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España europea y atlántica. El legado de John Elliott

El fallecimiento de John H. Elliott ha suscitado en España una emoción que no suelen suscitar los historiadores, ni siquiera los más eminentes.

El fallecimiento de John H. Elliott ha suscitado en España una emoción que no suelen suscitar los historiadores, ni siquiera los más eminentes.
EFE

El fallecimiento de John H. Elliott ha suscitado en España una emoción que no suelen suscitar los historiadores, ni siquiera los más eminentes. La intensidad de los recuerdos se debe sin duda a la fecundidad de su trabajo de profesor y maestro de varias generaciones de historiadores: aquí, en España, con la difusión de sus trabajos y las conversaciones y los encuentros con sus amigos, pero también en Gran Bretaña, por haber formado varias generaciones de historiadores profesionales. En esto resultó ejemplar su labor de investigador escrupuloso, conocedor de varias lenguas europeas y obsesionado por la investigación de fuentes primarias pero sin caer en la monomanía estadística, e incluso enfrentándose elegantemente a ella con su interés por la biografía, la historia comparada y la peculiar atención dedicada a la política. No ofreció un concepto nuevo de la historiografía, pero rescató uno clásico revitalizándolo con nuevas perspectivas y devolviendo su papel a la capacidad del ser humano para crear su propio destino.

Si a esto se añade, ya en cuanto a su obra, su capacidad de síntesis, la atención al detalle –con una gran intuición del apunte significativo– y una prosa limpia y directa, aunada esta última a una exposición imbuida de imaginación narrativa, algo fundamental en el oficio de historiador, se entiende el impacto de su personalidad y de su obra.

Para los españoles, la obra de Elliott tiene además un significado especial. Como es bien sabido, y como contó él mismo con la amenidad y el humor distanciado que le eran característicos, Elliott decidió dedicarse a España tras una visita a nuestro país a principios de los años 50. Descubrió una sociedad atrasada, pero intensamente viva. En ciertos aspectos, confirmaba algunos de los grandes tópicos británicos sobre España, desde los de la Guerra de la Independencia hasta Orwell, pasando por Ford y Borrow. Sin embargo, el descubrimiento personal de algunos grandes monumentos españoles, en particular el Museo del Prado y la pintura de Velázquez, además de la lectura de los legajos del histórico Archivo de Simancas, le enfrentaron a una realidad nueva. Quedaba desplazada la visión que sobre España había predominado en el resto de Europa, muy marcada todavía por cierto matiz condescendiente, a veces despectivo. Y se apartaba de la historia que se venía haciendo aquí, bajo la influencia de grandes medievalistas, y se fijaba sobre todo en los siglos anteriores al imperio, entendido como una larga etapa de decadencia. (Conviene recordar en este punto que los trabajos de Elliott se inscriben en los de una nueva generación de historiadores españoles, algunos estrictos coetáneos, como Carlos Seco y José María Jover, y otros un poco mayores que él, como Carande y Domínguez Ortiz, que se habían zafado ya de la obsesión medievalista).

Elliott contribuyó por tanto –quizás más matizadamente que su colega Raymond Carr– a deshacer malentendidos, leyendas y prejuicios . Así es como ayudó a situar la historia de España en el mundo al que perteneció, la Europa de los siglos XVI y XVII, y a darle la relevancia y la importancia que tuvo entre las naciones pioneras de la modernidad: por los intentos de unidad política de la Monarquía española y por la expansión planetaria. Muchos recordaremos hoy sus extraordinarios trabajos sobre Olivares, enfrentado a otra gran figura europea como fue Richelieu, y sobre el imperio, comparado al británico. Este redescubrimiento –del que no fue el único protagonista– iba matizado, además, por ese tono característico de algunos historiadores dedicados a las cosas de España, como es una mirada y un tono afectuosos. Los imponentes monumentos de erudición y detallismo cobran así un halo de simpatía que los españoles agradecen más que otros pueblos.

Al situar la historia de España en su contexto, Elliott contribuyó decisivamente a devolverle su carácter europeo: a normalizarla. A su vez, esta necesaria –y bienvenida– normalización de nuestro país, que por fin dejaba de ser diferente, se difundió a campos ajenos a la Historia con la poco feliz pero muy celebrada expresión de la "España normal". Aquello venía a significar una suerte de final de la Historia aplicada a nuestro país. La Monarquía parlamentaria, el ingreso en la UE –la llamada "europeización"– y el Estado de las Autonomías sugerían que con el final de cualquier forma de excepcionalidad también se habían superado los problemas de la sociedad española. Muy en particular, la España normal permitió dejar de lado los procesos de desnacionalización y de renacionalización que se estaban produciendo en aquellos mismos momentos en la sociedad.

Elliott no lo entendió así. Y como conocía bien los problemas de articulación nacional de la Monarquía española de tiempos de Olivares y Felipe IV, se interesó por la historia de Cataluña y por los argumentos del nacionalismo catalán. El esfuerzo dio por resultado el magnífico estudio comparativo entre escoceses y catalanes. El nacionalismo catalán no salió bien parado de aquella revisión crítica. Esa atención a las consecuencias de la historiografía forma también parte de su legado. Como lo será, cuando se termine, la renovación del Salón de Reinos del antiguo Palacio del Buen Retiro, al que dedicó, junto con Jonathan Brown, una de sus obras más entretenidas.

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