El doctor Cidad Vicario ha pasado la Nochebuena en Villahizán. Ha ejercido con delectación sus múltiples brujerías. Ha reído de verdad, como casi siempre, y ha sonreído, entornando los ojos, para recordarles a sus interlocutores algún secreto mal guardado. Reunió en su dacha burgalesa a los familiares más cercanos y lejanos. Hablaron de todo y nada. Cenaron cosas ricas y luego fueron a la misa del gallo. Nadie se escapó sin su merecido. El Brujo de Villahizán repartió juego como los grandes centrocampistas del deporte rey. El día de Navidad se lo pasó leyendo a don Marcelino y, de repente, descubrió que la vida, como la historia, puede ser considerada de múltiples maneras, pero sin su forma artística es menos vida. Sin arte la cosa no tiene gracia. Bien lo sabe él que no pasa día sin decirse a sí mismo: o la extraes con arte o no vale; sí, para convertir su profesión en una vocación no hay día que deje de repetir la jaculatoria secular de uno de sus maestros: "No es suficiente la técnica. Es menester echarle mucho arte a la extracción de una muela". Vuelve a sonreír el Brujo de Villahizán al releer el título del texto de don Marcelino: La historia considerada como obra artística. Se recuesta en su butaca y comienza el disfrute. Tiene tiempo hasta el lunes para la lectura, la relectura y la toma de notas.
El doctor Cidad, cuando lee algo que le gusta, lo lleva hasta sus últimas consecuencias: lo hace suyo. Se lo inyecta en vena para darle continuidad. Vida. Procede exactamente al contrario que la mayoría de los comentaristas "profesionales" de Marcelino Menéndez Pelayo, quienes pasan por encima de este tipo de literatura, van demasiado rápido, como si quisieran esconder sus propias debilidades de "historiadores" de una obra que todo lo integra. Estos comentaristas de "todo a cien" quieren quitarse este texto de encima como si se tratase de una cuestión menor, un discurso más del sabio para entrar en otra Academia, esta vez la Real Academia de la Historia. Recuerdan estos lectores a palos de don Marcelino la fecha de lectura del discurso, el 13 de mayo de 1883, e inmediatamente tratan de ubicar, a veces sin ton ni son, esta pieza maestra de la crítica histórica dentro de la corriente artística del historicismo del XIX. La historiografía artística, o mejor, la escuela artística de escribir historia tiene en la figura de don Marcelino uno de sus más egregios representantes. Naturalmente, Menéndez Pelayo estaría a la altura de Ernest Renan (1823-1892), Jacob Burckhardt (1818-1897) y Ferdinand Gregorovius (1821-1891) a la hora de cuestionar y rechazar el positivismo histórico.
La obra entera de don Marcelino es una reprobación de la supeditación del arte de historiar, de la estética, a la erudición. Sin embargo, rara es la ocasión que los profesores convencionales de historia debatan y pongan a discusión lo decisivo, a saber, que don Marcelino lleva más lejos que los tres autores mencionados esa forma artística de historiar, sencillamente, porque es un filósofo humanista con una capacidad de síntesis desconocida entre los historiadores de su época y de la nuestra.
Las síntesis, el poderío sintético de don Marcelino, representa lo mejor y más depurado de su historia y, por supuesto, de su filosofía. No importa que se refiera a la historia de la literatura, o de la filosofía, a la historia del arte, o a la historia de las ideas estéticas, porque todas están tocadas por la principal categoría de su pensamiento: la síntesis; "lo sintético", que emerge casi siempre después de un extenso trabajo analítico, es el alma, el espíritu vital, que da lugar a un despliegue generoso de las grandes obras de la historia de la literatura, de la filosofía y del arte. Síntesis es la noción clave de la filosofía de don Marcelino. La capacidad de síntesis del pensador nos permite pensar, discutir y crear, como hiciera su gran seguidor Alfonso Reyes, la trascendencia de equiparar el trabajo del historiador con la labor del poeta a la hora de interpretar la realidad. La síntesis eleva el nivel de discusión intelectual sobre el valor de la historia como obra artística. La síntesis de don Marcelino dice y piensa no sólo que la historia es artística o no es, sino que extracta la esencia de todas sus grandes construcciones científicas, valga de ejemplo la que acababa de publicar, un año antes de este discurso para dignificar las funciones de la Real Academia de la Historia, Historia de los Heterodoxos Españoles.
La síntesis, sí, es la forma de la historia. ¡Nada vale el historiador de profesión, aunque ostente altos puestos en las instituciones públicas que se dedican a la cosa, si escribe como un krausista o un neoescolástico! ¡Para qué dar nombres! Y es que no es nada sencillo, por decirlo con modestia, ser historiador; resulta tarea apasionante, pero, a veces imposible, si tienen que cumplirse los requisitos que puso don Marcelino para ejercer el oficio: genio filosófico e intuición, talento literario, perseverancia en la indagación de cada dato y detalle, reposo de estilo y tolerancia. Él los cumplió con creces, especialmente dejando abierta la tarea de historiar; nadie más crítico, libre y heterodoxo que don Marcelino en la historia de las ideas para demostrar que todo saber, incluido el histórico, es susceptible de evolucionar con el paso del tiempo. Todo libro de historia es una realidad perecedera. De ahí que ningún historiador sensato, o sea un historiador, considere su obra como definitiva. También en esto don Marcelino estuvo en la vanguardia: su obra está siempre abierta e inacabada. Pareciera que la gran pintura española del siglo XX y XXI, por ejemplo, la de Antonio López, Jesús Cortés Caminero y Manuel Prior, siempre imitara el espíritu de don Marcelino. Son obras más que abiertas, inacabadas, sí, de lo acabadas que están. Arte de síntesis. Final de los miles de ensayos. Ciencia pura.
¡La forma, eso que los obtusos condenan desdeñosamente, es la carne y el espíritu de la historia! De la gran historia. De eso trata el texto que lee, relee y toma notas el Brujo de Villahizán: la forma
es el espíritu y el alma misma de la historia, que convierte la materia bruta de los hechos y la selva confusa y enorme de los documentos y de las indagaciones, en algo real, ordenado y vivo, que merezca ocupar la mente humana, nunca satisfecha con vacías curiosidades, y anhelosa siempre por las escondidas aguas de lo necesario y de lo eterno.
Este texto no es, explica don Marcelino, de
crítica histórica propiamente dicha, sino de la historia considerada como arte bella, de la noción estética de la historia; ya que es grave defecto de los modernos tratadistas excluir del cuadro de las artes secundarias el arte maravillosa de los Tucídides, Tácitos y Maquiavelos (…). No es, en verdad, la historia obra puramente artística, como lo son la poesía, o la música, o las creaciones plásticas; pero son tantos y tales los elementos estéticos que contiene y admite, que obligan en mi entender, a ponerla en jerarquía superior a la misma oratoria, encadenada casi siempre por un fin útil e inmediato, extraño a la finalidad del arte libre, que en la misma hermosura que engendra se termina y perfecciona, deleitándose con ella, como la madre amorosa con el hijo de sus entrañas.
¡Ay, amigo Ángel, cuánto aprendieron de esta forma de historiar nuestros humanistas del siglo veinte! Valga como botones de muestras las inmensas biografías escritas por don Gregorio Marañón, o algunas páginas extraordinarias por bellas, casi libros artísticos, sobre la historia de Roma de Ortega! Y es que, seguramente, el poderío poético, la belleza, junto con la buena fe y la bondad moral, insertos en la obra de don Marcelino ha trascendido todos los ámbitos de la cultura en lengua española. Por eso, como explicaron en sus respectivas épocas Araquistáin, Guillermo de Torre, Díez Canedo y Juan Goytisolo, han fracasado los miles de intentos por manipular el pensamiento de don Marcelino. El poeta, el humanista e inventor de la crítica como arte no era de ninguna de las dos Españas. Era de todos. Trascendía las banderías.
Su poética, en verdad toda su estética, no es partidista. Y mucho menos arbitraria. Eso fue algo que intentó justificar un grupo de investigadores a comienzo de los años ochenta, el año que llegó al poder la maquinaría socialista, que ha hecho tanto daño a la cultura española como la pepera, dirigidos por Ciriaco Morón Arroyo, entonces catedrático en la Universidad de Cornel (USA). Intentaron crear una nueva imagen de Menéndez Pelayo. Escribieron un libro con ánimo de dar al traste con los tópicos de la izquierdona y la derechona de esa época. Creo que no lo consiguieron, pero eso nada dice en contra de la racionalidad de su proyecto de actualización del pensamiento de don Marcelino; al contrario, habla bien de quienes escribieron un libro colectivo, que se publicó con el título: Menéndez Pelayo. Hacia una nueva imagen (Sociedad Menéndez Pelayo, Santander, 1983), y, sin lugar a dudas, dice lo peor de una sociedad que ha sido incapaz de ponerse a la altura de un pensamiento maduro y libre. Pues bien, el texto más significativo que reivindicaba el amigo Ciriaco para crear una nueva imagen de Menéndez Pelayo es el que ha entretenido, durante las vacaciones navideñas, los ocios del Brujo de Villahizán: La historia como obra de arte.
La potenciación del pensamiento español del futuro descubriendo el del pasado era para este grupo de reflexión del año 1982, sin duda alguna, el principal legado de don Marcelino para la España de los ochenta. La historia, el descubrimiento del poder de la historia, junto a la novedad del material, la severidad del método, la síntesis generalizadora, la valoración comprometida, y el estilo preciso y elegante, cinco caracteres permanentes en la obra de Menéndez Pelayo, determinarían la nueva imagen del pensador. Superó la erudición con síntesis y valoraciones de gran audacia intelectual. Fue un católico abierto al estudio de todas las contribuciones del espíritu, y fue no sólo europeizante, sino que no se planteó el tema porque él, Marcelino Menéndez Pelayo, y su país, España, eran europeos sin más. Y, finalmente, destaca Ciriaco Morón, que todo eso es imposible verlo sin acercarse con un poco de seriedad, rigor y paciencia a la obra de Menéndez Pelayo resumida en la historia como obra de arte. Ésta fue en síntesis la propuesta para liberar a don Marcelino de aquella conspiración del ruido tejida en torno a la figura del sabio, durante el franquismo, que lo había convertido, según el propio Morón, en un desconocido para su país. No sé, en verdad, si esta propuesta sigue vigente para nuestro tiempo, pero nada se pierde por intentar darle continuidad. Quizá no todo el programa de conclusiones de ese seminario del 82 tenga viabilidad hoy, en 2021, pero algunas de ellas son imprescindibles para reactivar la lectura de don Marcelino:
1. Figura muy popular, pero mal conocida. Por falta de difusión popular de sus obras y la historia negra del menendezpelayismo.
2. Conjura de silencio del personal de la Institución Libre de Enseñanza y del Centro de Estudios Históricos y como reacción Ramiro de Maeztu y el grupo de Acción Española: politizaron su figura en la República y le hicieron el corifeo de unos valores que luego se identificarían con los vigentes en la España de Franco. 3. El seminario trató de desmontar esta historia persiguiendo los hitos de su formación. 4. Lo más importante de su obra no son sus temas y tesis, sino el concepto mismo de historia, de vida intelectual y de los métodos que asimiló. 5. Distinción entre las obras más ideológicas de las propiamente históricas… En fin, quizá no sea mala opción entregarse a la divulgación de su concepción pluralista de España, derivada de su concepto del clasicismo y la idea de historia como construcción artística.