"Esto es la felicidad, disolverse en algo completo y grande". La inscripción bajo la que reposa el cuerpo de Willa Cather es un sencillo y bello epitafio, pero también la mejor síntesis de lo que fue su vida, y por extensión, su obra. Solo entre esas líneas puede encontrarse a la mujer más allá de la escritora; que se encargó de reducir a cenizas toda su correspondencia antes de morir, prohibiendo la reproducción de lo poco que se salvó. Pero aunque trató de llevarse a la muerte el obstinado hermetismo que la acompañó en vida, no lo consiguió. La vida personal de Cather está en cada recodo de sus páginas. También en un par de traiciones.
Y todo, como en sus obras, comienza en las praderas de Nebraska. Allí se trasladó con su familia en 1883, dejando atrás las cordilleras de Virginia para asentarse en el condado de Webster. En sus propias palabras eso fue "la felicidad y la maldición" de su vida, porque jamás pudo sacudirse esas tierras de dentro: "Me agarró con una pasión que nunca logré sacudirme". La pequeña Willa quedó fascinada por aquella América naciente, el primer asentamiento al norte del Misissipi tras la guerra civil, que nadie ha conseguido retratar mejor que ella en O Pioneers. La dureza de la vida en los ranchos, las historias del viejo mundo de los inmigrantes europeos y el nuevo mundo que se comenzaba a construir por lo que Alfred Kazin llamaba la "aristocracia de las praderas".
Cather se soñaba allí para siempre. Empezó como aprendiz de médico en Red Cloud -ciudad que hoy se entiende a sí misma por la escritora- antes de que dos palabras la transformaran: Willa Cather. Su nombre, sobreimpreso en el periódico de Lincoln la hipnotizó. Que su profesor decidiera enviar al diario un ensayo de la joven Cather sobre Thomas Carlyle le inoculó el veneno de escribir, sin antídoto también entonces. Ya no dejó de escribir. Primero en el periódico de la escuela, en el Nebraska State Journal o en el Lincoln Courier. Cather era una columnista inmisericorde, que alumbraba afiladas críticas sobre música, teatro, literatura o cine. Apodada como Willie o el Doctor Will, tenía una personalidad arrolladora que brillaba en la universidad de Nebraska, con su estilo masculino de pelo corto y sempiternos pantalones. Firmaba sus artículos como William Cather y aunque no escondía su preferencia por las mujeres, evitó convertirse en abanderada de su lesbianismo.
Nueva York, Europa y New Hampshire
Fue el periodismo quien la sacó de Nebraska, un año después de graduarse. Y una mujer quien despertaría en ella la necesidad de dejarlo e ir más allá: Isabelle McClung, para quien confesaría haber escrito hasta su última línea. Se conocieron en Pittsburgh, donde Cather se trasladó para escribir en una revista y según varias de sus biografías, se convirtieron en amantes rápidamente. Sus años en la ciudad los pasó en la casa familiar de los McClung, durmiendo en la habitación de Isabelle y coqueteando con la idea de convertirse en novelista. Pero cuando Cather aceptó formar parte de la prestigiosa revista McClure's en Nueva York, fue sola. El padre de Isabelle, un rico juez, no permitió que su hija persiguiera el sueño de otra persona que además, era una mujer.
Cather arrostró el drama y continuó con su imparable carrera periodística en la vibrante jungla neoyorkina. Sus textos dieron tiempos de gloria a McClure's, pero necesitaba más. El empujón se lo dio Sarah Orne Jewett, por cuya influencia logró publicar su primera novela Alexander's Bridge y después O Pioneers, emocionando a una crítica que recibió a la treintañera como una nueva voz de las letras americanas. Abandonó el periodismo y conoció a la mujer con la que compartiría el resto de su vida, Edith Lewis, con quien contrajo un matrimonio bostoniano. Junto a ella viajaría por toda Europa, aunque nunca se desvinculó del todo de Isabelle, ni siquiera cuando esta se casó con el violinista Jan Hambourg. De hecho, fue en la casa de la pareja en Jaffrey, (New Hampshire), donde Willa escribió My Ántonia, su obra más aclamada. Y donde ordenó hacerse enterrar.
Ese deseo se cumplió, pero no el resto de sus voluntades. Aunque Edith continuó laboriosa la tarea de echar a las llamas sus cartas personales incluso después de la muerte de Cather en 1947, muchas acabaron viendo la luz. Explícitamente, como en The Selected Letters de Willa Cather ó incluidas en biografías como las de EK Brown o James Woodress. Pero todas orbitan en torno al mismo asunto: el lesbianismo de Cather y la influencia en su obra. Sharon O’Brien en Willa Cather: the emerging voice recopila algunas de las cartas salvadas, en las que confiesa su amor a la atleta a Louise Pound, pero el legado documental es escaso y sobre todo, ambiguo. Cather cultivó una imagen de celibato y siempre defendió el papel de la familia como enemiga del arte, volviéndose enfermizamente reservada con su vida sentimental. "Si como lesbiana se entiende a una mujer que tiene relaciones sexuales con otras mujeres, entonces, de acuerdo con los documentos existentes no se puede afirmar que Cather fuese lesbiana. Por otro lado, si una lesbiana es una mujer cuyos lazos afectivos primarios son con otras mujeres, independientemente de relaciones sexuales, definición adoptada por algunas feministas, entonces, Cather, definitivamente, lo era", afirma Woodress.
Pero además de su orientación sexual, otro detalle trivial emerge en cada apunte biográfico sobre la única escritora americana que figura en la lista de Grandes Libros del Mundo Occidental. Algo que el blanco y negro ha robado a la posteridad: sus profundos ojos azules. Atraparon a Truman Capote una tarde de invierno en Librería de la Sociedad de Nueva York, durante una tormenta de nieve. "Sus ojos eran como el atardecer de una pradera en un día despejado. También había algo sano y rústico en su rostro, y no era sólo la ausencia de maquillaje. Era de altura media y de sólida figura", escribió. El entonces joven y arruinado protoescritor no supo, hasta que tomaron un té -ella- y un martini -él- que se trataba de la autora a quien tanto veneraba. "No había otra persona en el mundo que hubiese preferido conocer, nadie que me hubiese impresionado tanto. Ni Garbo, ni Ghandi, ni Einstein, ni Churchill, ni Stalin, nadie", escribió Capote en su último texto, "Willa, Truman, Truman, Willa" publicado 22 años después de la muerte de la escritora. Él no la traicionó y también se llevó a la tumba las conversaciones que mantuvieron en su piso de Park Avenue, aunque deja adivinar una persona de gran complejidad.
Si Willa Cather no hubiera dejado escrito su epitafio, quizás sobre su lápida hoy reposaría lo dicho por Wallace Stevens: "No tenemos nada mejor que ella. Se tomó tanto tiempo en ocultar su sofisticación, que es fácil pasar por alto su calidad". Pero es el extracto de My Ántonia el que se grabó sobre la piedra. Como ella quiso.