No es fácil escribir un libro que describa la historia del movimiento y el pensamiento liberal en Occidente; uno bueno, claro. Un estudio de este tipo tiene varias dificultades: definir el tronco común de una idea heterogénea construida a golpe de experiencia y delimitar sus corrientes; situarla en su contexto histórico; o, entre otras cosas, tener un criterio claro de periodización que atienda a las claves que guíen el libro. ¿Qué hay de común, por ejemplo, en Locke y Hayek? ¿Cuál es la relación entre liberalismo y nacionalismo? ¿Por qué fueron utópicos los primeros liberales? ¿Seguimos las revoluciones francesas para periodizar el liberalismo, los cambios políticos en el mundo anglosajón desde 1648, ambos criterios u otro?
Manuel Santirso, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, ha planteado el relato de la historia del liberalismo desde la combinación de la ideas con la vida política; y lo ha dividido en función del vínculo con el poder. El resultado es un manual tradicional, sin apenas sorpresas. El autor sitúa el periodo de 1689 a 1810 como el tiempo de formación del liberalismo, desde la revolución inglesa del XVII hasta las Cortes de Cádiz. Entre medias, las dos grandes revoluciones americana y francesa. Santirso se decanta por la relevancia de la revolución en Francia porque, a su entender, trastocó los órdenes político, económico y social, mientras que la de América solo fue política. La descripción del pensamiento de los liberales de esas décadas es buena -especialmente la del de Sieyès-, así como la de los procesos revolucionarios, aunque se echa de menos la referencia a los imprescindible trabajos de François Furet.
A partir de entonces, y según el autor, se inicia lo que llama "liberalismo revolucionario", entre 1810 a 1835. La descripción de la historia política española y francesa de dicho periodo es correcta; así como la explicación del pensamiento económico. La inclusión del ideario de los principales autores, sobre todo el de doctrinarios como Royer-Collard y Guizot, es encomiable; aunque para el caso español es sorprendente la ausencia de Alcalá Galiano y la inclusión del periodista Andrés Borrego. En esta etapa se incluiría la revolución española de 1820, que el autor compara con la primavera árabe de 2011-2012, y que se extendió a otros países europeos. Y sin solución de continuidad, con la francesa de julio de 1830, a pesar de que entre ambas hay enormes diferencias y el liberalismo había cambiado. Santirso, aunque no lo hace explícito, da a entender que en esta etapa los liberales hicieron sus últimas revoluciones para adecuarse a la realidad y poner las bases de un dominio exclusivo.
Por eso el autor denomina a la siguiente etapa "el liberalismo clásico", entre 1835 y 1870, en la que los liberales están en el poder y definen de una forma más sofisticada su pensamiento. El liberalismo se institucionaliza con la creación de los partidos políticos, las elecciones (está bien contada la evolución comparativa del sufragio) y su repercusión parlamentaria. Las revoluciones de 1848 pusieron sobre la mesa política tanto la democracia como la cuestión social y una nueva oleada nacionalista. La extensión del sufragio suponía el riesgo de dar el voto a personas que no creían en la necesidad de mantener un régimen liberal, y que podían utilizar su derecho para acabar con él e imponer una tiranía. Por tanto, no eran solo los socialistas, sino también, como señala Santirso, los "clericales y reaccionarios" (p. 219). No en vano hay que recordar que el papa Pío IX condenó en 1864 el liberalismo y la democracia; y que los socialistas querían acabar con la propiedad privada e imponer la dictadura del proletariado.
El liberalismo cobró conciencia de sí mismo y de la Historia, de los problemas que le rodeaban y de su papel en el progreso de la Humanidad. A esas cuestiones quisieron dar respuesta dos autores ingleses, Thomas Macaulay y John Stuart Mill, y un francés, Tocqueville, como se recoge en un capítulo excelente, el undécimo, titulado "Cenit del pensamiento liberal". La dificultad para armonizar la libertad con la democracia y solucionar la cuestión social tuvo su repercusión en el Sexenio Revolucionario español (1868-1874) y en la proclamación de la III República francesa con la Comuna de París (1871). Hubiera sido deseable que en esta parte Santirso explicara la interpretación liberal de la Historia (filosófica o whig), a la que hace una mera referencia, y que es básica para comprender la construcción de los Estados nacionales.
En "¿Final o eclipse? (1871…)" el autor asegura que el liberalismo clásico sucumbió en el último tercio del XIX porque no pudo responder a las reivindicaciones democráticas, socialistas y nacionalistas, ni era válido para la expansión colonial. Apareció entonces, dice, un liberalismo social, cuya cabeza fue Leonard T. Hobhouse, y un libertarismo (antiestatalista) encarnado en Herbert Spencer, que seguía a Humboldt y anticipaba a los minarquistas del XX. Tras la Gran Guerra, el liberalismo fue superado por otras ideologías y planteamientos, que lo arrinconaron y culparon de todos los males políticos y sociales. La resurrección tuvo lugar con la denuncia de los totalitarismos, como hicieron Arendt, Hayek y Popper, y del Estado del Bienestar, una crítica que, por cierto, el autor no cuenta.
La última parte del libro es un tanto desafortunada, porque, en lugar de hacer una descripción del pensamiento liberal, Santirso se dedica a discutir con Hayek, Mises y Friedman. El tono es irónico, con frases como: "No me he detenido a comprobar si Mises escribía como hablaba Yoda, el personaje de Star Wars" (p. 342). El autor abandona aquí la profesión de historiador y transita por la de articulista de opinión; legítimo, pero chirría por contraste con el mérito del resto del libro. A pesar de todo, insisto, es un libro interesante.
Manuel Santirso: El liberalismo. Una herencia disputada. Cátedra (Madrid), 2014.