexión en la historia del nacionalismo catalán. Terminó con la estrategia, característica del nacionalismo conservador, que consistía en diferir el llamamiento abierto a la independencia mientras se llevaba a cabo la nacionalización de Cataluña. Ahora se planteaba un enfrentamiento abierto con el resto de España. Por usar una analogía histórica —siempre un poco tramposas— Cambó estaba a punto de meterse en la piel de Companys. Es posible que los nacionalistas, conservadores o radicales, pensaran que después de tantos años de propaganda la nacionalización ya estaba hecha. También hay otros motivos que explican una decisión tan drástica.
Uno es la radicalización de la política catalana provocada por el gobierno del presidente Rodríguez Zapatero. Al haber movido el eje de la vida política hacia la izquierda, con la alianza frentepopulista de los socialistas con los nacionalistas republicanos y la extrema izquierda, los nacionalistas conservadores se sintieron obligados a adoptar posiciones más radicales. La específica relación que el nacionalismo conservador tiene con España se desplomó. Y al desplomarse la dimensión española de la política catalana, se derrumbó el centro político. A veces se olvida que en la política catalana, el centro no se traduce sólo en una actitud de diálogo y de transigencia. Lo que subyace a esa actitud es la presencia de la idea de España en la sociedad catalana, precisamente porque el nacionalismo catalán —como cualquier otro nacionalismo— empuja naturalmente a las fuerzas políticas a la intransigencia. Es España la que centra la política catalana, la raíz del tan traído y llevado seny, y la que impide que todo se lo lleve por delante la rauxa, esa forma específicamente catalana de arrebato ciego.
El otro motivo que contribuye a explicar la decisión de los nacionalistas catalanes hasta entonces moderados es la crisis económica. Desencadenada a finales de 2008, aunque perceptible antes, la crisis llevó a la economía española al borde de la quiebra. En el verano de 2012, estaba generalizada la opinión de que era necesario —para una parte de la opinión, que llegó darlo por hecho, deseable— una intervención por parte de las autoridades de la unión monetaria. Esta intervención no habría tenido sólo efectos financieros y económicos. También habría venido a demostrar que los españoles, después de treinta años de democracia, no sabemos gobernarnos a nosotros mismos. Para solucionar un problema propio, habríamos tenido que acudir fuera y solicitar que nos intervinieran. Habría quedado claro que los españoles somos menores de edad. La crisis económica podía convertirse por tanto en crisis política, y de ahí estaba a punto de pasar a ser una crisis institucional.
Los nacionalistas catalanes entendieron —no sin coherencia— que se podía transformar en una crisis nacional. Y en cuanto a crisis nacionales, las elites españolas siempre tienen a mano el mismo recurso. No se trataba sólo de una crisis económica, que es cuestión de ajustes, de reformas legislativas, de cambios en las ineficiencias. Tampoco es algo debatible en términos políticos, que tengan en cuenta los intereses en juego, las circunstancias, las divergencias y las posibles salidas. Es una crisis total que atañe a nuestra identidad misma como comunidad política. Nos encontrábamos a las puertas de un nuevo 98: una puesta en cuestión de los fundamentos de la actividad económica, los mecanismos institucionales, y, como es natural, los principios mismos de convivencia. El problema de España, que es siempre el principal —o el único— problema al que se enfrentan los españoles, estaba a punto de estallar de nuevo. Y como estábamos volviendo a los buenos tiempos de fin de siglo, volvieron, como era de esperar, los regeneracionistas.
No hubo palabra más usada en estos años que «regeneración», como si fuera un expediente mágico que, aplicado sobre el organismo enfermo —volvemos a las metáforas médicas, por no decir chamánicas— permita la curación casi instantánea. Como es natural, el auge de la «regeneración» y los regeneracionistas coincide con el descrédito de la política. Siempre ocurre lo mismo y el guión actualizó el repertorio que ya conocemos bien. La economía de mercado —porque estaba en trance de volver el socialismo— sólo produce desigualdades y empobrecimiento, en particular entre la clase media, lo que los regeneracionistas de los buenos tiempos llamaban «clases neutras». La democracia liberal es un régimen de falsificación y los partidos políticos, un nido de corrupción e intereses bastardos que parasitan el bien público: hay que ponerse otra vez en camino para encontrar la verdadera democracia, la única capaz de dar voz al pueblo, siempre auténtico, siempre inmaculado. Y en recuerdo de la mitología del regeneracionismo republicano, tampoco la Monarquía estuvo a salvo de las indignadas andanadas acerca de la igualdad de todos los ciudadanos, incluido el ciudadano Juan Carlos. En resumen, que había que proceder a un cambio radical, sin contemplaciones, y refundar desde la raíz una España nueva…
…El tono apocalíptico de los nuevos regeneracionistas casi igualó en decibelios y esdrújulas a los improperios escatológicos de los de principios de siglo. En este revival nacionalista —porque ese es el sentido de la regeneración y del regeneracionismo— era lógico que los nacionalistas catalanes entendieran que había llegado la hora de la emancipación de la nación nacionalista catalana. En realidad, los nacionalistas conservadores no estaban jugando a nacionalistas radicales. Actualizaban a Prat de la Riba, culminaban su obra y le daban por fin la dimensión nacional que el propio Prat de la Riva había apartado. Para entonces, hacía tiempo que los nacionalistas habían dejado de hablar del «Estado español». Hablaban de España, sencillamente. El problema de si España es o no una nación había dejado de ser su problema. Como España volvía a ser lo que siempre ha sido —un país degenerado, en descomposición—, había llegado el momento de que Cataluña y los catalanes (nacionalizados) se salvaran por su cuenta.
El razonamiento sigue de forma impecable el argumento del regeneracionismo español y corre en paralelo a la propuesta posnacional del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que a su vez culminaba la empresa de desnacionalización de España iniciada ya antes de la Transición. Como ocurrió en tiempos del federalismo de la Primera República, la fundación de una nueva España, en este caso una España posnacional, requiere una nueva articulación de los elementos que van a acabar formando la nueva entidad. No debe extrañar, por tanto, que haya quien quiera abandonar lo que hasta entonces ha sido el terreno de juego común. Si se vuelve a empezar a cero —los nacionalistas, que tan conservadores se dicen, disfrutan del privilegio de borrar el pasado y el presente que no les gusta— no se le puede reprochar a nadie que no quiera participar.
Aun así, al apurar todas las consecuencias de los presupuestos subyacentes en el nacionalismo posnacional, los nacionalistas catalanes planteaban varios problemas. Uno de ellos atañía al propio Partido Socialista. Una cosa es acoger con los brazos abiertos el Estatuto de los nacionalistas, y otra muy distinta es aceptar que Cataluña se independice y acabe con el país que se aspira a gobernar. El desafío independentista plantea a los socialistas, por tanto, la necesidad de aclarar su posición de fondo sobre el asunto. Consecuencia de esta tensión fue la insistencia socialista en la reforma constitucional, posible inicio de un nuevo proceso constituyente que abriría la puerta a un nuevo ciclo español. En realidad, este nuevo ciclo no es algo nuevo. Es la continuación de la situación que ha llevado a la sociedad española hasta el punto en el que se encontró a finales de 2014. Permitirá un nuevo reparto del poder territorial que evitará al Partido Socialista tener que proclamar su lealtad al marco nacional común. Los socialistas ofrecían una apariencia de ruptura con la intención de continuar como siempre. Volveríamos así a la casilla de salida, como si entre 1978 y 2014 no hubiera ocurrido nada.
Otro de los problemas que plantea el paso independentista del nacionalismo catalán es la nueva visión que el resto de los españoles tienen de Cataluña y, a partir de ahí, la que han empezado a forjarse de sí mismos. Cataluña gozó durante mucho tiempo del prestigio de ser una de las zonas más ricas y avanzadas de España. Los catalanes estaban considerados personas particularmente industriosas, emprendedoras, ahorradoras. Barcelona, ejemplo de modernidad, rivalizaba con Madrid por el liderazgo de España. Toda España salía ganando con esa competencia. Como es natural, el nacionalismo aprovechó esta predisposición, pero cambió su sentido. Y al decidir que había llegado la hora de la independencia, quedó claro que la Cataluña nacionalista, y con ella Barcelona, no aspiraban ya a liderar España, sino a romper con una sociedad que desprecian.
El caso se agrava dada la evolución de la situación española. Dos años después de la crisis que estuvo a punto de llevar a España a la quiebra y a la intervención, en 2012, la economía española había empezado a crecer como pocos países de la zona euro. Estaba claro que eso no iba a impedir que el neorregeneracionismo continuara en su línea. Una vez lanzado por esta pendiente, resulta difícil que lo que también se dio en llamar el populismo frenara de golpe. Era cierto que detrás de la crisis había algo más, que es un cambio estructural en la cultura, el trabajo, la vida y la relación con el Estado: una crisis total, de las que tan bien describía Ortega al hablar de cambio de creencias. También es cierto que las consecuencias de esta mutación apenas han empezado a ser abordadas, dada la dificultad de articular políticamente un argumento y una posición ante un cambio tan profundo. Aun así, la recuperación había sido un hecho. Seguía habiendo muchas cosas que reformar, pero en vista de lo ocurrido, no era sostenible la consideración de España como un país moribundo y la de los españoles como seres incapaces de gobernarse a sí mismos. Los «españolitos» estábamos saliendo de la crisis y «este país» se había empezado a recuperar de una gigantesca crisis económica. Y lo habían hecho por su cuenta, sin necesidad de ser intervenidos ni de ser rescatados, y como no habían sido capaces de hacerlo otros países de «nuestro entorno», como Francia o Italia. Hay más: en este panorama, uno de los gobiernos autonómicos que sigue requiriendo una ayuda económica masiva por parte del gobierno español es el de Cataluña.
Es posible que todo esto contribuya a explicar el hecho de que en la consulta que sustituyó al referéndum para la independencia de Cataluña, los independentistas sólo consiguieron el respaldo de un 30,2 por ciento del electorado. Es un número relevante, pero pone en claro la auténtica dimensión del nacionalismo. El caso es aún más llamativo porque resulta coherente con el respaldo que las opciones nacionalistas habían venido recibiendo en las elecciones celebradas en Cataluña desde 1980. Nunca el apoyo al nacionalismo independentista subió del 34 por ciento del censo. Los resultados de la consulta del 9 de noviembre refuerzan por tanto la idea de que el nacionalismo, en España, no es capaz de movilizar más que a una parte no determinante de la sociedad. Demuestran por tanto que la nacionalización de Cataluña, iniciada con todas las de la ley después de la Transición, no ha conseguido sus objetivos en los casi cuarenta años que llevaba en marcha. No logró salir del reducto importante, pero minoritario, de los creyentes y los convencidos de antemano. Ni con todos los medios con los que ha contado en Cataluña, es decir con el Estado, la propaganda nacionalista ha sido capaz de crear una nación nacionalista.
El resultado indicó también algo más general acerca de la sociedad española. Y es que el hecho de que la lealtad a la nación no se haya podido expresar con claridad, que no se haya fomentado e incluso que haya sido obstaculizada, cuando no censurada, no llevó a que la sociedad española hiciera suyas formas alternativas de identificación colectiva, que habrían llevado a una construcción de una comunidad política ajena a la nacionalidad y que la hubiera superado. Nadie sabe lo que viene después de dejar de ser español. Los españoles lo siguen siendo, quieren seguir siéndolo y cada vez lo manifiestan con más naturalidad y con más claridad. Así que todo indica que la sociedad española está a la espera de que las organizaciones que ejercen el liderazgo político hagan suya esta realidad con normalidad, como ya lo hicieron antes en circunstancias más difíciles. En este caso, la propaganda nacionalista española no ha conseguido desnacionalizar a los españoles, ni vaciar de sentido su nacionalidad ni su ciudadanía, que es lo que se había propuesto en el intento de construir otra España, a la medida de los deseos (nacionalistas) de los adelantados de la posnacionalidad.
En estos años de crisis, se habló mucho de «fin de un ciclo» en la vida política española. El ciclo que habría llegado a su final parecía referirse a la vigencia del texto constitucional de 1978, o al sistema de partidos inaugurado entonces. Es posible que el fin de ciclo al que se llegó en 2014 fuera distinto. Se podría referir más bien al proyecto, nacido en la Transición por razones que hemos intentando dilucidar en estas páginas, de construir una democracia liberal sin nación. Como ha escrito Andrés de Blas y había expuesto ya el autor de estas líneas, las elites españolas actuaron desde entonces en la creencia de que, conseguida la democracia, no necesitaban la nación. Ángel Rivero formuló en su estudio titulado La Constitución de la nación la misma pregunta acerca de si se puede construir una democracia sin nación.
La respuesta es No. España ha vivido un experimento en el que estaba en juego la creación de una comunidad política posnacional, vertebrada por lazos distintos a los que las naciones políticas e históricas habían ido formando durante siglos. El experimento, que utilizó materiales de otras crisis nacionales previas, ha llegado a su punto final. Ha sido un fracaso y cierra de una vez el ciclo de nacionalismo español surgido en torno a la crisis de fin de siglo, nuestro 98. Probablemente ha llegado la hora de librarnos de los siniestros fantasmas del nacionalismo y de que España, la idea de España y la propia palabra España, dejen de ser un problema, un argumento político, y se conviertan en la base del asombroso éxito español de estos años: un consenso renovado sobre el que seguir fundamentando la nación de ciudadanos, con derechos y con deberes.
Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015) de José María Marco. Ed. Planeta.