Para quienes hemos investigado durante muchos años qué fue el 23-F nos queda poco que añadir, salvo que se hiciera publicó algún testimonio relevante de alguna de las personas que, o bien fueron testigos importantes o estuvieron en su gestación, diseño y ejecución, o se desclasificaran las grabaciones que aquella tarde-noche-madrugada mantuvieron sus protagonistas principales; el rey Juan Carlos y los generales Alfonso Armada y Sabino Fernández Campo. No obstante, cuarenta años después de aquel intento de golpe de Estado es más necesario que nunca precisar y puntualizar algunos hechos.
Ante el 23-F subsisten dos posiciones contrapuestas: la verdad oficial y la verdad real. La primera es a la que se sigue agarrando el sistema, la clase política y los medios de comunicación, en general. Esta se basa en que un pequeño sector del ejército, nostálgico del franquismo y crítico con la situación, quiso acabar con la naciente democracia y las libertades para volver a instalar a los españoles en un régimen autoritario o de semidictadura. No se la creen ya ni ellos, pero es lo que conviene políticamente. A esta verdad ocultista se opone la verdad real, basada en hechos y en los testimonios de algunos de sus protagonistas principales, pues no hay que olvidar que todo lo que envuelve al 23-F es una historia oral al carecer de documentos escritos.
La verdad real se sustenta en dos cuestiones principales; el 23-F no fue un golpe militar, y el 23-F fue una operación política-institucional en la que intervinieron y participaron, de una forma u otra, los principales poderes del Estado. A la cabeza de esa operación estuvo D. Juan Carlos de Borbón, a quien le cabe el ‘honor’ de ser su principal protagonista, pues todo lo que convergió en la asonada pasó por las manos del rey. Nada se hizo sin contar con su consentimiento y aprobación. No fue un golpe militar, porque de haber sido el ejército su ejecutor hubiera tomado el poder de manera inmediata, sin oposición alguna, y a las órdenes del rey como, de hecho, estuvieron las fuerzas armadas en su conjunto durante aquella jornada. Todas, absolutamente todas.
El 23-F vino precedido de una gravísima crisis del sistema, de una crisis de la política que comenzó a manifestarse en 1978 y a acentuarse tras las elecciones de marzo de 1979. Entonces empezó a romperse el señuelo del consenso y la concordia, para iniciarse una confrontación política de cerco, acoso y derribo al presidente Suárez, con quien el monarca había roto el periodo de identidad y sinergias que los había mantenido muy unidos a lo largo de varios años. Hasta el punto de pedir a quienes recibía en Zarzuela: “¡Ayudadme a librarme de Suárez!
En su periodo de gestación se buscó un acuerdo para aplicar una ‘medida extraordinaria’. A lo largo de 1978 y 1979 un grupo de relevantes personalidades; financieros, políticos, empresarios, de la Conferencia Episcopal y miembros del recién creado servicio de inteligencia CESID, se reunieron en la sede de la Agencia EFE, presidida por el periodista y académico Luis María Anson, y en otros lugares, para analizar de forma muy crítica el proceso inicial de la Transición y su negativa deriva política. Esto fue una parte de la verdadera trama civil de la operación, a la que se incorporaría posteriormente el Partido Socialista, Alianza Popular-Convergencia Democrática y algunos de los principales ‘barones’ de la UCD. El presidente de la Generalidad, Josep Tarradellas, afirmó en junio del 79 que “España necesita un golpe de timón”. Dictum que serviría de aglutinador entre la nomenclatura del sistema.
La medida extraordinaria quedó pergeñada en unos folios redactados por agentes del CESID, a la que dieron el nombre de ‘Operación De Gaulle’. Una solución paralela a cómo llegó el general Charles De Gaulle a la jefatura del gobierno francés en 1958. Francia se debatía ante un riesgo de guerra civil a consecuencia de Argelia. Para evitarla los máximos responsables del ejército conminaron al presidente de la República a que o la Asamblea elegía a De Gaulle jefe del gobierno o darían un golpe de Estado. Y votaron a De Gaulle. En aquella ocasión solo fue necesaria la amenaza de la fuerza. Pero el paralelismo con la situación de España de 1980 era muy diferente. Había una crisis del sistema, los partidos políticos estaban en abierta confrontación, alarmante paro y mala situación económica, y un terrible terrorismo, principalmente de ETA. Pero no existía polarización social y, lo más importante, no eran las fuerzas armadas las que amenazaban con actuar, aunque estuvieran en un permanente ‘estado de cabreo’, sino fuerzas políticas y civiles quienes la impulsaban.
En la primavera de 1980 se ‘desempolvo’ la Operación De Gaulle, que se expuso al rey en diversas ocasiones con la respuesta del monarca: “¡A mí dádmelo hecho!”. Tras su consentimiento y a diferencia con Francia, la operación se diseñó por el CESID en dos fases; la primera, con una pequeña exhibición de fuerza y la violación de la legalidad constitucional con el hecho sonoro del asalto y secuestro de los diputados y gobierno en pleno; y la segunda, con su reconducción y retorno a la legalidad democrática con la designación de un jefe de gobierno previamente consensuado. Ambas fases, estancas, no se reconocerían entre sí en momento alguno. Para la primera fase, la puesta en marcha del SAM (Supuesto Anticonstitucional Máximo), el CESID ‘recluto’ al teniente coronel Tejero, cuyo perfil crítico con la situación y sus dotes de mando y personalidad se juzgó adecuado. Tejero aceptó la jefatura y órdenes de los generales Armada y Milans, pese a no ser sus jefes directos. Y para la segunda fase, la trama civil escogió al general Alfonso Armada Comyn, una figura de consenso político-institucional, monárquico por encima de todo y leal al rey, que fue bendecido por el Partido Socialista en una reunión en Lérida, sin cuyo concurso jamás se hubiera puesto en marcha la operación.
A Tejero le facilitaron la toma del Congreso diversas unidades operativas del servicio de inteligencia. La operación se ejecutó con éxito como un clásico golpe de mano, salvo el penoso incidente con el vicepresidente del Gobierno, general Gutiérrez Mellado, y las ráfagas de ametralladora en el interior del hemiciclo. Hecho, que en modo alguno “estaba previsto”, como comentaron en Zarzuela los ayudantes del rey. Ello, no obstante, no impidió que la operación siguiera adelante al conocer el rey que no había habido heridos, algo sobre lo que insistió el general Armada a Tejero 72 horas antes. La llegada al Congreso del general Armada enviado por Zarzuela, luego de unas horas de compás de espera y de ‘maquillaje’ con conversaciones con las Capitanías Generales, debería haber cerrado la operación con su entrada en el hemiciclo y la votación de los diputados designándole presidente de un gobierno de concentración en el que figuraba Felipe González como vicepresidente, varios socialistas, Fraga, miembros de UCD, de Alianza Popular, otros ajenos a la política y dos destacados miembros del Partido Comunista.
Dicho gobierno de concentración hubiera sido el primero en la historia de España, que durante año y medio habría llevado a cabo una reforma profunda de la Constitución, reafirmando el concepto de nación indisoluble, lo que los separatismos vasco y catalán y las comunidades autónomas estaban poniendo ya en grave riesgo, pero la intransigencia de Tejero a aceptarlo y pedir, en un acto de rebelión, un gobierno militar hizo que la operación fracasara. El 23-F no se llevó a cabo para que se resolviera con un gobierno militar. Fue entonces el momento del rey Juan Carlos, quien hasta entonces “había estado a verlas venir”, el que dio orden para que se diera su mensaje por televisión, que en modo alguno iba contra el general Armada, y cortocircuitó a Tejero al hablar por vez primera con el general Milans para que anulara su bando y regresaran a los cuarteles las unidades tácticas que habían salido a las calles de Valencia. Lo que éste aceptó sin reservas. El resto hasta la salida del Gobierno y diputados del Congreso y la detención del teniente coronel Tejero fueron horas basura.
Pese a su fracaso, el 23-F marcó un periodo de ‘golpe de Estado psicológico’ que duró 22 años, hasta la llegada al poder de Rodríguez Zapatero, un juicio militar con muchas irregularidades procesales que se cerró en falso, el acuerdo y pacto tácito de los líderes políticos cerrando filas en torno al rey porque “había salvado la democracia”, y la frase del rey a Sabino la tarde del día siguiente, antes de recibir a los líderes políticos: “¡Y mira que si te has equivocado!”. Una frase para los mármoles.