Uno de los méritos del general Francisco Franco fue el de acabar con la influencia del Ejército español en política. El generalato era obediente al Gobierno, tanto en su persona como en la de su sucesor, el rey Juan Carlos. Esa situación estuvo a punto de romperse debido al ‘borboneo’ y a los tejemanejes de los socialistas.
En el siglo XVIII, España y su Imperio destacan por su estabilidad interna, en contraste con Inglaterra, donde abundaron las rebeliones jacobitas y las colonias de Norteamérica se sublevaron; Francia, que sufrió la revolución y las matanzas y la ruina causada por ésta; y los estados germánicos.
El siglo XIX comienza con un acontecimiento inédito: un golpe de Estado del príncipe heredero contra su padre, en marzo de 1808. Además, con elementos modernos, como una campaña de propaganda animada por los partidarios de Fernando VII y la embajada francesa y un motín planeado que le da una legitimación popular.
La única institución liberal
Las guerras de independencia de España y de sus provincias americanas, que se extienden desde 1808 hasta 1824 (persistieron núcleos de resistencia en lugares como Chiloé, El Callao y Veracruz hasta finales de la década), transformaron esos territorios en países de enorme agitación política. La unánime aceptación de la Corona española dio paso a todo tipo de aventureros, politicastros, masones y militarotes que trataron de alzarse con el poder. En España, donde se seguía aceptando la Corona como cúspide la nación, esas disputas estuvieron aparentemente más atenuadas, aunque hubo intentos de asesinato del rey.
En estas circunstancias, los ejércitos se convirtieron en el brazo armado de conspiradores, partidos y logias. En América, salvo excepciones, se alcanzaba la presidencia desde el generalato. Después de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis que le repuso en la monarquía absoluta (1823), Fernando VII se fiaba tan poco de los españoles, incluidos los militares, que negoció con París el mantenimiento en varias ciudades de guarniciones francesas hasta 1828. Al final de la guerra carlista (1840), existía un ‘partido militar’ formado por 600 generales.
El liberalismo tenía entonces escaso arraigo y se encontraba amenazado por los extremos (carlistas, republicanos y demócratas). Los partidos apenas estaban organizados y la política la practicaban camarillas. El Ejército era la única institución adicta al trono y liberal por esencia. Los mismos liberales animaron a los caudillos militares a intervenir en política. Los cambios de gobierno se realizaban, no mediante elecciones fraudulentas, sino pronunciamientos y escaramuzas. Cada partido tenía su espadón: Ramón Narváez, Baldomero Espartero, Juan Prim, Leopoldo O’Donnell…
Golpes y conspiraciones en la República
El Sexenio convirtió a los militares en conservadores. La Restauración, nacida de otro pronunciamiento, el de Martínez Campos en Sagunto (1874), redujo el intervencionismo militar. El último pronunciamiento del siglo XIX se realizó en 1886 y lo dirigieron los republicanos y masones Manuel Ruiz Zorrilla y el general Manuel Villacampa.
Casi cuarenta años después, en 1923, cuando la Restauración se derrumbaba, se produjo el último pronunciamiento afortunado, el de Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña. Y éste cayó cuando sus compañeros se negaron a apoyar su continuidad.
La II República llegó precedida de una sublevación violenta en Jaca (1930). El nuevo régimen, que había nacido de cenáculos y conventículos como el Pacto de San Sebastián, también se enfrentó a conspiraciones, actos de violencia y asonadas, dirigidas y promovidas en muchos casos desde las Cortes y los Ministerios: el complot de Tablada (1931), las insurrecciones anarquistas (1932-1933), la Sanjurjada (1932), las incitaciones al presidente de la República para que anulase las elecciones de 1933 (tres golpes de Estado, según contó Alcalá-Zamora), la revolución izquierdista de octubre y la sedición de la Generalidad (1934), el fraude electoral, la destitución del jefe del Estado, las bandas de pistoleros y el alzamiento (1936) y el golpe de Casado (1939).
Franco erradica las rebeliones
En cuanto Franco extendió su poder a toda España con su victoria, terminaron las conspiraciones de salón y la injerencia militar en el Gobierno. La única vez que otros generales plantearon exigencias al generalísimo fue con motivo de los sucesos de Begoña (1942), que marcaron el ocaso de los falangistas. Un grupo de militares solicitó a Franco la restauración de la monarquía (1943) y él los toreó con mano izquierda.
El franquismo no fue una dictadura militar, sino un régimen autoritario dirigido por un militar. Las Fuerzas Armadas tenían un presupuesto muy reducido (a diferencia de lo que ocurría en la URSS, Alemania Oriental, o Cuba) y no influían como tales en la política gubernamental. Algunos generales, como Agustín Muñoz Grandes o Camilo Alonso Vega, participaban en el gobierno por la amistad con Franco y su confianza, y no como representantes del Ejército.
En los años 70, las instituciones civiles del franquismo, como las Cortes y, sobre todo, el Consejo del Reino fueron más importantes que las Fuerzas Armadas. En su testamento, Franco dejó este mensaje a los militares:
“os pido que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”.
El Ejército franquista, mandado por generales que habían sido alféreces provisionales en la guerra y voluntarios en la División Azul, fue el más obediente de los siglos XIX y XX. Aceptó retirarse del Sáhara y también el desmantelamiento del Estado del 18 de Julio. Algunos refunfuñaron, pero de ahí no pasaron. Las protestas fueron de un tono más alto cuando Suárez incumplió su palabra de no legalizar el PCE y cuando algún atentado terrorista mataba a uno de ellos, pero en ningún momento se rompió la obediencia al Gobierno.
Quienes sacaron al Ejército de su estado de ‘grand muet’ fueron los socialistas, de amplia tradición golpista y rebelde.
El PSOE busca un espadón
Felipe González y Alfonso Guerra esperaban ganar las elecciones de 1979, en las que volvió a vencer UCD. Los socialistas comprendieron que sólo si quitaban de en medio a Adolfo Suárez podrían vencer. A esto hay que unir el deseo del rey Juan Carlos de prescindir de su presidente de Gobierno, después de haberle encumbrado en 1976.
Francisco Laína, director general de Seguridad en esos meses, confirma la labor de zapa contra Suárez hecha por Juan Carlos (El País, 20-2-2015):
“El Rey no se recataba en criticar duramente al presidente Suárez en sus conversaciones con personas y ambientes muy diversos. Se añadía que el monarca expresaba abiertamente su disconformidad con decisiones adoptadas por Suárez y planteaba la conveniencia de un posible relevo del presidente.”
1980 ha sido uno de los años más negros de la reciente historia de España: un terrorismo (de izquierdas en más de un 90% de los atentados) que asesinó a 132 personas; una severa crisis económica; numerosos desórdenes callejeros; la instauración del nefasto sistema autonómico; un Gobierno dirigido por un mediocre sobrepasado por los acontecimientos; y un partido socialista creado por los servicios secretos del franquismo, la CIA y la socialdemocracia alemana pero incapaz de tener sentido de Estado.
Se unieron las intenciones del rey de desprenderse de Suárez, que no estaba dispuesto a dimitir como Arias Navarro (1976), y el ansia socialista de llegar al Gobierno a cualquier precio y cuanto antes. El puente entre ambos bandos fue el general de división Alfonso Armada, vinculado con el rey desde los años 50, aunque poco respetado en el Ejército por ser un militar de oficina.
El correveidile socialista más habitual entre las múltiples conspiraciones madrileñas de 1980 en las que se reclamaba un “golpe de timón” fue el diputado vasco Enrique Múgica, miembro de la Comisión Ejecutiva del PSOE.
Ni la dimisión de Suárez en enero de 1981 detuvo a los conspiradores. El 23 de febrero de hace cuarenta años, el teniente coronel Antonio Tejero y varias docenas de guardias civiles penetraron en el Congreso, mientras se celebraba la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo.
El golpe fracasó en unas horas, pero ello se debió, no a la resistencia popular, sino a la abstención militar. Los militares seguían siendo obedientes a su jefe supremo, como les había pedido Franco. Ningún otro general, aparte del capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, movió sus tropas. Él y Armada fueron detenidos y juzgados.
El ‘gran mudo’
Del 23-F salieron dos beneficiados: la Corona, que se convirtió en salvadora de la democracia, y el PSOE, que veinte meses después, en unas elecciones anticipadas, consiguió una descomunal mayoría absoluta.
Cuarenta años después del 23-F, ya pocos se creen la versión oficial. Juan Carlos, perdida su aura, tuvo que abdicar en su hijo y mudarse al extranjero. El PSOE sigue en el poder, convertido en el partido-eje de la política española. Y el Ejército no cuenta absolutamente nada en la vida española, salvo en las pesadillas de la extrema izquierda.