Las únicas bajas marroquíes que estuvo a punto de causar el Ejército español en la invasión del Sáhara pudieron haber sido no en el campo de batalla, sino mediante bombas escondidas en el parador de El Aaiún.
Los Acuerdos de Madrid, pactados a mediados de noviembre de 1975 entre representantes de los Gobiernos español, marroquí y mauritano, establecían una administración de los tres Estados en el Sáhara durante unos meses, período tras el cual España dejaría el territorio a los ocupantes. La inteligencia del Gobierno de Madrid hizo que conviviesen con los ocupantes los mismos militares que se habían preparado para combatirlos y habían sufrido ataques de bandas de marroquíes infiltradas a través de la frontera.
El Gobierno presidido por Carlos Arias Navarro, un supuesto ‘duro’, formado en la represión de la posguerra y la policía, se desentendía de su deber de permitir el referéndum de autodeterminación. Para Juan Miguel Ortí Bordás, Arias “iba de la reflexión a los prontos”; y Luis Carrero Blanco le dijo a Gonzalo Fernández de la Mora que “parece muy enérgico pero no es hombre de criterio”.
Los ocupantes marroquíes
El 23 de noviembre, al capitán Vicente Bravo se le ordenó marchar con varios de sus legionarios hasta el puesto de Tah, fronterizo con Marruecos, para guiar a El Aaiún a las nuevas autoridades marroquíes. Éstas formaban una larga caravana.
El coronel José Ramón Diego Aguirre da los nombres de los principales: el gobernador adjunto Ahmed Bensuda; el secretario de Estado de Interior Driss Basri; el presidente de la Yemáa y traidor que se pasó a Marruecos Jatri uld Said uld Yumani; y el coronel Dlimi, nombrado jefe de las Fuerzas Armadas Reales en el Sáhara. Les acompañaban 200 funcionarios, más decenas de policías y un grupo de periodistas, repartidos en 60 vehículos.
Que la conquista del Sáhara era capital para la monarquía aluita se comprueba con el destino posterior de tres de ellos. Ahmed Bensuda fue uno de los consejeros reales más cercanos a Hassán II hasta el punto de ejercer tareas de embajador personal.
El policía Driss Basri acababa de ser ascendido en 1974 por Hassán II a secretario de Estado de Interior. Aplicó a los saharauis los métodos de represión que ya conocían miles de marroquíes. Lo hizo tan a gusto de su rey que en 1979 ascendió a ministro de Interior y se convirtió en el valido real hasta que Mohamed VI les destituyó en 1999. Entonces Basri se marchó a París. Murió en 2007, pero antes reveló secretos de palacio, como el apoyo marroquí a los terroristas islámicos en Argelia.
El general Ahmed Dlimi se convirtió en el sustituto del general Mohamed Ufkir, el general palaciego de Hassán y de su padre Mohamed V, hasta que encabezó un golpe de Estado contra el rey en agosto de 1972, y cometió, según la versión oficial, un suicido de fidelidad, avergonzado por no haber evitado la revuelta. Dlimi dirigió la ocupación del Sáhara y la construcción de los muros que aislaban la zona controlada por Marruecos de la dominada por los saharauis. Se le llegó a calificar de segundo hombre más poderosos del reino.
En enero de 1983 murió en un accidente de coche en Marraquech. El Ministerio de Información de la RASD aseguró que su muerte fue “un asesinato, destinado a decapitar a las fuerzas armadas marroquíes para impedir que se conviertan en una alternativa de poder frente a la monarquía”.
Un periodista lo revela
Los jefes de la misión marroquí escogieron como residencia el Parador Nacional de El Aaiún, inaugurado en 1968, y, por tanto, moderno, cómodo y separado de la ciudad. Hoy sigue existiendo como Hotel Parador.
En ese edificio estuvo a punto de cometerse un atentado que podría haber desencadenado la guerra que temía Madrid.
Según diversos testimonios y crónicas periodísticas, los militares destrozaron locales y mobiliarios y hasta llenaron con orina botellas de whisky que esperaban los marroquíes bebieran. Algunos de ellos, sin embargo, estuvieron a punto de pasar de las rabietas a los hechos.
A finales de noviembre o ya en diciembre, en todo caso fallecido Franco, se descubrió un complot para volar el parador con los virreyes de Hassán dentro. Según el coronel Diego Aguirre, presente en el Sáhara en 1975, se trataba de
“cargas explosivas adosadas a bombonas de butano, así como granadas de mortero en una de las habitaciones, preparado todo para un atentado contra el cuartel general de Bensuda, Basri y sus colaboradores. La grave amenaza es obra de militares españoles.”
El medio por el que las autoridades españolas se enteraron del atentado fue un periodista del diario Informaciones, Ángel Luis de la Calle. Tal como éste contó en un reportaje publicado en El País en 2001, un comandante artillero, Ricardo Ramos, le había pedido varias veces que le dejara su cuarto, pero no para encuentros amorosos, como él sospechaba, sino para “examinar, desde dentro, el escenario de la acción”.
Más tarde, Ramos y el sargento artificiero Fabregat le comunicaron a De la Calle que habían elegido su habitación, en la primera planta,
“para situar una de las cargas explosivas, cuyo efecto sería completado con otras que colocarían en la batería de bombonas de butano ubicadas en un patio del Parador, lindante con las cocinas.”
Ramos le encargó que avisase al director del parador para que se evitaran daños a españoles y saharauis. Esa confianza fue un error: De la Calle viajó a Madrid para contarle el plan a su director, Jesús de la Serna. Y éste comunicó lo que sabía a las autoridades.
“La mecha está encendida”
A las siete de la mañana del día convencido, estaba todo preparado: el instituto de enseñanza y las viviendas de los alrededores estaban vacías y sólo faltaba evacuar a siete camareras españolas para que los conjurados encendieran la mecha. Entonces se presentó una patrulla de la Policía Militar al mando de otro comandante, Fernando Labajos, que les dijo a Ramos y Fabregat que las españolas no saldrían a hasta que desactivasen el mecanismo. Ramos replicó que la mecha ya estaba encendida, lo que no era cierto.
Al final, los conspiradores cedieron y desactivaron las bombas. Los dos militares cumplieron un arresto de sólo unos días de duración, cuando, por la gravedad del delito frustrado, que podía haber desencadenado una guerra, les podían haber fusilado.
El oficial enviado a frustrar el atentado había sido abroncado semanas antes por el general Gómez de Salazar, gobernador general del Sáhara, cuando decidió acudir en socorro de la pequeña guarnición de doce soldados nativos del puesto de Tah atacada por los marroquíes. No había que molestar a Hassán, aunque ello supusiera condenar a muerte a saharauis que vestían el uniforme español.
Gómez de Salazar siguió cumpliendo con entusiasmo las órdenes de Madrid, incluso las de mentir a los españoles. “Que quede claro que no considero que haya habido capitulación alguna de España ante Marruecos” (ABC, 13-1-1976). Él sí recibió su recompensa. El Gobierno Arias le ascendió en mayo de 1976 a teniente general y en enero de 1977 le nombró capitán general de la I Región Militar, con capital en Madrid.
Como contraste, a uno de los empleados del parador de El Aaiún que prefirió marchar a España y trabajar en la red de paradores de Canarias se le negó la nacionalidad española y hasta se le regateó una pensión de jubilación.