Anticlericales y meapilas, rojos y fachas, independentistas y españolistas, liberales y totalitarios, monárquicos y republicanos; en fin, todos consumían pornografía en su vida íntima. Aquella España que se desprendía del XIX y entraba con hambre de modernidad en el XX soñaba con cuerpos desnudos y escenas eróticas. El país invisible, el de puertas adentro, allí donde no se necesitaba aparentar, leía novelas y revistas picantes, paseaba sus ojos por postales con figuras ligeras de ropa, frecuentaba espectáculos de variedades, incluso veía cortometrajes pornográficos. La sociedad y su mentalidad habían cambiado con el paso de siglo, y con ellas el erotismo y la imagen de la mujer deseable. Es la otra cultura popular, la que hasta ahora había ignorado la historiografía académica, y que nos muestra un panorama más completo y realista del país.
Maite Zubiaurre, catedrática de Literatura Española y Alemana en la Universidad de California, da un pescozón a la Edad de Plata en su sugerente y atractivo libro Culturas del erotismo en España, 1898-1939 (Cátedra, 2014). Frente al pesimismo de semblante compungido y regeneraciones suicidas, ese de la España visible, Zubiaurre presenta una de las facetas de la cultura popular. Fue la ola erótica que barrió el país, y que unos intelectuales del momento, quizá en una noche del Madrid ebrio, bautizaron como "sicalíptica" en 1902. El término procede, según María Moliner, de las palabras griegas sykon (vulva) y aleiptikós (excitante).
La pornografía, indistinguible en lo concreto del erotismo según Zubiaurre, fue un contrapunto subversivo, divertido e irreverente en una sociedad cuya alta cultura se tomaba demasiado en serio todo. Esa manifestación popular de una inclinación humana equiparó España al resto de Europa –en Francia y Gran Bretaña hay enormes archivos históricos al respecto; aquí no–. La industria del porno cañí usó las nuevas tecnologías audiovisuales, como el daguerrotipo, el cinematógrafo o las imágenes estereoscópicas, infrautilizadas por el resto. Del mismo modo, penetraron en el país el psicoanálisis y la sexología, el naturismo, el feminismo y el nudismo.
La imagen de la mujer deseable cambió, al igual que en el resto de Europa. La explosión del sector servicios y de las ciudades masificadas presentaba a oficinistas, ciclistas y telefonistas como nuevos iconos eróticos, entre otros tipos, y se jugaba con la ambigüedad sexual. Por ejemplo, José Caballero, bajo el seudónimo de el Caballero Audaz, publicó en 1924 la historia de una transformista: La pena de no ser hombre. Ramón Gómez de la Serna, en este estilo, publicó en 1926 la novela La mujer vestida de hombre. Era una literatura erótica plagada de tobilleras (lolitas tipo Nabokov), guayabos (chicos adolescentes), gente ambigua, homosexuales y lesbianas, en escenas cotidianas llenas de picardía. La publicación de novelas eróticas fue un auténtico negocio: Felipe Trigo, padre del relato sicalíptico, ganaba al año casi veinte veces más que Ortega o Pío Baroja.
Alguno, como Álvaro Retana, encarcelado tres meses por escribir una novela pícara, El tonto (1925), vivía inmerso en la sicalipsis: ilustraba, componía cuplés, diseñaba vestuarios y coreografía, y reflexionaba sobre el fenómeno en La ola verde: crítica frívola (1931). La moda llegó a la pintura, y su ejemplo más claro son las hermosas mujeres de Julio Romero de Torres. La propaganda visual popularizó también el desnudo masculino, al que sus detractores veían feminizado porque mostraba cara y cuerpo rasurados.
¿Y por qué no hablar del archivo cinematográfico de temática de Alfonso XIII, encargado por Romanones a la Royal Films de Barcelona, y que le acompañó en su exilio romano? De aquellos cortos solo se conservan tres, cuyos títulos, como indica Zubiaurre, nos dan pistas de cuál era la picaresca: El ministro, Consultorio de señoras y El confesor. Pero también había clases en el consumo de pornografía. El cine y las imágenes estereoscópicas precisaban aparatos de reproducción caros, mientras que novelas ilustradas, revistas y postales eran asequibles para cualquiera.
La historia de la censura es paralela e inseparable de cualquier tipo de cultura; sobre todo de la popular. Hubo una obsesión por detener la expansión del erotismo porque se consideraba que atentaba contra la identidad nacional y cristiana. Marañón decía que solo los curas y los médicos conocían la "verdad escondida", la situación de personas que llevaban en silencio "la tragedia de su perturbación sexual". Claro que Marañón añadía que la esencia de lo femenino es la maternidad, y solo consideraba "legítimo" el trabajo de la mujer soltera.
Azorín y Ortega criticaron en tono parecido la sicalipsis, y Ramiro de Maeztu predicó la necesidad de una Liga Antipornográfica, que finalmente nació en 1911 con escaso éxito en su intento de cerrar los Pirineos a la "ola verde". Era preciso, decían, una sexualidad "sana", porque, escribía Unamuno, ese "diluvio de sensualidad puede incapacitar a nuestro pueblo (…) para la alta obra de la cultura".
Al otro lado, no solo Gómez de la Serna sino Valle-Inclán veían el erotismo como parte del mapa humano. Y González Blanco señalaba que quien no se preocupara de dicha cuestión era un "iluso, que no quiere ver y se ciega voluntariamente".
La dictadura de Franco enterró esa parte de la cultura popular, que explotó de forma cómica a finales de los setenta con el destape. La censura hoy es más implícita, y transita por la senda de lo políticamente correcto, donde incluso un piropo de un hombre a una mujer –si es al contrario no pasa nada– es considerado un acto machista intolerable por Ángeles Carmona, jefa del muy prescindible Observatorio contra la Violencia de Género del CGPJ. Ya. Lo mismo debió de pensar la ahora multimillonaria escritora E. L. James, autora de Cincuenta sombras de Grey. Eso: sombras.