El periodista catalán más influyente de la primera mitad del siglo XX, Agustí Calvet, más conocido por su alias Gaziel, nació en la gerundense San Feliú de Guíxols en 1887. Doctorado en Letras en Madrid en 1908, dos años después comenzó su actividad periodística en La Veu de Catalunya, el periódico de la Lliga Regionalista. Y en 1911 se incorporó al Institut d’Estudis Catalans, que había fundado poco antes el patriarca nacionalista Enric Prat de la Riba.
El estallido de la Primera Guerra Mundial le sorprendió en París, desde donde comenzó a enviar reportajes a La Veu. Al germanófilo Prat, presidente de la Diputación de Barcelona y de la neonata Mancomunidad de Cataluña, no le gustaron los artículos del francófilo Gaziel, de modo que tuvo que poner su pluma al servicio de La Vanguardia, periódico para el que escribiría durante muchas décadas a partir de entonces y que dirigiría desde 1920 hasta 1936. Al pasarse del órgano catalanista al periódico de los Godó y de la lengua catalana a la española, se ganó la enemistad de sus antiguos compañeros del catalanismo moderado de la Lliga.
Como casi todos en Cataluña, recibió con entusiasmo la dictadura de Primo de Rivera por considerarla un remedio contra la violencia social y la decadencia política. Así lo recordaría algunos años después, en medio de la creciente violencia republicana:
“[Los catalanes] Tenemos fama de sucios, como los pordioseros y los gitanos, en toda la redondez de la tierra. Se dice en todas partes que estamos plagados, infestados de parásitos sociales. Barcelona es la ciudad de las bombas, como quien dice la casa de las chinches por antonomasia (…) Hace unos cuarenta años que vivo aquí, y no puedo negar que ha sido continuamente entre bombas (…) y cuando no hay bombas, hay pistoleros, y cuando no pistoleros, atracos, y a veces, como ahora, bombas, atracos y pistoleros, todo revuelto a la vez. Y cuando, por rarísima casualidad, no hay nada de eso, en inverosímil y corto descanso, es… ¡porque hay dictadura!”.
Pero no tardó en desengañarse debido al recorte de libertad que implicaron los años primorriveristas, lo que, por reacción, le llevó a alegrarse todavía más de la proclamación de la Segunda República. En opinión del republicano de derechas y catalanista moderado Gaziel, con el desplome del vetusto edificio monárquico había llegado la definitiva regeneración política y la oportunidad de estructurar España según el modelo federal que consideraba el más adecuado a su naturaleza. Además, tan enemigo del que llamó “uniformismo castellano” como del separatismo, consideró que el nuevo régimen y el estatuto autonómico provocarían la “feliz bancarrota del separatismo”, que había experimentado un fuerte crecimiento en los años anteriores. Así se lo explicó en octubre de 1931 a los intelectuales castellanos que comenzaban a desconfiar de la autonomía para Cataluña que ocupaba buena parte de los debates del Parlamento republicano:
“¿Y para esto hemos hecho y traído la República?, se dirán con asombro, casi con involuntaria indignación, muchos intelectuales castellanos. Sí, amigos, hermanos: República, en España, es esto, no puede ser más que esto. La uniformidad, la dominación, el imperialismo castellanista los forjaron aquellas dinastías absolutas cuyo último vástago acabáis de arrojar de España. Si no queríais que la preponderancia exclusiva de Castilla se desvaneciese, debías conservar a su creadora y sostenedora, que era la Monarquía. Al querer la República habéis abierto la puerta a la diversidad. Y esa puerta ya no hay quien la cierre (…) ¡España ha muerto!: ¡vivan las Españas!”.
Partidario de una república federal, Gaziel consideró que, para ir acostumbrando a los españoles, había que avanzar despacio hacia ella, y tuvo a la Constitución republicana y el Estatuto catalán como los primeros pasos de un esperanzado proceso que tenía que ser liderado por Cataluña:
“Cataluña tiene una enorme responsabilidad ante el futuro (…) Cataluña ha de demostrar prácticamente, a todas las demás tierras hispánicas, las ventajas del régimen federal”.
Pero el entusiasmo le iba a durar muy poco. Acababa de cumplir la República nueve meses cuando comentó con amargura la primera crisis ministerial del nuevo régimen:
“Sinceramente: nada nuevo. No es que haya resultado mejor ni peor que las crisis del anterior régimen. Es que, poco más o menos, ha venido a ser lo mismo. Olvido evidente del interés general; lucha sorda entre ambiciones partidistas; ministros que se van y ministros que vienen sin razón alguna; carteras distribuidas con absoluto desprecio de la capacidad personal; de Instrucción Pública se pasa a Economía, y de Fomento a Justicia, como de un piso por alquilar a otro piso vacante (…) Vaciedad, frivolidad, ociosidad”.
Dedicó numerosos artículos a denunciar el paupérrimo nivel de los políticos republicanos:
“¡Palabrería, palabrería, palabrería! Un inmenso, un inacabable rumor, servido al público en forma de diálogos pueriles, insípidos y efímeros, como los de las novelas por entregas. ¡Y eso es política en España! Política de folletín para porteras (…) Fijaos bien: el Sr. Companys no es risible en lo más mínimo. La Marina española tampoco es materia humorística. Pero juntad las dos cosas, escribid o leed esta frase tan corta: El Sr. Companys, ministro de Marina, y al instante obtendréis lo que ha ocurrido en España entera (y muy especialmente en Cataluña) al conocerse la noticia: un ligero estupor, breve como un relámpago; y en seguida, una ingenua, una inmensa, una dilatada sonrisa (…) Y todo ello es perfectamente comprensible. Los ministros saltan de una cartera a otra, y los diputados aceptan la primera que se les ofrece o toman la que pueden, porque el Gobierno no se forma, como podría suponerse erróneamente, de cara al país, sino que es necesario formarlo, quieras o no, de cara a los partidos (…) Porque en el Parlamento no mandan las competencias; mandan los partidos. Para formar un Gobierno no hay más remedio, pues, que dirigirse a ellos, prescindiendo de toda capacidad personal (…) Si la gente se diese cuenta de quién ha llegado a ser ministro con la República, y de muchos que lo siguen siendo todavía, quizás por ahí vendría –por la vergüenza– la solución. En ninguna empresa, en ningún negocio, en ningún comercio, por humilde y destartalado que sea, habrían admitido como simple empleado de trescientas pesetas mensuales a muchísimos de los hombres, perfectamente ineptos y absolutamente ignorantes, a quienes se confió o está confiada todavía la gerencia de alguno de los más graves intereses públicos de España. ¿Qué tiene, pues, de extraño, que vayamos de mal en peor?”.
Un mes más tarde de aquella primera crisis ministerial, los continuos estallidos de violencia izquierdista le llevaron a avisar de que la revolución pacífica del 14 de abril podría acabar convirtiéndose en una revolución sangrienta:
“¿Qué va a ocurrir si esto continúa? Ocurrirá lo siguiente: aquella revolución (…) que hasta ahora sólo hemos visto, felizmente, manifestarse en días de fiesta, entusiasmo callejero, discursos parlamentarios y artículos de periódicos, estallará de veras, a tiro limpio, a sangre y fuego, por ciudades, campos y aldeas. La quema de conventos, Castilblanco, Arnedo, y ahora Bilbao, son levísimas muestras de lo que puede ser ese espectáculo en preparación”.
Otra grave amenaza para la República, según Gaziel, consistió en que, mientras que las izquierdas se lanzaban hacia la revolución con ímpetu creciente, las derechas se caracterizaban por su eterna parálisis:
“Las izquierdas actúan. Las derechas sólo critican. Las izquierdas hacen cosas. Las derechas se contentan con decir que están mal hechas (…) No dicen nunca qué debería hacerse en vez de lo hecho, no oponen a un programa otro programa, a una reforma otra reforma, a la renovación de izquierdas la renovación de derechas. Actitud pasiva, negativa, incomprensiva. Un observador imparcial diría muchas veces que las izquierdas piensan erróneamente; pero de las derechas diría casi siempre que no piensan nada. Su lema es la más inútil y lírica melancolí: ritorniamo all’antico”.
No había cumplido el nuevo régimen dos años cuando, en abril de 1933, Gaziel proclamó su pesimismo por su futuro dado que se trataba de una “república sin republicanos”. El abismo entre derechas e izquierdas no hacía sino agrandarse por la falta de voluntad de entendimiento por ambas partes:
“El ambiente de España (…) por momentos se está enrareciendo y simplificando en dos zonas irreductibles, bárbaramente esquemáticas y cortantes, como el sol y la sombra de las plazas de toros: derechas e izquierdas, reacción y revolución. Y lo espantoso es que, en el fondo, la República no interesa a unas ni a otras (…) Pues bien: esto acabará mal. Lo digo con angustia, lo digo con dolor (…) Cada vez va ganando terreno la decisión, no de superarse unos y otros con la tolerancia, sino de satisfacerse cada uno mediante la violencia. Y –de no venir una conversión casi milagrosa– es inevitable: esto acabará mal”.
Pero el que las derechas, de raíces mayoritariamente monárquicas, no fuesen entusiastas republicanas no carecía de lógica. Lo incomprensible era que los principales enemigos de la República fuesen las izquierdas:
“Lo que hierve en sus cabezas no es la idea republicana, sino la revolucionaria: el íntimo y profundo anhelo, no de construir un nuevo sistema de gobierno, más justo, más equitativo, más beneficioso para todos los hombres de buena voluntad, sino la de provocar una subversión social, una inversión de clases, para colocar a la suya propia en un plano dominante, hundiendo el plano actual de las demás, especialmente de las privilegiadas. Una parte de esta ciudadanía izquierdista votó la República como un principio, como manera de abrir la primera brecha en el muro enemigo (…) Pero nadie, o casi nadie entre las izquierdas –y esto es tremendo–, se tomó a la República como un fin en sí misma”.
Tras la victoria radical-cedista en las elecciones de noviembre de 1933, Gaziel lamentó la indecisión de unas derechas que, a pesar de haber vencido en las urnas, se mostraban remisas a aplicar las medidas que habían propugnado y se dejaban amedrentar por unas izquierdas cada día más convencidas de ser las únicas legitimadas para gobernar. A dichas izquierdas Gaziel les reprochó que consideraran que las elecciones eran válidas solamente si les favorecían y que manifestaran su voluntad de acabar con la República para desencadenar la revolución. En concreto, al dirigente socialista Largo Caballero le acusó de “fanático”, de “echarse al monte” y de pretender “hundirlo todo, hacer la revolución a sangre y fuego”.
El 28 de septiembre de 1934 condensó estas acusaciones en un artículo de singular amargura:
“Una coalición de izquierdas, donde predominaba el Partido Socialista, estuvo gobernando España durante dos años. Hizo y deshizo cuanto le pareció necesario. Su fuerza, indiscutible en régimen democrático, era de índole parlamentaria. Su instrumento –decían– era la legalidad. Su razón suprema, el bien de la República. Quien se alzase airadamente contra esos muros fundamentales del régimen era implacablemente aplastado. Bien. Pero cambia el viento, porque España es, políticamente, un país de puras ventoleras. Viene el 19 de noviembre de 1933. Triunfan en las urnas los partidos de derecha. Todos los de izquierda sucumben: los republicanos, aniquilados; los socialistas, disminuidos. Y entonces comienza el extraordinario cambio de decoración, el juego extraño. ¿La mayoría parlamentaria?, dicen los que manejaban la de ayer. Una farsa. ¿La legalidad? Un estorbo. ¿La República? ¡Un bledo! Los que gobernaron dos años no pueden consentir ser gobernados ni un minuto. Nada de democracia: ¡la revolución, la revolución! Obstrucciones y escandaleras parlamentarias continuas, huelgas generales, armas, bombas, amenazas apocalípticas… Decidme: democráticamente hablando, ¿es esto jugar limpio?”
Una semana después, el PSOE desataba la revolución.