
El desprecio de los españoles por su historia y su identidad lo comprobamos en la ignorancia de las proezas navales de los siglos XV a XVI y en la conquista y población de América. Esta situación de menosprecio es tanto más lamentable en el caso andaluz.
La ciudad de Sevilla se convirtió durante más de un siglo en el eje del mundo, donde confluían la plata peruana y mexicana, las especias y la porcelana y la seda chinas, esperadas todas por mercaderes ansiosos de toda Europa. Sin embargo, durante casi cuarenta años la Junta andaluza, gobernada por los socialistas, ha preferido promover el pasado musulmán y, encima, un pasado recreado, al estilo de la ‘memoria histórica’.
Y la Sevilla de los Austrias no se limitó a ser un centro comercial, sino que además lo fue cultural y científico. La Casa de Contratación de Indias, fundada en enero de 1503 por los Reyes Católicos, fue, aparte de un organismo fiscal y comercial, también una institución científica, tan desarrollada que en ella tuvo asiento el primer empleo científico mantenido por un Estado europeo fuera de las universidades.
El Padrón Real, el documento más valioso del mundo
Para proseguir las exploraciones y el comercio, la Corona española impulsó el estudio de la geografía como nunca antes se había hecho en la historia de la Humanidad.

Al regresar Fernando el Católico a Castilla para recuperar la gobernación del reino después de la muerte de Felipe el Hermoso (1506), convocó en 1508 una junta navegantes en Burgos a fin de poner orden en las Indias y la disputa con Portugal por las Molucas. Asistieron, entre los principales, Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucio, Juan de la Cosa y Juan Díaz de Solís. Uno de los acuerdos consistió en la creación del oficio de Piloto Mayor dentro de la Casa de Contratación. Ésta fue la primera y más importante escuela náutica de Europa.
El Piloto Mayor debía guiar a los marinos españoles por los nuevos mares y cielos. Recibía conocimientos, los depuraba, los sistematizaba y los volvía a ofrecer. En la real cédula que le dirige a Vespucio en agosto de 1508, el rey Fernando le subraya la importancia de que instruya a los pilotos para que “junta la platica con la teorica se puedan aprovechar dello en los dichos viajes”.
De la misma manera que no todos los súbditos españoles podían pasar a Indias (a Miguel de Cervantes se le negó la autorización dos veces), tampoco podía mandar buques en la Carrera de Indias cualquiera, aunque hubiera sido capitán en el Mediterráneo o el canal de La Mancha. El Piloto Mayor examinaba a los pilotos que pretendían la patente, supervisaba las expediciones, y aprobaba y elaboraba instrumentos de navegación y cartas de marear.
En Sevilla se guardaba el documento más valioso del mundo en esa época: el Padrón Real, el mapa a las Indias, al Mar del Sur, a las islas de la Especiería. El Piloto Mayor cotejaba las cartas y los cuadernos que le entregaban los demás pilotos a la vuelta de sus viajes para ampliar y renovar un mapa modelo que mostraba las costas e islas descubiertas y su situación. El Padrón Real estaba custodiado y no salía del edificio de la Casa de Contratación. Los pilotos sólo llevaban mapas parciales realizados por el Piloto Mayor a partir del Padrón Real para que, en caso de que se los robasen, sólo se perdiesen una parte de los secretos.
Ante la complejidad de los conocimientos y la exigencia del trabajo, en 1552 una real cédula retiró al Piloto Mayor la obligación de enseñar geografía y navegación a los nuevos pilotos y estableció la cátedra de cosmografía, con un plan de estudios que duraba tres años.
Los primeros Pilotos Mayores
El primero que desempeñó el puesto de Piloto Mayor fue el florentino Américo Vespucio, nombrado por real orden de don Fernando el 22 de marzo de 1508, hace ahora 523 años. Se le fijó un sueldo de 50.000 maravedís anuales al que se añadieron 25.000 más de ayuda de costa.

Luego le sucedieron el andaluz Díaz de Solís (que en 1514 renunció al cargo para hallar la ruta a las Molucas por el sur de América, y fue muerto y devorado por indios charrúas en 1516), el veneciano Sebastián Caboto y el extremeño Alonso de Chaves. Españoles y extranjeros. La España de entonces, como los Estados Unidos de hoy, atraía y promocionaba el mejor talento. Fueron también los casos de Cristóbal Colón y Hernando de Magallanes, cuyos proyectos de alcanzar las islas de las Especias por la ruta de Poniente rechazaron los reyes de Portugal y aceptaron los de España.
Más tarde, la Corona se despojó de su facultad de nombrar al piloto mayor y Felipe II reguló por una ley de 1595 el acceso al puesto mediante un examen que los candidatos rendían ante un tribunal. Un ejemplo de seriedad y trabajo bien hecho.
El interés y el entusiasmo de los españoles de la primera mitad del siglo XVI por los viajes marítimos (descubrimientos, reinos desconocidos, riquezas, especias, fama, aventuras…) los convirtió en los mejores navegantes de los siguientes siglos. Los cosmógrafos Pedro de Medina, sacerdote, (1493-1567) y Martín Cortés de Albacar (1510-1582) redactaron excelentes artes o manuales de navegación, cuya calidad confirman las traducciones y las numerosas reediciones. El de Medina, dedicado a Felipe II, tuvo doce ediciones sólo en Francia.
Cortés, profesor establecido en Cádiz, el puerto rival de Sevilla, fue el primero en el mundo en comprobar que los polos magnéticos no coincidían con los polos geográficos. Y recogió la idea de otros autores de solucionar la deformidad esférica de la Tierra en cartas planas y la expuso de manera clara a sus lectores.
Los marinos ingleses copiaron a los españoles
Durante el reinado de María I (1553-1558), segunda esposa de Felipe II (Felipe I de Inglaterra) y nieta de los Reyes Católicos, las relaciones entre los reinos de España e Inglaterra fueron amistosas, hasta que el ascenso al trono de la protestante Isabel conduciría a la guerra.
En ese corto período, un navegante inglés llamado Stephen Borough visitó en 1558 la Casa de Contratación para transmitir su experiencia en el mar Ártico. Quedó tan impresionado por el funcionamiento de la institución que quiso trasladar el modelo a Inglaterra. Hizo traducir un ejemplar del Arte de Navegar de Cortés de Albacar, que le regalaron en Sevilla, y lo convirtió en manual para los marinos ingleses. Alcanzó tal éxito que se editó nueve veces hasta 1630. La reina Isabel le nombró en 1563 piloto mayor con atribuciones similares al cargo español. Pero como el país carecía de riqueza y conocimientos para imitar a la España imperial pronto se extinguió.
Inglaterra sólo se convertiría en potencia naval en el siglo XVIII y su imperio se lo hizo a costa de los neerlandeses, que a su vez habían arrebatado muchas de esas posesiones a los portugueses, como la isla de Ceilán y Malaca, y a los franceses, a los que conquistó Canadá. El imperio naval británico fue el cuarto de los europeos, después del español, el portugués y el holandés.
Sin embargo, si uno lee la mayoría de los libros de historia españoles sobre la época de expansión mundial de los europeos, queda con el mismo sentimiento de admiración por los británicos que si se viera en un fin de semana las cuatro temporadas de The Crown.