Los últimos meses de la presidencia de Niceto Alcalá-Zamora no se vieron agitados solamente por su irregular destitución, ya que dos acontecimientos mucho más graves iban a descoyuntar el régimen hasta su derrumbe final.
El primero fue el fraudulento triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Tras la última crisis de gobierno de la coalición radicalcedista, el presidente y su amigo Portela Valladares calcularon que unas nuevas elecciones provocarían un crecimiento notable de los partidos centristas, acercándose al centenar de escaños y moderando la creciente crispación política. Pero se llevaron la sorpresa de que el centro siguió siendo irrelevante y que las listas más votadas fueron las frentepopulistas. O así lo pareció en un primer momento… Porque tanto en su diario como sobre todo en sus posteriores memorias, ya con más información, Alcalá-Zamora denunció el pucherazo con el que las izquierdas dieron la vuelta al resultado de las elecciones. Aunque en un principio dio por buena una estrecha ventaja de las candidaturas izquierdistas sobre las derechistas, no tardó en darse cuenta de las incontables irregularidades:
“[La hueste parlamentaria del Frente Popular] llegó a esa mayoría absoluta, y aun a la aplastante, en las etapas del sobreparto electoral, todas de ilicitud y violencia manifiestas (…) La fuga de los gobernadores y su reemplazo tumultuario por irresponsables y aun anónimos permitió que la documentación electoral quedase en poder de subalternos, carteros, peones camineros o sencillamente de audaces asaltantes, y con ello todo fue posible (…) Ya las elecciones de segunda vuelta, aunque afectaran a muy pocos puestos, fueron resultado de coacciones y pasó lo que el gobierno quiso. ¿Cuántas actas falsificaron? (…) El cálculo más generalizado de las alteraciones postelectorales las refiere a ochenta”.
Los culpables del inmenso pucherazo fueron los partidos izquierdistas y el PNV, que falsificaron los resultados en la comisión de actas del Congreso:
“En la historia parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay memoria de nada comparable a la comisión de actas de 1936. Aprobó todos los atropellos que le convenían, anuló las actas de los enemigos más odiados y proclamó por sistema a sus favoritos vencidos, con arbitrariedad tal que para abrirles paso expulsaba no al último de los vencedores, cual hubiera sido lógico, y sí a aquel de los anteriores a quien juzgaba más antipático o más débil para estorbar el atropello (…) Llegó un momento en que se disponían a anular las proclamaciones de Gil Robles y de Calvo Sotelo. Entonces yo, aun tan injuriado por los dos, recordé al gobierno que expulsar a los dos jefes de la oposición equivaldría a suprimir el régimen parlamentario. El argumento detuvo el golpe”.
En un artículo publicado en el Journal de Genéve el 17 de enero de 1937, explicó a los lectores suizos una ley electoral española que consideraba “defectuosa, injusta y absurda” pues había permitido, por ejemplo, que en circunscripciones donde el Frente Popular había recibido 30.000 votos menos que las derechas, había conseguido, sin embargo, diez diputados de cada trece. Pero lo decisivo fue el fraude:
“[El Frente Popular] resultó la minoría más importante; pero la mayoría absoluta se les escapaba. Sin embargo, logró conquistarla, consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y conciencia. Desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados (…) desencadenó en la calle la ofensiva del desorden; reclamó el poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales; en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Segunda etapa: conquistada la mayoría de este modo, le fue fácil hacerla aplastante. Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de Validez de las actas, que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria, se trataba de le ejecución de un plan deliberado y de gran envergadura”.
Tras el pucherazo, se desató el caos revolucionario hasta extremos hoy difíciles de concebir. La ley desapareció, los agentes policiales y las autoridades gubernativas, lejos de prender a los delincuentes, los apoyaban en sus agresiones contra los ciudadanos pacíficos. Los partidos y sindicatos izquierdistas desataron la persecución de las derechas: personas, asociaciones, periódicos, sedes de partidos y hasta cafeterías, bibliotecas, clubes, teatros u otros lugares de ocio acusados de burgueses. Y por supuesto, el Ejército y la Iglesia.
Para defender el orden público el Gobierno decretó la suspensión de garantías constitucionales, pero en realidad dejó hacer, para desesperación del presidente:
“El Gobierno no gobernaba. El desorden era dueño de campos y ciudades, allí realizando robos y usurpaciones, aquí saqueos, incendios e incautaciones, sin detenerse ni en Madrid mismo y sin que nadie intentara evitarlo”.
A punto de ser destituido, quedó aislado en palacio, con el teléfono pinchado y desinformado de lo que sucedía, como lamentó en numerosas entradas de su diario:
“Las noticias que en España se ocultan, a mí más que a nadie, pero que los tachones de la censura facilitan conocer tardíamente, y que la prensa y la radio del extranjero divulgan y anticipan, son muy desoladoras acerca del orden público. Aunque el Consejo de ayer fue todo él dedicado a la política exterior, incidentalmente aludí yo al orden público, y como extrañándose, dijeron “no hay nada de particular”. Sin embargo por aquellos medios he sabido que la jornada del domingo y su continuación de ayer lunes fue desastrosa en incendios y homicidios, especialmente en Cádiz y Escalona, y con menos intensidad en las provincias de Badajoz, Palencia, Segovia, Logroño, Vizcaya, Oviedo, Granada y Huesca… que sepamos”.
Pero las noticias que el Gobierno le ocultaba acababan llegándole por personas que le visitaban, por emisoras de radio extranjeras y por los pocos periódicos, sobre todo provinciales, que podían escapar de la censura, calificada por él como “la más rígida que España había conocido (…) tan intransigente, tan susceptible, que no permitía el menor ataque contra un acto o contra una palabra de los gobernantes”. Aunque hasta para esto hubo una excepción, así relatada en su diario:
“El tercer uso inaudito [de la suspensión de garantías] fue exceptuar del régimen de previa censura a un periódico, El Liberal de Bilbao, del que ya era propietario Indalecio Prieto, con el consiguiente privilegio editorial, anejo al monopolio político, que le llevó a extender su radio de reparto a regiones donde antes no penetraba, haciendo competencia insólita e insostenible al resto de la prensa. La protesta de los periódicos así perjudicados fue desoída y ahogada”.
La prensa derechista no fue solamente censurada, sino eliminada materialmente. Por ejemplo, los talleres de La Nación, órgano primorriverista, fueron saqueados e incendiados, paso previo al asesinato de la mayoría de sus operarios cuatro meses más tarde.
Los desmanes se contaron por miles, muchos anotados por Alcalá-Zamora directamente en su diario y posteriormente en sus memorias. Éstas son sus palabras textuales: manifestaciones delante del palacio presidencial, amenazando con “entrar con gritos, puños, cantos y demás liturgia moscovita”; incendios de casas y fábricas de enemigos políticos; asesinatos de guardias con empleo de sus mismas armas; despojo, profanación e incendio de iglesias y conventos, a veces llevados a efecto por los propios alcaldes; liberación de presos comunes; en Valencia, destitución tumultuosa del rector y casi todos los decanos; asalto al sanatorio de leprosos de Alicante, con la dispersión de aquellos desventurados; incendio de la cárcel de Bilbao; evasión de los presos de la cárcel de Gijón con la evidente colaboración de los guardianes; destitución a tiros y puñaladas de alcaldes derechistas; robos generalizados de cosechas en Andalucía; ocupaciones de casas y expulsión de sus propietarios; pánico que paraliza iniciativas, ahuyenta capitales y hace emigrar a la gente de pueblos a ciudades grandes; incautación de fábricas y talleres; ocupación de las minas de Almadén previa expulsión de directivos e ingenieros; terror y abandono durante la noche de sus moradas por muchos habitantes de Madrid, inquilinos de viviendas próximas a templos o conventos; número considerable de heridos en las clínicas; registro de domicilios y todo tipo de violencias a las personas de derechas; prohibición del culto religioso por varios ayuntamientos; asesinatos de dirigentes derechistas, como el exministro Alfredo Martínez; linchamientos de militares, guardias civiles y personas que salieran de iglesias; incendios, bombas (“el hecho de cada día y casi de cada hora”), altercados, asesinatos y tiroteos por toda España…
“Las cosas más enormes las refieren los testigos autorizados y veraces. Hay en los pueblos personas sobre quienes se cumplió la amenaza de arrancarles una oreja. Hay casos en que, al huir de un pueblo para librarse de una agresión y dirigirse a otro los amenazados, llega antes que ellos por teléfono la orden de recibirlos moliéndolos a palos”.
Especialmente significativa, como manifestación del fin del imperio de la ley, fue la complicidad de numerosos alcaldes y gobernadores con los delincuentes, dando órdenes a los agentes policiales de no intervenir e incluso auxiliando a aquéllos:
“He sabido de buen origen que varios de los gobernadores, algunos de ellos manifiestos forajidos, anunciaron al tomar posesión, y además casi todos lo practican, que a ellos les tenían sin cuidado las leyes cuando éstas se opusieran al interés o voluntad de los partidos que forman la mayoría (…) En Granada, el juez de instrucción pidió auxilio al capitán de la Guardia Civil para contener el incendio del juzgado, edificio de arte plateresco, y que, con arte o sin él, era el juzgado. El gobernador ha reprendido al capitán por prestar el auxilio y ha pedido que se le imponga un mes de arresto”.
El caos le alcanzó en persona, pues el hecho de que fuese el presidente de la República no le eximió del pago del “dinero por las buenas” que, como bandoleros surgidos de siglos pasados, exigían grupos de “gentes mal encaradas” por las carreteras de Andalucía, y con la aprobación expresa del gobernador. Además, sus tierras jienenses fueron saqueadas, y sus familiares, perseguidos por “las turbas, amparadas por la autoridad tumultuaria”. A estos hechos dedicó varias páginas de sus escritos:
“A raíz de la victoria electoral de las izquierdas, pocas horas después de conocerse, empezó la invasión y robo de nuestras fincas (…) Ni siquiera ha ido [el gobernador], y sí un delegado suyo, con camiones y fuerzas de asalto, quien llegando al pueblo, y sin duda para restablecer el orden, se llevó presos… ¡a treinta y siete personas de las más respetables de mi familia y amigos, con el párroco y los coadjutores a la cabeza, que no habían podido huir, y dejó tranquilos y dueños del pueblo a los alborotadores! (…) La de cal aquel día fue enviar un camión con guardias de asalto que dejaron a los revoltosos dueños de la ciudad y se llevaron presos a todos mis parientes y a sus amigos (…) En aquella ocasión logré, ya que no evitar tamañas humillaciones, salvarles la vida, pues el plan ya anunciado era el incendio nocturno del ayuntamiento-cárcel para quemar vivos a todos los detenidos. De no ser ello vana amenaza dará idea que luego fueron asesinados en el verano del mismo año cuatro de aquellos parientes: dos en las proximidades ferroviarias de Madrid, cuando fusilaron a la expedición de presos de Jaén, los otros dos llevados vivos al cementerio de Alcaudete para matarlos allí a navajazos. Los primeros eran entre sí hermanos y los últimos, padre e hijo; en presencia de éstos se discutió previamente cuál moriría primero, y con súplica por ambos de la trágica prelación, resolvieron los asesinos que fuese el padre quien presenciara antes de morir el asesinato del hijo”.
Manuel Azaña escribió a su cuñado Rivas Cherif párrafos parecidos:
“Hoy nos han quemado: siete iglesias, seis casas, todos los centros políticos de derecha y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete y en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño; el viernes, Madrid, tres iglesias. El jueves y miércoles, Vallecas… Han apaleado en la calle Caballero de Gracia a un comandante vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales… lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno y he perdido la cuenta de las poblaciones en que se han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!”.
De Azaña lamentó Alcalá-Zamora su inclinación a agarrarse a cualquier excusa para culpar de la violencia izquierdista a las derechas: una señora imprudente que provocó a los manifestantes, un cura belicoso, los fascistas…
El desorden frentepopulista alarmó a los socialistas franceses, preocupados porque su imagen podría verse comprometida para las próximas elecciones por el ejemplo español. Hasta el ministro de Exteriores soviético, Litvinoff, aunque regocijado, recomendó moderación a sus camaradas españoles por el espectáculo que estaban dando ante todo el mundo.