–Debe usted escoger entre ser el Bolívar de Cataluña o el Bismarck de España, pero es imposible que quiera ser las dos cosas al mismo tiempo.
La certera estocada de Alcalá-Zamora entró hasta el fondo. Y Cambó, uno de los políticos más inteligentes de la España del siglo XX, la encajó con caballerosidad, lo que demostraría cuando algunos años después, al redactar sus memorias, confesara sin rubor que el que llegaría a ser presidente de la Segunda República “expresó una gran verdad”.
Desde la irrupción de la Lliga Regionalista como consecuencia de 1898, su estrategia se había basado en el doble frente: en Barcelona, Enric Prat de la Riba al mando de la Mancomunidad catalana, primer ensayo autonómico; y en Madrid, Francesc Cambó como mediador con los gobiernos españoles e incluso ministro en dos ocasiones. Pero el doble frente también fue ideológico, pues la Lliga osciló hábilmente entre la amenaza separatista y la ambición de gobernar España según el ejemplo de la próspera Cataluña. Por eso Bolívar y Bismarck eran difíciles de conciliar en la misma persona.
Cuando Alcalá-Zamora lanzó su dardo, terminaba 1918, año en el que habían rodado cuatro testas imperiales. Ante tan negros presagios, el rey pretendió calmar la Cataluña agitada por el anarquismo mediante un régimen autonómico que se ganara a la potente burguesía para la causa nacional y monárquica. Así que le encargó a Cambó que pusiera manos a la obra. Ante las expectativas abiertas en Europa por los catorce puntos de Wilson, Cambó creyó llegado el momento en el que sus reivindicaciones tendrían que ser escuchadas en Madrid. Pero ante la oposición de los demás partidos, el crecimiento de la derecha antiautonomista en Cataluña y, sobre todo, la amenaza de un estallido revolucionario por la huelga de La Canadiense –abastecedora de la electricidad, el gas y el agua de Barcelona–, Cambó frenó la cuestión autonómica y se centró en el más acuciante problema social, sobrevolado por el fantasma de la revolución rusa. La Lliga proclamó su apoyo al gobierno, dirigió el recién creado Somatén y Cambó cogió el fusil para dar ejemplo patrullando las calles de Barcelona. El conservador Cambó había vencido –¡y no sería ni la última vez ni la más sonada!– al autonomista Cambó.
Lo mismo sucedería tres años más tarde, cuando rogó al gobierno que sofocara el terrorismo anarquista que ensangrentaba Barcelona. El envío del resolutivo general Martínez Anido colmó de satisfacción a unos industriales que se enfadarían mucho cuando un año más tarde el gobierno le destituyó por extralimitarse en sus funciones. Y también fue Cambó, de nuevo al frente de la burguesía catalana, uno de los principales aplaudidores del golpe de Estado de Primo de Rivera, aunque no tardara en arrepentirse por las medidas represoras del uso público de la lengua catalana que tomó el Directorio militar.
Pero lo gordo no llegaría hasta 1936, cuando los revolucionarios llamaron de nuevo a sus puertas, esta vez dispuestos a todo. Ya lo había advertido en 1931 a algunos que, como Ortega y Gasset, le invitaron a sumarse a la demolición de la monarquía y la instauración de la república: “Si a España llega la república, serán las izquierdas sociales las que la dominen y, probablemente, las que la deshagan”, fue su respuesta.
El 18 de julio pilló a Cambó veraneando a bordo de su yate en el Adriático. Bolívar se apresuró a soplarle en el oído, así que escribió a su correligionario Joan Ventosa que era conveniente que el gobierno frentepopulista se mantuviera en el poder para consolidar los estatutos de autonomía en toda España. Pero aquel día también se desató la caza del liguista al igual que la de los demás derechistas. Cientos de liguistas murieron asesinados –junto con 2.500 eclesiásticos– y muchos miles más consiguieron ponerse a salvo en Francia e Italia. Dada la situación, aunque consciente de que entre los alzados no habría de encontrar mucha simpatía hacia el catalanismo por muy conservador que fuera –lo que lamentaría con creciente amargura durante la guerra y en años posteriores–, Cambó maniobró con contundencia: puso su fortuna a disposición de Franco, movilizó a la Lliga en su apoyo y patrocinó un sinfín de acciones en el extranjero, como Ràdio Veritat, la emisora franquista en lengua catalana instalada en la Génova fascista, y la Oficina de Propaganda y Prensa de París, también llamada Oficina Catalana de París, dedicada a organizar la propaganda exterior de los sublevados.
En una carta dirigida a su estrecho colaborador Joan Estelrich, Cambó le explicó que la personalidad colectiva catalana estaba más amenazada por el bando republicano que por el nacional, idea que repitiría a menudo:
“Tiene que haber vencedores y vencidos, y todos debemos desear que venzan los militares a pesar de las molestias que nos puedan causar, pues con ellos, quizá contra su voluntad, se salvará Cataluña y se nos ofrecerán mil ocasiones para ir restaurando los estragos de este periodo de demagogia roja. Si triunfase ésta, se consolidaría la vergüenza que ya pasamos hoy al ver que una Cataluña autónoma, con pretensiones de semiindependencia, significa la imposición de los murcianos y la proscripción de la lengua catalana”.
Cambó encargó a sus colaboradores recoger información sobre los crímenes antirreligiosos para desvelar ante el mundo la propaganda de un gobierno republicano que se decía defensor de la democracia y la libertad. Estelrich escribió con ese material La persecución religiosa en España, traducido a varias lenguas, y también fue el encargado de dirigir la revista franco-española Occident. En ella escribió Cambó en octubre de 1937:
“Enemigos convencidos de todas las formas de revolución destructora, y sobre todo de la más reciente y diabólica: el bolchevismo tártaro; partidarios de los eternos Renacimientos contra el fuego cruzado de la decadencia y la anarquía, afirmamos los derechos de la nación, del principio nacional como garantía de solidaridad social y de continuidad histórica (…) España posee hoy, conduciendo el destino de la nación, un hombre, el general Franco, que restituye a su patria su sentido histórico, su ideal nacional y todo el contenido de su propia y auténtica tradición”.
Escribió textos de gran importancia propagandística, como dos largos artículos para el londinense Daily Telegraph (28 y 29 de diciembre de 1936) en los que resumió la guerra recién estallada como una lucha entre la civilización y la barbarie comunista. En el primero de ellos explicó que ni el gobierno republicano era legítimo y nacido del sufragio, ni los alzados eran unos militares deseosos de dominio y privilegios:
“Ni es cierto que el Frente Popular haya alcanzado el poder a base de una formidable corriente de opinión que le diera un rotundo triunfo electoral, ni es exacto que la España donde aún domina esté regida por un gobierno constitucional y parlamentario, sino que lo está por la más bárbara y feroz dictadura de clase (…) El programa del Frente Popular fue de una violencia inaudita: dejando de lado lo que pueda haber de constructivo en el socialismo y aun en el comunismo, se consagraba a excitar los malos instintos de la plebe, a fomentar todos los rencores y a prometer las más absurdas realizaciones sociales basadas siempre en la destrucción y en el aniquilamiento de sus adversarios”.
A continuación, describió las maniobras de los partidos izquierdistas para alterar el resultado de unas elecciones, las de febrero de 1936, que habían perdido: desmanes de las turbas, pasividad de la fuerza pública, autoridades escondidas para no contrariar a las masas, falsificación de escrutinios, anulación de elecciones en algunas provincias en las que había perdido el Frente Popular, clima de anarquía y levantamiento, etc:
“¿Acaso el gobierno del Frente Popular logró, o lo intentó siquiera, borrar el turbio origen de su ascensión al poder y ganarse la confianza o al menos el respeto de los ciudadanos españoles? ¡Todo lo contrario! (…) Y así, contra la Constitución, fue otorgada una amnistía general que sólo puede otorgarse por ley, y se ordenó a los patronos a readmitir a los obreros despedidos, aunque lo hubieran sido por causa legítima, aunque lo hubieran decidido los tribunales, aunque lo hubiese impuesto el gobierno. Se impuso el desorden. Con la aplicación de ambos decretos se destruyó toda disciplina en el trabajo y se produjeron infinidad de casos monstruosos. Me limitaré a citar uno solo: un obrero que pocos meses antes había asesinado a un patrono, debía ser readmitido por los hijos de la víctima en el mismo puesto de trabajo. Y como premio, debían abonarle los salarios desde el día en que cometió el crimen. Estas primeras claudicaciones del poder público significaron una considerable agravación en el proceso de descomposición social en el que vivía España desde el 17 de febrero. Los agitadores averiguaron que ante su voluntad cedía el gobierno, se torcía la ley y se burlaba la Constitución. Las masas extremistas se apercibieron de que sus directores estaban dispuestos a sostener y amparar todas las violencias y todos los crímenes. Y así empezó la guerra civil española: con invasión de fincas, asesinatos de patronos, incendios de iglesias… y persecución de fascistas”.
En el segundo artículo londinense, titulado “España bajo la tiranía anarquista”, Cambó continuó describiendo la situación de España en los meses previos al 18 de julio:
“El proceso de descomposición interna de España se acentuó de día en día. El gobierno actuaba al dictado de comunistas, anarquistas y socialistas bolchevizantes. Los crímenes políticos y sociales estaban a la orden del día. Por las carreteras no se podía circular sin pagar tributo a unas bandas que, con el nombre de Socorro Rojo, desvalijaban a los transeúntes ante los agentes de la autoridad obligados a permanecer como meros espectadores de todos los delitos cometidos en nombre de una ideología revolucionaria. Bastaba una bandera roja o un puño en alto para poder robar, incendiar y asesinar impunemente”.
Prosiguió denunciando a Casares Quiroga por declarar en el Parlamento, ante las peticiones desesperadas de la oposición para que hiciese cumplir la ley, que el gobierno no se sentía juez en la lucha, sino beligerante; y por negarse a protestar por el asesinato de Calvo Sotelo y a castigar a los asesinos. Y concluyó prestando especial atención a lo que sucedía en Cataluña, donde “el terror rojo” perseguía por igual a los de derechas que a los de “izquierdas burguesas” y había establecido tribunales populares que no aplicaban las normas legales, sino “los dictados de su conciencia revolucionaria”:
“Las iglesias han sido quemadas; la mayoría de las viviendas, saquedas y expoliadas; todas las propiedades, tanto de españoles como de extranjeros, han sido incautadas; se han violado las cajas de los bancos y los comités anarquistas disponen a su antojo de sus bienes y de los depósitos particulares. Todos los periódicos han sido incautados, no por el Gobierno, sino por miembros de las distintas organizaciones revolucionarias y, a costa de sus antiguos propietarios, si tienen bienes en España, defienden la política de los incautadores. Sólo en la Hungría de Bela Kun puede encontrarse algo semejante al régimen que impera en Cataluña. Y el régimen de Cataluña es el que impera en todas las provincias gobernadas por el Frente Popular, el régimen que imperaría en toda España si no se hubiera producido el alzamiento militar (…) Yo les invito a que piensen cuál sería su actitud en su país si un gobierno llegase a someterse a las órdenes de comités anarquistas y comunistas, que se le impusieran, y que las aceptara, toda suerte de claudicaciones: gobernar contra la Constitución; infringir las leyes; prostituir la Justicia; amparar el crimen impidiendo que la fuerza pública se oponga a los robos, incendios y asesinatos que se cometen ante su presencia y separando de sus cargos a los que no muestren su satisfacción por cooperar en esta obra de descomposición nacional; organizar, valiéndose de los agentes de orden público, vestidos de uniforme, el asesinato de los adversarios políticos; preparar la destrucción del ejército para que no pueda impedir que la más espantosa anarquía se apodere del país. Ya sé que me dirán que esto no es posible. Y yo les digo que esto es lo que ha pasado en España y que no habrá un representante diplomático o consular que pueda negar mis afirmaciones. Y cuando tengan que aceptar la realidad de aquellos hechos, tendrán que admitir que se había producido en España aquella situación en que la insurrección contra el poder público no sólo era un derecho, sino un deber de patriotismo y ciudadanía”.
En un tercer artículo (“La cruzada española”), esta vez para el bonaerense La Nación, sostuvo que la guerra entablada en suelo español tenía un valor universal por tratarse de un enfrentamiento mortal contra el comunismo que debía interesar a todas las naciones del mundo: “La victoria de la España nacional es exactamente lo contrario de la victoria del bolcheviquismo en 1917”.
También encabezó el manifiesto que secundaron multitud de personalidades catalanas de la política, la empresa y la cultura (Dalí, d’Ors, Mompou, Pla, Calvet, Riquer, etc.) para proclamar su apoyo a Franco y pedir a los jóvenes catalanes que empuñaran las armas contra el gobierno republicano y contra Companys:
“Los que suscribimos esta declaración somos hombres de diferentes ideologías y procedencias. Somos catalanes, y con esta sola característica común, unimos nuestras firmas para protestar contra la actuación y el lenguaje de los hombres que hoy detentan el gobierno de la Generalidad y que pretenden identificar los sentimientos y la voluntad de Cataluña con la tiranía de los anarquistas y marxistas que han asesinado y asesinan con refinamiento de la más bárbara crueldad; que han destruido tesoros de arte que nos habían legado las generaciones pasadas como patrimonio espiritual de nuestra tierra; que arruinan nuestra economía con groseras experiencias en todas partes desacreditadas, y deshonran a nuestro pueblo con locuras y crímenes sin precedentes en la historia. Como catalanes, afirmamos que nuestra tierra quiere seguir unida a los otros pueblos de España por el amor fraternal y por el sentimiento de la comunidad de destino, que nos obliga a todos a contribuir con el máximo sacrificio a la obra común de liberación de la tiranía roja y de reparación de la grandeza futura de España. Como catalanes, saludamos a nuestros hermanos que, a millares, venciendo los obstáculos que opone la situación de Cataluña, luchan en las filas del ejército libertador y exhortando a todos los catalanes a que, tan pronto como materialmente les sea posible se unan a ellos ofrendando sus vidas para el triunfo de la causa de la civilización en lucha contra la barbarie anarquista y comunista. El caso de Cataluña no es distinto del de Madrid, Valencia, Málaga y otras ciudades y regiones de España, oprimidas todas por un poder despótico del que desean fervientemente verse liberadas. Son en gran mayoría los catalanes que por estar sometidos a una opresión que no tienen aún hoy medio de sacudir, no pueden expresar su indignada protesta. Nosotros que podemos hacerlo, seguros de expresar sus sentimientos, queremos hacerla llegar a todos nuestros hermanos de España”.
Bismarck había vencido de nuevo, y esta vez de forma definitiva, a Bolívar.