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Pedro de Tena

La iniciativa de un filósofo "maldito" sobre la esperanza y la desesperación

Carlos Díaz y sus ejercicios espirituales "civiles" para gentes de buena voluntad
. Se inaugura la Diplomatura sobre Esperanza y Desesperación.

Carlos Díaz y sus ejercicios espirituales "civiles" para gentes de buena voluntad
. Se inaugura la Diplomatura sobre Esperanza y Desesperación.
El filósofo Carlos Díaz Hernández. | Archivo

Hay una colección, no demasiado extensa, de palabras mágicas que tienen por misión mover y conmover las almas, disponerlas o indisponerlas para la acción y producir en ellas un gozo íntimo intransferible o un dolor desmesurado, igualmente indecible, cualidad ésta, la incomunicabilidad, que ya Aristóteles detectó en la experiencia individual. Dos de ellas, junto a otras como amor, patria, justicia, libertad y muchas más (no existe aún un diccionario de ellas), son esperanza y desesperación.

Por poner dos ejemplos, la batalla de Lepanto, que detuvo en buena medida la expansión turca e islámica en la Europa del siglo XVI, suscitó una gran esperanza en la Europa renacentista y cristiana por su capacidad de resistir ante quienes querían destruirla. El terremoto de Lisboa de 1755, una catástrofe natural inesperada de grandes dimensiones, desesperó a los optimistas de la razón que creían poder reglamentar la vida desde sus patrones y vino a mostrar la cara oculta de una naturaleza ni tan buena ni tan lógica ni tan benéfica.

Y uno más. El comunismo, como máxima expresión de la explosión revolucionaria que comenzó políticamente en Inglaterra y Francia en los siglos XVII y XVIII, suministró una dosis elevada de esperanza, no ya en la naturaleza, sino en la humanidad mediante una nueva política capaz de producir la felicidad general. Pero el mismo comunismo, en los siglos XX y XXI, ya ha mostrado su verdadero rostro tiránico y criminal, despeñando por la desesperanza y el ateísmo político a muchos que pusieron su vida en juego para lograr su triunfo.

Hoy, sumergidos en un marasmo digital de grandes ventajas y peligros, las eminentes palabras mágicas que han conmovido a la humanidad apenas tienen sentido más que en su vertiente de propaganda política o moral, no de pensamiento, algo marginado en los planes educativos. Por eso, es sorprendente que un filósofo, que creo debe considerarse un "maldito", organice un curso online que conlleva una Diplomatura sobre Esperanza y Desesperación.

No es lo mismo un "maltratado" que un "maldito". Pensadores maltratados ha habido y hay muchos. Pero todos ellos coinciden en que han tenido defensores y detractores, por injusta que haya podido ser su consideración. Por ejemplo, en la época contemporánea, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson y otros. Entre nosotros, sobre todo, Menéndez Pelayo, el propio Ortega, Agustín García Calvo, Gustavo Bueno... Si se quiere se puede ampliar la lista hasta confeccionar una larga relación de ellos.

Pero un pensador "maldito" es otra cosa. No es sólo alguien que es ignorado consciente y deliberadamente por todo el edificio académico que controla el pensar de una sociedad en un momento determinado, sino que es alguien a quien se obstaculiza la libre expresión de sus ideas, de modo que muy pocos o casi nadie puedan llegar a saber qué piensa, por qué lo piensa y qué aportación hace.

Desde este punto de vista, Carlos Díaz es un "maldito". No es el único porque hay otros a los que se intenta hacer desaparecer del escaparate de las ideas y se les expulsa de los modernos púlpitos o estrados, pero, en este caso, tratemos de él porque es quien ha propuesto la celebración de este curso, con diploma incluido, sobre Esperanza y Desesperación.

El origen de la "maldición" de Carlos Díaz es su combinación personal de la fe cristiana con una versión libertaria de la persona y de la sociedad, inicialmente inspirada por la figura de Enmanuel Mounier y su personalismo, doctrina que influyó de manera muy intensa en las generaciones jóvenes que se oponían al régimen franquista desde antes de 1968 y que se congregaban en torno a la editorial ZYZ, luego Zero, que consiguió una gran capacidad de organización y convocatoria.

Aquel intento de constituir una izquierda obrera (y una derecha convivencial) más moral que política –"la verdadera fuerza de la izquierda es la ética", se decía en sus reuniones— reconociendo que una sociedad no alcanza la justicia sino en libertad, no por la fuerza ni por una supuesta "ciencia". Su defensa de la convicción y el ejemplo personal estaba muy lejos de la vocación dictatorial de la izquierda marxista y de la obsesión violenta de muchos anarquistas.

Tal y como dijo Ramón Tamames, al menos una vez y en mi presencia: "Hay que hacer todo lo necesario para impedir la resurrección de la CNT", se hizo todo lo posible, además, para destruir la floración de esta izquierda moral que no se consideraba incompatible con la democracia liberal. De ahí que sus partidarios, de un modo u otro devorados por sus contradicciones en una época de maniqueísmos, fueran considerados "malditos", máxime cuando se trataba de sus principales cabezas pensantes.

El momento elegido por Carlos Díaz, finales de octubre de este año, el año en que el Occidente cristiano ha sentido el impacto de la tragedia duradera de Afganistán; el año en que se presenta, al fin, una salida a una pandemia dolorosa que nadie sabe cómo ha infectado al mundo o el año en que los nuevos comunismos arracionales acentúan su zarandeo sin pudor intelectual a unas supuestas democracias hasta hace poco consideradas como el "fin de la historia", no parece ser el peor para poner en marcha lo que podrían ser considerados unos ejercicios espirituales civiles, esto es, no estrictamente vinculados a la religión.

La idea de unos ejercicios espirituales "civiles" no es nueva. En realidad, la filosofía como tal podría considerarse como un ejercicio espiritual personal e independiente cuya finalidad es la detección de las grandes categorías – o elementos vertebrales si se quiere—, explicativas de la naturaleza y el pensamiento, que trata de congeniar lo que se sabe y se comprende en cada momento de la historia con lo que realmente ocurre y se valora.

Hoy, cuando tanta gente se empeña en que Occidente, y muy especialmente los españoles, pidamos perdón por nuestra Historia —desde el ridículo y poco honorable Joe Biden hasta los más crueles líderes comunistas—, recordemos que el perdón, cualquier perdón civil o religioso, exige un examen de conciencia que sea capaz de reconocer cuál es la naturaleza del "pecado" que, supuestamente, se ha cometido, según los nuevos sacerdotes de nuestro tiempo. Esto es, se necesita un ejercicio espiritual de envergadura.

Este examen de conciencia, que no es su único elemento, pero sí el inicial, es lo que aquí estamos llamando un "ejercicio espiritual", un balance ajustado acerca de lo que existe en nuestro pensamiento, y en nuestro comportamiento derivado de sus ideas y creencias, y de cuáles son sus consecuencias prácticas. El "ejercicio espiritual" es un ejercicio desgraciadamente arrumbado por quienes, en su afán por cambiarlo todo, eliminan la posibilidad de la continuidad de las buenas prácticas acumuladas por la experiencia de las generaciones anteriores. Ortega predicó en el desierto sobre este derecho a la continuidad de lo que socialmente ha funcionado y funciona.

Tan es así que, en las actualmente consideradas izquierda y derecha españolas y europeas, como tampoco en las americanas del norte y del sur, nunca se ha hecho un ejercicio espiritual suficiente. Pero, muy especialmente en las izquierdas, cualquier ejercicio espiritual sincero y decente está desde hace mucho estigmatizado y anatematizado.

Por ello, incluso se ignora que hasta un pensador como Michel Foucault defendió la necesidad de unos ejercicios espirituales para materialistas. No era una idea original, sino que la tomó de Pierre Hadot para quien un "ejercicio espiritual" son actos del intelecto, de la voluntad o de la imaginación "caracterizados por su finalidad: gracias a ellos el individuo se esfuerza en transformar su manera de ver el mundo con el fin de transformarse a sí mismo. No se trata de informarse sino de formarse".

Hadot puso como ejemplo de ejercitador del espíritu a Goethe. Pero estos ejercicios han existido desde hace mucho, como la confesión, con la que está, como hemos anunciado, claramente emparentada en lo que tiene de examen de conciencia. Se ha dicho que el propio emperador romano Marco Aurelio practicaba estos ejercicios con los hierofantes que custodiaban los misterios del culto de Eleusis, al que era afecto.

Pues bien, el filósofo Carlos Díaz Hernández va a inaugurar el próximo día 25 de octubre este curso online que tiene como finalidad que sus participantes se enfrenten a la sorpresa, relativa, aunque siempre presente en los otros, de la muerte y el sentido de la vida. Estamos tan exhaustos por el imperio de la política y sus vicios que apenas hay tiempo para la reflexión sobre lo que es realmente decisivo.

Además, se quiere hacer desde la perspectiva de que el ser humano no nace solo, algo que únicamente logró el personaje de Gila siendo el suyo el insuperable ejemplo de individualismo perfecto (que no está tan lejos ya de las posibilidades técnicas de nuestra época). Todavía se nace de alguien, desde alguien, con alguien y en alguien, aunque la individualidad final sea un hecho contundente. Se muere solo, eso sí, o si se quiere y en el mejor de los casos, meramente acompañado en la soledad.

El temario prosigue con reflexiones sobre la relación yo-tú, esto es el diálogo, el saber escuchar, la reciprocidad (hoy casi desaparecida en la solidaridad y en la tolerancia), la compasión, la familia y las ideologías de género, el miedo al perdón, la adicción a la banalidad y el narcicismo barato, el horror a la esperanza e incluso la relación de la esperanza con la pandemia de coronavirus.

Todo ello exige buena voluntad, lo único bueno en sí mismo que puede existir propiamente según el viejo Kant, al margen de fines y de medios y en consonancia con lo que se quiere hacer y ser. No hay democracia ni paz posibles si la buena voluntad de convivir es desplazada por la voluntad de poder y la indiferencia ante la moralidad de los medios.

Si la iniciativa es meramente una continuación de los históricos ejercicios espirituales que van, desde Ignacio de Loyola a Manuel García Morente, destinados sólo a cristianos o si será capaz de abarcar también a todos aquellos que, sin ser cristianos ni religiosos, desean ampliar sus horizontes espirituales mediante el examen y la reflexión sobre los problemas de nuestra civilización occidental, está por ver.

No es que la religión estorbe o que el cristianismo huelgue. ¿Cómo podría hacerlo en una Europa formalmente unida que tiene dos beatos en su origen fundacional y que, junto con el resto del Occidente americano, es la heredera de los valores cristianos y clásicos incorporados desde hace tantos siglos? No es eso. Pero la necesidad de unos ejercicios espirituales abiertos con fundamento en tales valores comunes, existe en nuestras democracias desesperadas y, muy especialmente, en quienes tienen, o tenemos una muy vaga idea de sí mismos y de lo que les ha antecedido y, por tanto, una escasa comprensión de a qué futuro podemos o debemos aspirar.

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