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Emilio Campmany

El sagrado egoísmo de Italia

Italia fue de alguna manera un derrotado en el bando de los vencedores. Lo poco que consiguió podía haberlo logrado permaneciendo neutral.

Durante julio de 1914 todas las grandes potencias se esforzaron por no parecer los responsables del conflicto. Algunas iniciativas de paz, emprendidas a sabiendas de que no tenían ninguna posibilidad de prosperar, no tuvieron otra finalidad que la de ocultar la posible culpa. Sin embargo, desde el principio, Italia reconoció abiertamente estar actuando en base a lo que el primer ministro Salandra llamó en público il sacro egoismo d’Italia. Apelar exclusivamente a los intereses nacionales y prescindir de toda consideración ética fue lo que hicieron todos. Pero, confesarlo, sólo lo hizo Italia.

Su comportamiento resultó además especialmente avieso, al menos a primera vista. Italia había suscrito la Triple Alianza en 1882 y por tanto era, en 1914, aliada de Alemania y de Austria-Hungría. Sin embargo, en sucesivas renovaciones del tratado, que era, no se olvide, de naturaleza defensiva, Italia había logrado añadir una cláusula (el artículo VII) en virtud de la cual cualquier incremento de la influencia austriaca en los Balcanes debía ser compensado con otro tanto a Italia. Los austriacos, por su parte, desconfiaban de los italianos y creían que en cualquier caso no cejarían hasta conseguir que todos los territorios de soberanía austriaca habitados por italianos se integraran en el joven reino. No sólo eso, sino que sabían que las aspiraciones italianas alcanzaban al Bajo Tirol, la costa dálmata y la actual Albania, donde no había italianos. Tales aspiraciones atentaban directamente contra la Doble Monarquía austro-húngara y en la corte de Viena no tenían a los italianos en mejor estima que a los serbios.

Durante la crisis de julio, Alemania intentó convencer a los austriacos para que prometieran a Roma cuantas compensaciones exigieran a cambio de que honraran sus compromisos con la Triple Alianza. Para Berlín, la intervención italiana era relativamente importante porque el jefe del Estado Mayor italiano había prometido poner un importante contingente de tropas a las órdenes alemanas en el Rin, así como atacar con el grueso del ejército italiano desde su propia frontera. Eso habría obligado a distraer tropas francesas, reforzado el centro alemán y, en consecuencia, incrementado las probabilidades de éxito del Plan Schlieffen. Pero Viena se negó en redondo a hacer ninguna promesa, entre otras cosas porque a los austriacos de nada le servía que los italianos atacaran a los franceses. Con quienes tendrían que vérselas ellos era con los rusos y no esperaban que ningún bersagliero acudiera a los Cárpatos a combatir contra las tropas del zar. Es cierto que la intervención de Italia habría permitido a los austriacos emplear en el norte las tropas encargadas de guarnecer su frontera sur. Pero se fiaban tan poco de los italianos que ni con su ejército combatiendo en Francia se hubieran atrevido a dejar Trieste desguarnecido.

En cualquier caso, conforme se acercó el momento del estallido y se fue haciendo cada vez más probable la intervención de Gran Bretaña, la posibilidad de que Italia se alineara con sus aliados se fue desvaneciendo. La marina italiana no era lo suficientemente poderosa como para ser capaz de defender sus muchos kilómetros de costa de los bombardeos de los acorazados británicos. Encima, su red ferroviaria transcurría en su mayor parte por zonas cercanas al mar, a tiro de esos mismos cañones. Y su incipiente industria dependía en un 90 por ciento del carbón inglés, sin que los alemanes pudieran compensarlo con su exiguo excedente, que además sería muy difícil de transportar a través de los Alpes y era necesario para abastecer a Austria. Por eso, el 3 de agosto, el mismo día en que sir Edward Grey pronunció su famoso discurso en los Comunes a favor de intervenir contra Alemania si invadía Bélgica, como era ya seguro que haría tras el ultimátum enviado por Berlín a Bruselas, Italia se declaró neutral.

Esta declaración fue tachada de traición. Sin embargo, en estrictos términos jurídicos, Italia era libre de actuar como quisiera porque la Triple Alianza era defensiva y quien declaró la guerra fue Austria-Hungría a Serbia y no al revés, porque durante la crisis Roma no había sido consultada, tal y como exigía el mismo tratado y porque no se le había prometido ninguna compensación tal y como requería el artículo VII.

A partir de ese momento, Italia se fracturó entre los partidarios de intervenir contra Austria y los que preferían mantenerse neutrales. Los intervencionistas eran básicamente la derecha nacionalista, que por encima de todo valoraba la oportunidad de rescatar de las garras austriacas la Italia irredenta (Trentino, Trieste, Gorizia) y lo que se pudiera conseguir en el Bajo Tirol, Dalmacia y Albania. Entre esa derecha nacionalista estaba Benito Mussolini, que tras haber dirigido el socialista Avanti se declaraba furibundo patriota desde las páginas de Il Popolo Italiano, financiado en parte por los británicos. Los neutralistas, derecha moderada e izquierda, eran mayoría, pero estaban desorganizados.

Durante los primeros meses de guerra, el ministro de Exteriores, el cínico marqués de San Giuliano, se mostró partidario de esperar y ver y estuvo jugando con las dos opciones sin decantarse por ninguna. Sin embargo, el marqués murió en octubre de 1914. Su sucesor, Sidney Sonnino, no se atrevió a oponerse a la cada vez más poderosa ola nacionalista. El único que hubiera podido hacerlo siempre que hubiera actuado con resolución fue Giovanni Giolitti, el personaje de más prestigio con diferencia de la política italiana, que contaba con mayoría de partidarios en el Parlamento. Sin embargo, igualmente acobardado, no se atrevió a formar Gobierno y aconsejó a sus seguidores obedecer la línea marcada por el primer ministro Salandra y el ministro de Exteriores Sonnino.

Tras unas arduas negociaciones con franceses e ingleses en Londres, en abril de 1915 se llegó al acuerdo de que Italia intervendría de su lado a cambio de todas sus exigencias territoriales, y así fue como en mayo de aquel año Roma declaró la guerra a Austria. Los aliados estaban convencidos de que, en vista del punto muerto en el que estaba el frente, la intervención italiana sería decisiva para que la balanza se inclinara de su lado. Desconocían que el empate en el que se encontraban no era consecuencia de la igualdad de fuerzas, que Italia podía deshacer, sino de la superioridad de las tácticas defensivas sobre las ofensivas, algo respecto a lo cual Italia no podía hacer nada. Por eso, cuando los italianos atacaron Austria, el ejército del emperador pudo rechazar en sucesivas ocasiones los asaltos italianos. Así fueron las cosas hasta el desastre de Caporetto, en 1917, que constituyó una terrible derrota para Roma. Y en nada influyó esto en el resto salvo por lo que se refiere a las pocas tropas austriacas que se distrajeron de los frentes polaco y serbio.

La intervención de los italianos no decidió nada. Por eso, y porque no dejaron de ser considerados desde ambos bandos como unos traidores tan sólo obedientes a su sagrado egoísmo, cuando llegó el momento de repartir el botín, en 1919, Gran Bretaña y Francia no respetaron lo pactado en Londres. Italia apenas recibió una pequeña parte de lo prometido bajo el pretexto de que los Catorce Puntos de Wilson sólo consentían que se anexionaran los territorios habitados por italianos, pero no los que estuvieran poblados por eslavos.

Sin llegar a poder compararse con Rusia, Italia fue de alguna manera un derrotado en el bando de los vencedores. Lo poco que consiguió a un altísimo coste en vidas humanas podía haberlo logrado permaneciendo neutral. Y encima la desilusión sufrida y la crisis económica en la que se hundió a consecuencia de la guerra trajeron revueltas de izquierda y, en última instancia, el fascismo, cuyas raíces están en le radiose giornate, los días en los que el fervor patrio recorrió Italia en pro de una guerra para la que Italia no estaba preparada. Como tantas veces ocurre, quienes indujeron a la nación a cometer el error, la derecha nacionalista, no sólo no asumieron su responsabilidad sino que fueron los más favorecidos por sus consecuencias. Es triste ver cómo a Giolitti, que luego se opuso valientemente al fascismo, le faltó el coraje para evitar el desastre, habiendo tenido la ocasión de hacerlo.

LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL: Los orígenes - Los bloques - El Plan Schlieffen - El asesinato de Francisco Fernando - La crisis de julio de 1914 - La neutralidad de España en 1914 - De Lieja al Marne - El Este en 1914 - Turquía entra en guerra - Alemania vuelve la mirada al Este - La guerra se extiende a Extremo Oriente - Galípoli.

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