Eduardo Dato y la izquierda como negación
De Iglesias Pose a Iglesias Turrión, se trata siempre de negar y destruir (“Queremos la muerte de la Iglesia […]; para ello educamos a los hombres, y así les quitamos la conciencia”, proclamaba el mismo año del asesinato de Dato el fundador del PSOE en el congreso del partido en Gijón).
El político conservador Eduardo Dato fue presidente del Gobierno de España –presidente del Consejo de Ministros, se decía entonces- en tres etapas de la monarquía de Alfonso XIII (1913-15, julio a noviembre de 1917, 1920-21). Antes, como ministro de Gobernación, había impulsado la Ley de Accidentes de Trabajo (1900) que estableció el primer sistema de seguros sociales. Como ministro de Justicia promovió la Ley de Descanso Dominical y medidas de alfabetización y reducción de la pobreza. Creó el Instituto de Reformas Sociales, embrión del Ministerio de Trabajo. Era presidente en el momento del estallido de la Primera Guerra Mundial y tuvo el buen sentido de mantener a España apartada del conflicto.
El pago por todo ello fue su asesinato por pistoleros anarquistas el 8 de marzo de 1921. La violencia de ultraizquierda ya se había cobrado las vidas de dos presidentes (Cánovas en 1897, Canalejas en 1912), amén de múltiples ataques terroristas indiscriminados como la bomba del Liceo, el atentado contra el Corpus de Barcelona en 1896 o el del cortejo nupcial de Alfonso XIII en 1906. Mientras en gran parte de Europa el socialismo evolucionaba hacía la vía pacífica-reformista de los Kautsky, Bernstein, etc., la izquierda española seguía instalada en la radicalidad, sin que hubiera demasiadas diferencias entre la vesania anarquista y la actitud del PSOE, que apoyó la Semana Trágica de Barcelona (1909), la huelga general revolucionaria de 1917 y había proclamado en 1910 por boca de Pablo Iglesias (el mismo que amenazaba con “el atentado personal” al presidente Maura) que el programa socialista consistía en “la supresión de la magistratura, de la Iglesia y del Ejército”.
El Grupo Parlamentario de VOX presentó hace dos semanas en la Comisión de Cultura del Congreso una Proposición No de Ley que exhortaba al Gobierno a conmemorar debidamente el centenario del asesinato de Eduardo Dato. La proposición fue rechazada por el rodillo izquierda+nacionalistas que decanta casi todas las votaciones esta legislatura. Pero resultó reveladora la intervención del portavoz socialista Vicent Sarrià: comenzó ponderando la figura de Dato, reconociendo que merecía homenaje… Pero añadió después que el PSOE votaría en contra por venir la propuesta de VOX: “Dato se habría avergonzado de ustedes”.
Qué quieren que les diga: casi nos honra merecer tanto desprecio de alguien como Sarrià (no le pagamos con la misma moneda: habíamos votado hace unas semanas a favor de una PNL del PSOE sobre difusión de la obra de Carmen Laforet, y lo hemos hecho otras veces, atendiendo al contenido de las propuestas y sin mirar de quién vienen).
Pero Sarrià se inscribe, lo sepa o no (más bien no), en una larga tradición de sectarismo. Si la negatividad –el rechazo de lo heredado y lo vigente- es, como decía Scruton, la esencia de la izquierda en general, la española siempre cultivó el resentimiento con especial esmero. De Iglesias Pose a Iglesias Turrión, se trata siempre de negar y destruir (“Queremos la muerte de la Iglesia […]; para ello educamos a los hombres, y así les quitamos la conciencia”, proclamaba el mismo año del asesinato de Dato el fundador del PSOE en el congreso del partido en Gijón).
Del “Maura no” al antifranquismo, de la renovada monarcofobia al “cordón sanitario a VOX”, la izquierda española siempre ha sido primordialmente “anti-“.
El sectarismo que impide hoy al PSOE apoyar nuestra propuesta es el mismo que, en 1931, planteó la Segunda República, no como continuación, aunque fuese bajo una nueva forma de Estado, de los aciertos reformistas de Maura o Dato, sino como “vasta empresa de demoliciones” (Azaña dixit) ejecutada por “los gruesos batallones populares encauzados al objetivo que la inteligencia [la de Azaña, claro] les señale”. Azaña estaba obsesionado con que España no había tenido revolución liberal en el siglo XIX, y planteó la República como revolución desde arriba, creyendo que el PSOE bolchevizado de Largo Caballero se iba a dejar dirigir como “batallón”. De ahí que la Constitución de 1931, con su sectarismo anticatólico, pudiese ser tachada andando el tiempo por el presidente Alcalá Zamora como “una Constitución para la guerra civil”. Fue una República sólo para republicanos, que celebró su advenimiento con la quema de conventos del 11 de mayo, expulsó a órdenes religiosas y prohibió a otras la enseñanza, tipificó como delito la “apología del régimen monárquico” (la nueva Ley de Memoria Democrática pretende hacer lo propio con el franquismo) y secuestró periódicos y ordenó destierros sin juicio mediante la Ley de Defensa de la República. Cuando la derecha ganó las elecciones en buena lid en 1933, la izquierda respondió con el intento de golpe de 1934, rompiendo la baraja (“en democracia hablan las urnas, no las balas”, dijo Lincoln) y abocando al país a la Guerra Civil, como reconocería el neutral Salvador de Madariaga.
Del “Maura no” al antifranquismo, de la renovada monarcofobia al “cordón sanitario a VOX”, la izquierda española siempre ha sido primordialmente “anti-“. Ahora están manos a la obra con el régimen de 1978, entendido por Podemos y un PSOE neocaballerista como continuación del franquismo por otros medios. Hay que frenarlos.
Francisco José Contreras es diputado de Vox por Sevilla.
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