Dicen que para gran parte de la población alemana la capital representa lo más mugriento, sucio y barato del país. Berlín Alexanderplatz, publicada ahora hace 85 años, reproduce de alguna manera esa dualidad: nada que ver con la nobleza de Mann o la sofisticada complejidad de Hesse. Esta es una novela anárquica, fracturada, con unos personajes cuya dignidad reside en su condición de personas corrientes.
Alfred Döblin nació en Szczezin, actualmente en Polonia, y se estableció como médico psiquiátrico en Berlín. Años de estudio y análisis de las fisuras de la mente humana fueron los que le proporcionaron la inspiración para esta novela, su obra más famosa. De hecho, la obra parece uno de sus pacientes necesitados de ayuda: no sigue ninguna norma de estilo y cuenta con subdivisiones bajo títulos casi expresionistas, como Franz piensa en la trata de blancas y de pronto no quiere seguir, quiere hacer otra cosa o Nos vamos al Infierno con timbales y trompetas.
El narrador sigue a Franz Biberkopf, un gafe que acaba de salir de prisión tras cumplir condena por asfixiar a su amante. Seguimos sus esforzados intentos por ser una persona honrada, todos infructuosos. Se mete a vendedor callejero de periódicos nacionalsocialistas –episodio narrado no sin ironía por Döblin, que era judío-. Se introduce, sin querer, en varios negocios fraudulentos, uno de los cuales le supone la pérdida de un brazo. Se dedica a dar cariño a los ligues que abandona uno de sus amigos, a cambio de objetos de piel. Su propio ligue acaba asesinada. La tesis del autor parece clara: no vale la pena intentar ser bueno, al menos, en el Berlín de los años 20. Una visión alejada de la feliz y burbujeante ciudad de ese período que siempre nos han vendido.
Este personaje es el hilo conductor, pero no es, ni mucho menos, el único protagonista. En este sentido, la novela bebe de Ulises y de Manhattan Transfer, como también parece inspiración de La Colmena en cuanto a su catálogo de perdedores. Entre los pasos de Franz, siempre alrededor de la Alexanderplatz, eje nocturno de la época, se intercalan peleas callejeras, manifestaciones, encuentros sexuales furtivos en Tiergarten –costumbre que, según parece, se sigue manteniendo- y además citas bíblicas, canciones alemanas populares, cartas –reales, pegadas en el manuscrito original, como el mensaje de suicidio de una de las pacientes del autor- y recortes de periódico. En este último apartado España tiene su hueco: se da fe de un conflicto entre Alfonso XIII y Primo de Rivera y también se narra la llegada en avión de una artista que podemos identificar como Raquel Meller.
Döblin emigró en 1933 y, aunque volvió a Alemania tras la guerra, acabó sus días en Francia, triste y decepcionado. Ni una escultura, ni una humilde placa le recuerdan hoy en la plaza a la que dio fama mundial, transformada completamente pero igual de vibrante que siempre. Como su novela, compleja e irreverente. La vergüenza de Alemania es una gozada.