Es Fernando VII, mal que nos pese, uno de los nuestros. Como Franco. Como Negrín. Su historia ha pesado tanto en la nuestra que no podemos negarla. Lo que sí podemos es contarla y alentar a nuestra prole para que no caiga en el error de arrodillarse ante otro ídolo de esta catadura. Tarea imposible. Caerá, con toda probabilidad, porque es propio del humano, y sin duda del humano español, meter la pata. Pero al menos que no se diga que no advertimos del peligro a los incautos.
Lo que delata físicamente a Fernando de Borbón y Borbón, y más Borbón, es ese mentón avieso que, por más que se empeñe, no deja de ser quijada. En el hueso violento, aprontado y esquinado, grueso y débil, grande y flojo, se resume su carácter. En los ojos yace su persona, porque, si alguna vez lo fue, parece o se hace muerta. No mira sino que se mira. No ofrece sino que pide que le ofrezcan; y hay una doblez en esa mendicidad real, tan evidente y tan sorda, que sólo el de Fuendetodos la captó en su integridad. A veces hay que ser sordo para ver.
Pocos de los nuestros han hecho tanto daño a España como el que empezó bautizándose como El Deseado, con mayúscula; siguió como El Rey Felón, y acabó como Tigrekán, fantasía verbal que denunciaba un despotismo asiático en el rabo de Occidente. Quizás hay gobernantes capaces de hacer más daño a España que Fernando VII, pero, hasta ahora, faltos de que Tusell elogie a alguno de los reyes godos, no lo ha logrado nadie.
Tenía el príncipe Fernando su general Armada en el canónigo Escóiquiz, y por él y con él probó varias veces, entre 1806 y 1808, a derribar a su padre. Bueno, a su padre, a su madre y a Godoy, que era algo así como la madre de los dos. Si en Francia guillotinaban reyes, aquí tejíamos visigóticamente el tapiz del parricidio, lo cual prueba la superioridad de nuestra civilización sobre las vecinas. Conste.
Empezó Fernando por traicionar a su padre, el Rey, y ya no paró. Traicionó a su dinastía, traicionó a sus posibles hijos, traicionó a la historia pasada, traicionó a la futura, traicionó a su país, traicionó a la Corona, traicionó a los que, gritando su nombre, murieron frente a los mamelucos y carniceros de Murat. Puso tan barata la nación española este tipo de belfo lánguido que Murat, el carnicero de Madrid, pensó que podría disputársela al propio hermano del Emperador. Así que extremó su eficiencia en la liquidación de españoles vivos, porque, que se sepa, respetó los cementerios. Todo lo demás, lo fusiló. Mató tanto, mató tan cruelmente y tan sin sentido, si es que el crimen lo tiene, que Goya, un afrancesado que se avergonzó de sí por respeto a los muertos suyos, no tuvo más remedio que mostrárnoslo. Y ahí están: ahorcados, empalados, violados, fusilados todos, en nombre del emperador, un tal Bonaparte.
Tiene España muchas páginas negras. Hay entre los nuestros mucho hijo de Satanás. Pero es difícil encontrar en dos mil años una figura tan pérfida y miserable como la de este tío, y lo siento por sus sobrinos. En Bayona, este sujeto, su lamentable padre y el pendón de su mamá abdicaron, entregaron, vendieron a España por no se sabe qué. Carlos abdicó de sus derechos; Fernando entregó sus derechos a su padre, que ya no los tenía; quedó así España sin Rey, porque ni el padre ni el hijo resistieron la superioridad moral, material y militar del Corso. La tragedia de España es que, sin saber la verdad de las traiciones de Bayona, y creyendo que Napoleón le había quitado un Rey, se lo inventó. Ese es el origen de El Deseado y ése es el principio de nuestros males: fiar a otros lo que por nosotros mismos somos capaces de hacer.
Mientras el utrero con toisón sesteaba en Valengay, los españoles corrientes se mataban en su nombre. No por él, sino por ellos. No por la dignidad del Rey, sino por la suya. Miles y miles murieron diciendo «Viva Fernando!». El, mientras tanto, pensaba cómo podría someter a un pueblo que daba tanta guerra.
Hizo más ese pueblo. Reducido en su condición física a Cádiz, aunque toda España se convirtió en trampa para extranjeros, creó una Constitución, labró su libertad, siguiendo la tradición que, mil años atrás, habían marcado sus ancestros. Y como prueba de su afecto, o del afecto a su patria, los «españoles de ambos mundos» (porque eran todos entonces españoles, a pesar de los océanos) le ofrecieron una constitución en el día de su santo. Muchos no lo saben y a todos cuesta admitirlo, pero como el Rey Intruso, el hermano del carnicero parisién, había ya entregado su propia Constitución, los gaditanos, que eran enormes, tuvieron la humorada de firmarla el día del cumpleaños del rey, y, encima, llamarla La Pepa, poniendo a San José sobre José. Para que luego digan de la Historia Sagrada.
Nada apreció el detalle este barbián. En cuanto los españoles, con la pomposa ayuda de Wellington, echaron de España al primer ejército del mundo, que puso más de doscientos mil hombres (ojo, doscientos mil, y no pudo con aquella España), volvió Fernandito por sus fueros, que eran la negación de los fueros, nombre antiguo para significar derechos y libertades. A los que habían edificado la Constitución, imagen legal de España, los mató, los desterró o los enterró, A los miles de guerrilleros que se habían jugado el pellejo en su nombre, , pero por España, trató de convencerlos de que eran sinónimos. Le fue bien al principio pero, a los pocos años de tiranía, el ejército que debía proteger a las Indias decidió que era más urgente proteger a España, Y Riego lo puso en un trance que para él no era inédito: perjurar. «Marchemos todos, y Yo el Primero por la senda constitucional», dijo el Rey. Y en cuanto pudo, apenas tres años, con la ayuda de los franceses, los cien mil hijos de San Luis que ni eran tantos ni tan santos, volvió a recrear su bosta, hez que cualquier equino deja tras de sí.
A los tres años de que Riego -noble nombre sobre hidráulico- nos llegó, los llamaron los polanquistas de entonces «los mal llamados años», como si los años tuvieran enmienda o justificación de depósito. A cambio, sus diez últimos en el trono han quedado bautizados como la Ominosa Década. Y ahí queda. Pero lo malo es malo hasta el final y este Borbón, al que, después de lo de la senda, llamaban los conservadores El rey Felón y los liberales simplemente Tigrekán, consiguió que un país, el nuestro, se lanzase a una guerra civil, en nombre del hermano, don Carlos y de la hijita en ciernes, Isabel. Porque tuvo el arte, este patrón de cabras, de obligar al país que se mató por él a seguir matándose sin él, pero por su culpa. Nación, Libertad, Constitución; todo costó mucho más y vale más después de Fernando VII. Es lo único que tenemos que agradecerle: lo que costó combatirle. Su existencia es el mejor alegato a favor de la guillotina si no existiera ya, incluso en las comedias de Lope, el garrote vil. Fue las dos cosas: Garrote y vil.
* Libertad Digital ha recuperado el capítulo que Federico Jiménez Losantos dedicó a Fernando VII en el libro Los nuestros: cien vidas en la historia de España (Planeta, 2000).