En uno de los comentarios publicados en la prensa alemana al poco de conocerse el fallecimiento de Günter Grass se decía que el escritor, con su gusto por la polémica política, que plasmaba en artículos y apariciones en los medios, se había hecho popular, temido y en cierto modo anacrónico. Era, decía el artículo de Die Zeit, uno de los últimos literatos y profetas comprometidos, figuras éstas que al público actual le parecían tan fuera de lugar como los dinosaurios. No digo que no. Puede que Grass hubiera alcanzado esa condición, pues los años no pasan en balde, pero en cuanto a lo otro disiento: nada gusta más en nuestro tiempo que el escritor o el artista engagé.
Nada gusta tanto como ese artista o escritor que toma posición sobre asuntos políticos, incluso los más mundanos, hasta pedir el voto para tal o cual en unas elecciones, siempre, claro, que su alineamiento coincida con el que domine en el establecimiento cultural y entre ese público tan comprometido con el compromiso que prefiere a un mediocre comprometido que a un genio sin comprometer. Lo que sucede, y esto quizá desdibuja y relega al anacronismo a figuras complejas como Grass, es que tenemos inflación y devaluación al mismo tiempo: son legión los engagés, pero ya no es preciso tener peso literario, intelectual o artístico para instalarse en ese olimpo. Sólo hace falta ser popular: al que goce de popularidad se le toman muy solemnemente en serio sus opiniones políticas. De ahí que sean personajes buscados por los partidos.
A Grass también le sucedió. En la década de 1960, como decía en carta abierta el crítico literario Marcel Reich-Ranicki, pasó de artista fundamentalmente apolítico a apasionado político amateur bajo la tutela de Willy Brandt, el dirigente del partido socialdemócrata. Muy pronto le iba a decepcionar. Porque Brandt "le necesitaba mientras luchaba por el poder, y una vez que fue canciller, no quiso saber nada de usted. ¿Me equivoco si sospecho que usted no ha podido superar nunca aquello?", le preguntaba el mandarín de la crítica literaria alemana, entonces amigo suyo.
Si algo no superó nunca Grass fue la dura crítica que hizo Reich-Ranicki de su novela Es cuento largo a través de la carta citada. Era una obra situada poco después de la caída del Muro, que avalaba la opinión contraria a la unificación alemana de su autor y de la que se desprendía que la dictadura comunista en Alemania Oriental no había sido, después de todo, tan mala. Las críticas negativas que recibió fueron achacadas, cómo no, a motivos políticos. Ay, si la dictadura hubiera sido otra. Pero lo interesante es que la novela mostraba uno de los peligros que acechan al literato engagé: que su compromiso político dañe su literatura sin que beneficie tampoco a la política. Lo que sí puede ganar es popularidad.
Tal vez fuera esa popularidad, su transformación en icono, en figura pública que terciaba en la batalla política, lo que no quiso poner en riesgo Grass aireando su experiencia juvenil como miembro de las SS. Como tantos jóvenes alemanes de la época, sí. Pero Grass se había opuesto denodadamente a poner punto final a la confrontación de Alemania con su pasado nazi. Y retrasó la confrontación con aquel episodio de su propio pasado hasta 2006. Atrapado por las complejidades de la historia del siglo XX, al escritor Grass también le atrapó su personaje público. Aunque él fuera, naturalmente, mucho más.