Cuando John Adams fue nombrado vicepresidente de Estados Unidos, le dijo a su esposa: “Mi nación, en su sabiduría, ha ideado para mí el oficio más insignificante que jamás haya creado la invención del hombre o concebido su imaginación”. El de príncipe consorte es un oficio que rivaliza con el de vicepresidente de los EEUU en cuanto a inutilidad. Con veintitantos años alcanzas la cumbre de tu vida terrenal y tu carrera profesional, mientras que el vicepresidente puede intentar alcanzar la presidencia. Al primero sólo le queda envejecer; el segundo puede dedicarse a conspirar y a soñar.
En un rasgo de discriminación sexista, los cortesanos y los novelistas aceptaban que hubiera reinas consortes y viudas poderosas y enredadoras, que ponían y quitaban ministros. Sin embargo, un príncipe consorte… Nadie se los ha tomado nunca en serio. Un elemento imprescindible para que la reina tuviera principitos y para vestir el uniforme de los ejércitos del reino. Felipe de Edimburgo ha tenido esa vida que, si bien te libera de preocupaciones por el pago de la hipoteca, te convierte en una especie de oso de feria, del que todos huyen, pues no puedes dar nada, salvo cierta pena.
La mayoría de los príncipes consortes europeos del siglo XX provenían de familias aristocráticas o reales alemanas y escandinavas, que unían a su nimiedad política una acredita fertilidad, por lo que había descendientes de ellas en las casas reales más importantes. Felipe nació en 1921 en Corfú. Sus padres fueron el príncipe Andrés, cuarto hijo del rey de los griegos Jorge I (de la dinastía danesa Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg) y de su esposa la gran duquesa rusa Olga.
La inestabilidad política de Grecia le condujo a Francia y a Inglaterra, donde casó en noviembre de 1947 con la princesa heredera del Imperio británico, que en agosto había dado la independencia a la India. Para ello tuvo que renunciar a sus derechos reales en Grecia y a su religión ortodoxa. En compensación y para que la princesa Isabel no se casara con un plebeyo, su suegro, el rey Jorge VI, le nombró duque de Edimburgo con el tratamiento de alteza real. El emperador Carlos V fue más generoso cuando su hijo, el príncipe de Asturias, casó con María I de Tudor en 1554: cedió a Felipe la corona del reino de Nápoles.
Príncipe de barbacoa
Entre los príncipes consortes del siglo XX destaca Bernhard de Lippe-Biesterfeld (1911-2004), marido de la princesa Juliana, reina de los Países Bajos entre 1948 y 1980. Participó en la Segunda Guerra Mundial en el bando de los Aliados, aunque con recelos debido a su origen alemán. Aprendió a pilotar aviones de combate y participó en varias misiones; también dirigió la resistencia holandesa contra el invasor nazi. Se decía que había sido la única persona que se había divertido en esa guerra. Su popularidad entre su nuevo pueblo fue enorme y no menguó, aunque se comprobara que tenía amantes y recibiera en 1976 un soborno del fabricante Lockheed para la compra de aviones de caza.
Felipe, que también combatió en la Segunda Guerra Mundial, en la Armada británica, no alcanzó tantos honores. Aparte de las fotos acompañando a su esposa, su imagen más conocida es la de cocinero en una barbacoa, armado con un tenedor. Ahí empezó la vulgarización de los Windsor, que siguió con los matrimonios ‘por amor’ de sus hijos. Desde que los príncipes se casan por amor, como si se trataran de secretarias o agentes de seguros, las monarquías han perdido mucho de su carisma.
Reencarnarse en un virus
Felipe cumplió con sus obligaciones dinásticas, pues engendró con su esposa Isabel cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo. Otro servicio a la Corona y al Reino Unido que se le ha atribuido es su implicación en el ‘accidente’ en que falleció la casquivana Diana Spencer.
Sin embargo, no gozó de la virtud de la discreción. Sus meteduras de pata en viajes oficiales y audiencias dan para llenar uno de esos libros de humor británico. Una de las más preocupantes en estos tiempos de Agenda 2030 y odio a la humanidad por parte de los mega-ricos es su declaración de reencarnarse en un virus letal:
“Me pregunto cómo sería reencarnar en un animal cuya especie fuera tan reducida en número que estuviera en peligro de extinción. Cuáles serían sus sentimientos hacia la especie humana cuya explosión demográfica le negaba un lugar donde existir... Debo confesar que estoy tentado de pedir reencarnarme como un virus singularmente mortal.”
Para los historiadores su mayor aportación, después de sus hijos, fue de la de entregar su ADN para identificar a sus parientes rusos asesinados por los bolcheviques y cuyos cadáveres trataron destruir. La abuela de Felipe, Victoria de Hesse, era hermana de la zarina Alejandra, esposa de Nicolás II.
Cuando el famoso príncipe regente fue coronado en 1820 como Jorge IV, se llevaba tan mal con su esposa, Carlota Augusta de Hannover, que se negó a permitirle el acceso a la abadía de Westminster y a concederle el título de reina. Por el contrario, Isabel II ha tenido un amor por su marido parecido al de la reina Victoria por Alberto de Sajonia-Coburgo y Gotha. Como prueba de ese amor, cuando Felipe cumplió noventa años, en 2011, Isabel le cedió su título de lord gran almirante. Felipe se retiró de todas sus actividades públicas en 2017 y en 2019 dejó de conducir después de embestir con su coche al de una súbdita. No consta que hubiera renunciado a la bebida, sobre todo de ginebra, que tiene el don de alargar la vida de los Windsor.
Desde 1952, Felipe había participado en más de 22.000 actos o compromisos públicos y pronunciado más de 5.000 discursos. Al menos éstos no los tuvo que escribir él. Todos sus errores yo se los perdono, porque no le gustaban ni Madonna, ni Elton John ni Meghan Markle.
La desconsolada viuda
No parece probable que Isabel II, a sus 95 años (nació en 1926), nos dé la sorpresa de contraer nuevo matrimonio, como hizo la duquesa de Alba, Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, al casar por tercera vez a los 85 años de edad.
Tampoco es de esperar que se haya repetido la tierna y peculiar escena entre Jorge II y su esposa, la reina Carolina de Brandeburgo-Ansbach. Mientras ésta agonizaba, en 1737, le dijo a su marido, de 54 años, que le autorizaba a que se volviese a casar. Jorge II la quería tanto que respondió, en francés: “Non, j'aurai des maîtresses!”. Es decir, “¡No, tendré amantes!”. Más digno el monarca germano del XVIII que los señores que antes de cumplir el primer año de viudedad acuden al juzgado del brazo de una despampanante jovencita.
Intuimos que la conducta de Isabel II se acercará más a la que tomó el mismo Jorge: ordenar que cuando él muriese se le enterrase junto a su esposa y que los laterales de los ataúdes se retirasen para que sus restos se mezclasen a lo largo de la eternidad.
¡Qué disgusto para la pobre reina! En el año en que su nieto Harry, influenciado por su esposa, se proclama sedicioso y amenaza con levantar el ducado de Sussex y a la tribu de los ‘woke’ contra la Corona, su majestad queda viuda! Menos mal que no existe riesgo ninguno de que pierda uno de los últimos restos de la gloria británica: la colonia de Gibraltar.