Por su interés, reproducimos el artículo de Federico Jiménez Losantos en El Blog de Federico, el 20 de Mayo de 2012.
En una nota al comienzo de "La muerte llega a Pemberley" (Bruguera, 2012) PD James cita a Jane Austen, cuya obra más famosa, "Orgullo y prejuicio", prorroga al anglicísimo modo de la novela policíaca. "Que se esparzan ("espacien", prefiere el traductor) otras plumas en la descripción de infamias y desventuras. La mía abandona en cuanto puede esos odiosos temas, impaciente por devolver a todos aquellos que no estén en gran falta un discreto bienestar". La mejor escritora de novelas sentimentales se ve así homenajeada por la mejor escritora de novelas policíacas. Y no se trata sólo de un recurso muy razonable en quien con 91 años a cuestas y tres años para escribir cada una de sus obras –sólo una veintena- no se ve con fuerzas para emprender una novela nueva. Tampoco de quien ha preferido despedirse de las letras y, en cierto modo, de la literatura, rindiendo tributo a su escritora favorita. Yo creo que en la cita de esa nota previa, PD James escribe la novela de esta novela, la razón de fondo que llevó a Austen y le ha llevado a ella misma a cultivar con deslumbrante brillantez un género modesto, si alguno no lo fuera.
Lo que pretende Austen tratando esos odiosos temas de la infamia y la desventura hasta depositar al lector en el discreto bienestar que por sus no graves faltas merece es lo mismo que James, en muchas entrevistas y, sobre todo, en el prólogo a las novelas de Dorothy Sayers (Ed. Blume), ha explicado sobre el fin moral de la novela policíaca: el modesto bienestar de saber que, pese a todas las vilezas y atrocidades del mal, esa noche puede dormir seguro de que el bien ha triunfado. Al menos, esa noche. Al menos, ese libro. Al menos, en los escritores que respetan su género: el amor que triunfa sobre todos los obstáculos; el crimen que es finalmente descubierto y derrotado por los que lo persiguen. Austen no desconoce las dificultades del amor para triunfar (las padeció durante toda su vida) y James no tiene la menor duda de las mil maneras que tiene el mal de acercarse para apoderarse de la vida más inocente para destruirla. Pero ambas creen en una obligación moral para los escritores y para con los lectores: que en el tiempo suspendido, inconcluso de un libro sepamos el final, aunque no sepamos cómo termina. El amor debe sobrevivir a la pena y a cualquier obstáculo; el policía debe descubrir al asesino y llevarlo ante la Justicia, si evita hacerla por sí mismo. Estamos seguros de ambas cosas porque el género literario nos lo garantiza.
La novela es un género de madurez, no importa a qué edad se escriba, que propende a la piedad, que encuentra en ella el sentido del propio género. En la literatura española, El Lazarillo, El Quijote y Galdós explican la compasión que la vida suscita en los que la quieren ver a fondo, aunque a menudo con un fondo amargo, como fruto intelectual último de lo que el lector puede encontrar en la novela: ejemplo y desengaño. Pero en Lázaro y en Don Quijote la pena domina la aventura, la risa es triste, vivir es un ejercicio melancólico al que nunca acabamos de acostumbrarnos.
En Galdós, el género novelesco que su admirado Dickens edifica, entre otros cimientos, sobre la obra de Austen, nos exime de amargura aunque no nos evita la descripción de la crueldad de vivir, que es siempre más difícil de leer. Y ahí, en los libros, yace una piedad anterior incluso al Quijote: la de un género, el de los libros de caballerías, en el que Alonso Quijano vivía feliz, hasta que no mantuvo los límites de novela y lector, se salió del género y se trastornó. De forma sublime, pero enloqueció. Sólo al final de su vida, que es su novela, Don Quijote se vuelve Alonso Quijano "El Bueno". Y es que la lectura es un consuelo para tantas buenas personas –y no tan buenas, pero personas al fin- a las que les cuesta conciliar el sueño o simplemente vivir, y se refugian en la cura literaria del mal de amor o la lucha contra el poder del Mal en el mundo. Siempre ha sido así, pero pocas veces se ha hecho de forma tan deliberada, tan moralmente consciente como Austen en el XIX y PD James en los siglos XX y XXI.
En "La muerte llega a Pemberley" se advierte, como es lógico, el difícil ensamblaje de una narrativa sentimental clásica con la moderna novela de crímenes. La primera parte del libro se recrea en la primera; en el último capítulo, el del juicio, triunfa la superioridad técnica de la segunda y el talento de su reina, acaso la escritora más grande entre las vivas. Si de Austen me admira su capacidad de emocionar, de James me emociona su capacidad de admirar. También en esta novela y todo lo que ella alberga de literatura para lectores, de piedad para los que buscan en un determinado género literario, rosa o negro, ese consuelo nocturno que nos permite vivir el día.