Lo primero que hay que decir es que, como cabría esperar, el conflicto que estamos viendo con horror estos días, no viene de ayer, ni siquiera del pasado soviético de Rusia y Ucrania.
Sin necesidad de perdernos por los recovecos de la historia del Este de Europa, podemos identificar 1764 como el año en que Ucrania fue dividida entre Polonia (otra gran víctima que antes había sido verdugo y después sería dividida entre sus poderosos vecinos: la rueda del infortunio de la historia) y Rusia. Esta división, por cierto, está en el origen de las diferencias entre territorios ucranianos que sigue hasta nuestros días.
A efectos de lo que nos interesa, la parte anexionada por la Rusia zarista fue intensamente rusificada, mediante la prohibición del uso del idioma en muchos ámbitos, la emigración forzosa de población rusa a ciudades ucranianas, la deportación de ucranianos a Siberia, la discriminación, etc. Aunque se trate de una versión liviana de lo que vendría después, los mimbres ya estaban allí.
El estallido de la revolución rusa fue aprovechado por alguno de sus territorios para declarar la independencia: a Finlandia le salió bien, a Ucrania muy mal. Sus virtudes son su mayor atractivo para el poderoso vecino del norte: se convirtió en el granero de la Unión Soviética, un país dramáticamente necesitado de grano durante su larga existencia.
El proceso de colectivización forzosa emprendido por la cúpula del partido comunista tuvo en Ucrania, en los campesinos ucranianos, una de sus víctimas más trágicas.
Sabemos lo que ocurrió: el país nacido de la revolución bolchevique decidió que necesitaba todo el grano posible para el proceso de industrialización acelerada del territorio. En su odio atávico, doctrinal, hacia el campesinado y su voracidad ilimitada, el régimen envió a sus verdugos (puesto que llevaron la muerte a todos los rincones de Ucrania) a extraer hasta el último grano que pudieran arrancar de esos infortunados campesinos.
En su ciega avaricia se incautaron hasta de lo más sagrado para un campesino: el grano de reserva para el siguiente periodo de siembra. El optimismo voluntarista bolchevique, o más bien su despiadada planificación, desencadenó la que probablemente sea la mayor hambruna de la historia fuera de Asia: al menos cinco millones de muertos en la URSS, de los cuales cuatro correspondían a Ucrania. Sabían lo que estaban haciendo: Stalin recibió innumerables mensajes de la tragedia en ciernes, incluso de sus correligionarios rusos y ucranianos, pero los ignoró.
No se conformaron con llevar al límite de la supervivencia al campesinado ucraniano, sino que le prohibieron que se desplazara a las ciudades en busca de un mendrugo, por lo que muchos dejaron un reguero de cadáveres en los caminos. El ensañamiento alcanzó límites inconcebibles incluso en tiempos de guerra, no digamos de paz.
Si tienen ganas y estómago, el relato que hace del Holodomor (así se llama la hambruna) Anne Applebaum, como todo lo que escribe, es impecable. Y sostiene sin ambages que el Estado soviético orquestó la catástrofe para deshacerse de un problema político.
No extraña que, cuando el ejército alemán entró en Ucrania en 1941, muchos de sus habitantes salieran a recibirles con pan y sal (tradición campesina eslava) porque, en su ignorancia (pobre ingenuidad) creían que venían a liberarles…, o al menos pensaban que nada podía haber peor que lo sufrido una década antes. Pero les esperaba la versión más extrema de la guerra, la más sangrienta y salvaje que haya contemplado la historia. Ucrania pertenece a lo que un historiador ha acuñado acertadamente como "las tierras de sangre".
Después de la Segunda Guerra Mundial y hasta la declaración de independencia de agosto de 1991, Ucrania fue una de las repúblicas de la Unión Soviética y, por tanto, un territorio sometido a los designios de Moscú, al albur de la voluntad de aquel que ocupara el poder en el Kremlin.
Ucrania tiene, pues, muchos motivos históricos para recelar de las ansias expansionistas de Putin, además de todo el derecho a elegir su destino.
Por supuesto que (casi) todos lamentamos y condenamos esta nueva agresión rusa contra un vecino más pequeño y por tanto menos fuerte, pero en lo que hace a nosotros, desde Europa, convendría escarmentar en cabeza ajena y empezar a darnos cuenta de que el Este siempre ha sido un mundo más áspero, allí la democracia es apenas una mera aspiración, o sencillamente no existe; la milicia es objeto de pruebas más difíciles, extremas; ser diferente se paga con la salud o con la vida y hasta las cárceles son lugares sin compasión. ¿Qué pasaría si Putin pusiera sus ojos en Alemania, o en las Repúblicas bálticas?
Es digno de aprecio lo que podríamos llamar, tomando prestado un título ajeno, "el proceso de civilización", pero si tu vecino es un lobo no puedes organizar desfiles de modelos de corderos, o intentar apaciguarlo con conversaciones diplomáticas, porque el desenlace es obvio.
En esta época, de "sociedades post heroicas", donde a casi todos nos ha salido un "flotador" de burgueses satisfechos, Putin nos ha recordado crudamente nuestra fragilidad. Si cae Ucrania, estamos a un paso de las fauces del lobo. Más cerca que nunca en la historia reciente. Y no estábamos acostumbrados a este tipo de escenario, ¿seríamos capaces de afrontarlo, llegado el caso?
Quién sabe.
Lo único cierto es que hoy cabe parafrasear tristemente aquella famosa expresión: "Pobre Ucrania, tan lejos de Dios y tan cerca de Rusia".