Pese a haber parido a Cervantes, Quevedo, Lope, Valle-Inclán o a García Lorca, España no es país para escritores. En general, lo que vende es el fútbol, el Sálvame, la política y la batukada. Ahí están los índices de comprensión lectora, las listas de ventas de libros, y así. Condenamos a nuestros escritores a la cuarta fila, a la última esquina de la estantería más polvorienta. Algo hemos mejorado: hubo un tiempo en que, si molestaban, les exiliábamos o les pegábamos un tiro en la nuca.
Pongamos a Camilo José Cela (Padrón, 1916/Madrid, 2002) como ejemplo. En vida le fue bien, nunca pasó hambre -como escritor, digo-, manejó pasta. Pero hoy, al autor gallego no lo lee ni Dios, y quien se acuerda de él, lo hace para tildarlo de maleducado, trepa o facha. Qué difícil es encontrar una obra suya en una librería, salvo que hablemos de La colmena, La familia de Pascual Duarte y, quizás, San Camilo 1936 o Viaje a la Alcarria -cuando publicó más de cien títulos-.
Este miércoles celebramos el 25 aniversario de su Nobel de Literatura -concedido en octubre; recibido en diciembre-. En un gag de Tip y Coll, el primero lamentaba que su segundo apellido fuera "Pollack" y contaba que, para evitar el chiste, le quitó una "l". "¿Por qué tendría que llamarme así?", se lamentaba el genial humorista. Respondía el no menos brillante Coll: "Algo habrás hecho".
Algo haría Cela para recibir el Nobel de Literatura, galardón que, aún hoy, tiene más prestigio que, por ejemplo, el de la Paz -en fin, ahí tenemos a Obama-. La Academia Sueca se lo concedió por su "prosa rica e intensa, que con refrenada compasión configura una visión provocadora del desamparado ser humano". En su discurso -texto que, según Juan Cruz, era de su hijo Camilo José Cela Conde y de su secretario de entonces, Fernando Corujedo-, el autor se refirió a Baroja, a Quevedo, a lo metalingüístico, a la fábula y a la libertad. Según le dijo a la Reina de Suecia durante la cena, se encontraba "jodido pero contento". Bailó el vals con Marina Castaño, Marina Conde según la reportera que cubrió la noticia para TVE. El presidente del Gobierno, Felipe González, declaraba con la frialdad del enemigo político: "Es un importante reconocimiento a una obra personal y a la literatura española". Alberti ponía más vinagre: "Es un buenísimo escritor, pero me parece algo precipitado y demasiado prematuro el que se le haya concedido el Premio Nobel".
Cuenta Francisco Umbral en Cela: un cadáver exquisito (Planeta, 2002): "El Nobel de Cela, que primero aureolaba al personaje y hacía de todas las cenas con él la Última Cena, luego se fue desgastando como toda moneda de uso y ya era fácil olvidarse de que estaba uno hablando con un premio Nobel". El autor murió y, como hemos dicho antes, su legado literario, salvo excepciones, habita en el olvido, en la caricatura o en el esperpento envidioso. Apenas quedan cenizas.
Por eso aprovechamos este aniversario para reivindicar a un escritor maravilloso, a alguien que revolucionó la Literatura Española -con mayúsculas- a base de vanguardia, tremendismo, ternura, escatología y violencia. En su dilatada producción hay obras de todo tipo, pero, de manera innegable, buena parte de ellas son brillantes. Pasen de las leyendas urbanas, del chismorreo y los consejos de los tertulianos, y agarren San Camilo 1936, Oficio de tinieblas nº 5 o -la inacabada- Madera de boj. Si les decepcionan, recurran a la Academia Sueca.
Y que viva Iria Flavia.