Clara Campoamor, la republicana antisocialista
Su relato sobre la España de 1936 es la confesión de un desengaño. Avisó de que si triunfaba el bando republicano, la consecuencia sería la instalación en España del “comunismo bolchevique o el libertarismo anarquista”. En cualquier caso, “la dictadura del proletariado”.
La artífice de la igualdad de derecho de sufragio para hombres y mujeres nació en Madrid en 1888 en una familia humilde. Su padre, empleado de un periódico, fue un ferviente republicano que enseñó a su hija que los regalos navideños no se los traían los Reyes Magos, sino la República, que era más buena y más guapa.
Abogada y activa ateneísta, se distinguió por su incesante actividad a favor de la igualdad de derechos de las mujeres. Contraria a Primo de Rivera, en 1929 se afilió a la Acción Republicana de Manuel Azaña. Pero en 1931, deseosa de entrar en el Parlamento, se llevó la sorpresa de que en su partido se negaron a que encabezara ninguna lista, razón por la que lo abandonó y se afilió al Partido Radical de Alejandro Lerroux, con el que fue elegida diputada por Madrid. Dado que tanto Lerroux como otros compañeros de partido eran masones, decidió ingresar en la logia.
Partidaria del divorcio y de la derogación del delito de adulterio, ha pasado a la historia por ser la adalid del acceso de las mujeres españolas al voto en igualdad de condiciones con los hombres. Hasta entonces las mujeres solamente podían votar en las elecciones municipales, según estableció Primo de Rivera en 1924. En el anteproyecto de Constitución elaborado por la Asamblea Nacional Consultiva se estableció el sufragio universal para todos los españoles de ambos sexos, pero dicha Constitución no llegó a nacer debido a la caída de Primo de Rivera en enero de 1930.
En el debate parlamentario de 1931 participaron otras dos mujeres: Margarita Nelken por el PSOE y Victoria Kent por el Partido Radical Socialista. Pero no fueron ellas las únicas protagonistas. Por ejemplo, Roberto Novoa, de la Federación Republicana Gallega, se opuso al voto femenino por considerar que las mujeres están prisioneras de sus emociones y poco capacitadas para la reflexión, por lo que dejarlas votar implicaría la instauración en España de un nuevo matriarcado a las órdenes de la Iglesia Católica. Victoria Kent compartía ese temor por carecer las mujeres españolas en aquel momento de “fervor democrático y republicano”.
El resultado final de la votación fue de 161 votos a favor del voto femenino, 121 en contra y 188 abstenciones. A favor votaron buena parte de los socialistas, algunos republicanos minoritarios y las derechas. En contra, el propio partido de Campoamor, la Acción Republicana de Azaña, los radical-socialistas y el sector prietista del PSOE, Margarita Nelken incluida. Prieto proclamó indignado que se había dado una “puñalada trapera” a la República. Dos meses después, en diciembre de 1931, la izquierda intentó evitar el voto femenino por última vez. Aprovechando que los partidos de derechas habían abandonado la Cámara, se presentó una enmienda para retrasarlo, pero, tras una nueva intervención de Clara Campoamor, fue rechazada por el escaso margen de 131 votos en contra y 127 a favor. Irónico fue el hecho de que en las primeras elecciones generales en las que las mujeres pudieron votar, quien consiguiera tal derecho no saliera reelegida diputada. En 1935 dejó el partido de Lerroux por su descontento con la represión de la revolución asturiana y pidió su alta en la Izquierda Republicana de sus también hermanos masones Azaña y Casares Quiroga, pero fue rechazada.
Apartada de la política, el 18 de julio le sorprendió en Madrid, donde permaneció hasta que a finales de septiembre embarcó rumbo a Italia y Suiza:
“La anarquía que reinaba en la capital ante la impotencia del Gobierno y la absoluta falta de seguridad personal, incluso para los liberales –o quizá sobre todo para ellos–, me impusieron esa prudente medida”.
Durante la travesía, unos falangistas pensaron arrojarla por la borda como castigo por haber promovido la legalización del divorcio, como presumirían en un artículo publicado en El Pensamiento Navarro. Ya en Lausana, publicó La révolution espagnole vue par une républicaine para explicar a los lectores francófonos lo que estaba sucediendo en España. En 1938 se instaló en Argentina, en 1947 pasó algunos meses en Madrid y en 1950 intentó conseguir, con la mediación de Concha Espina, el permiso para quedarse en España. Pero debido a su fugaz pertenencia a la masonería –la abandonó a los dos años de ingresar–, la respuesta fue afirmativa en caso de que proporcionara nombres de sus hermanos de logia; pero en caso contrario habría de enfrentarse a doce años de cárcel. Regresó a Argentina y algunos años más tarde se instaló definitivamente en su casa de Lausana, donde fallecería en 1972 a los ochenta y cuatro años.
1936, el caos en el que naufragó el bando republicano
Su relato sobre la España de 1936 es la confesión de un desengaño. Ya el título señala la clave de la cuestión: revolución. Porque lo que España estaba sufriendo, según la muy republicana Clara Campoamor, era una revolución izquierdista que había provocado, como reacción de supervivencia, el alzamiento del 18 de julio.
Su primera acusación fue contra los violadores de la Constitución por haber destituido ilegalmente al presidente Alcalá-Zamora, con lo que “la mayoría parlamentaria hizo desaparecer las últimas huellas de respeto y consideración que la opinión pública había mantenido hacia la ley y las instituciones republicanas”. El principal responsable, junto con Azaña, fue el “secreto instigador de toda aquella maniobra”, Indalecio Prieto, “ese espíritu letal para la República” según Campoamor.
El caos había comenzado con el triunfo frentepopulista en febrero, momento que las masas izquierdistas interpretaron como punto de partida de la nueva sociedad regida por ellos. Campoamor fue testigo de cómo los obreros izquierdistas comían en hoteles y restaurantes sin pagar la cuenta y amenazando a los dueños que se atrevían a reclamársela; lo mismo sucedía en los comercios, cuando no los saqueaban a punta de pistola; las huelgas eran constantes y masivas, con la construcción paralizada y las reparaciones suspendidas. Como consecuencia, muchas casas carecían de agua y de ascensor, pues los huelguistas se encargaron de destrozarlos:
“¡La guinda de este encantador caos la constituían cinco o seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en construcción para hacerlos saltar por los aires! (…) Se ocuparon tierras, se propinaron palizas a los enemigos, se atacó a todos los adversarios, tildándolos de fascistas. Iglesias y edificios públicos eran incendiados, en la carreteras del Sur eran detenidos los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía de los ocupantes una contribución en beneficio del Socorro Rojo Internacional. Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que señoras católicas y sacerdotes hacían morir niños distribuyéndoles caramelos envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de caramelos en las calles”.
Ante un Gobierno incapaz de mantener el orden, Falange creció a gran velocidad, pues sobre todo los jóvenes, “descontentos con la molicie del partido del Sr. Gil Robles”, encontraron en el de José Antonio Primo de Rivera protección y respuesta frente al caos. La persecución a las derechas y la impunidad de las izquierdas culminó en la “odiosa ilegalización sin ninguna base legal” de Falange y, poco después, en la inoperancia ante el asesinato de Calvo Sotelo.
Tras el golpe militar, el Gobierno republicano dio otro golpe igualmente mortal para la República: la entrega de armas a las organizaciones políticas. En su fugaz intento de formar gobierno, Martínez Barrio intentó impedir la distribución de armas, pero los socialistas y los comunistas se opusieron enérgicamente:
“Dejándose arrastrar así por los socialistas, el gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía (…) Así, cupo al Sr. Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado”.
Campoamor concedió que la preocupación de los sublevados “no carecía de fundamento, y esa idea de adelantarse a la revolución comunista se hace más clara”. También les dio la razón en no considerar al bando gubernamental el representante “puro y auténtico de la democracia”. Subrayó que el del 18 de julio no había sido un pronunciamiento militar clásico, ya que al ejército se habían sumado civiles en masa. Y hasta en la simbología se evidenciaba que no se trataba simplemente de un choque entre defensores y enemigos de la República: algunos de los militares alzados eran republicanos (Cabanellas, Queipo), y otros la habían servido con lealtad cuando estuvo en peligro (Fanjul, Goded, Franco); y en todas las provincias alzadas siguió enarbolándose la bandera tricolor hasta el 15 de agosto, cuando la presión de los elementos monárquicos, tanto carlistas como alfonsinos, acabó decidiendo su sustitución por la vieja rojigualda. En el bando republicano, por el contrario, se apresuraron a retirar la tricolor y sustituirla, muy significativamente, por la bandera roja socialista o la rojinegra anarquista.
Un punto de la propaganda gubernamental que desmintió con especial insistencia fue la acusación de fascismo al bando rebelde, compuesto por varias familias políticas no siempre cercanas: las derechas republicanas, los monárquicos constitucionales, los carlistas, los católicos y, como único elemento propiamente fascista, la Falange:
“La división tan sencilla como falaz hecha por el Gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad. La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los bandos demuestra que hay al menos tantos elementos liberales entre los alzados como antidemócratas en el bando gubernamental”.
Observó que los gobernantes del bando nacional eran “hombres con una profunda formación técnica” y no siempre “atrasados en sus opiniones políticas, sino aquellos que, en una época tranquila y normal, hubiesen desarrollado en España una actividad liberal en el sentido que tiene ese término cuando las élites intelectuales dirigen un país”. Como contraste, Campoamor juzgaba que muchos de los políticos republicanos se caracterizaban por su ignorancia, lo que convertía su acción política en “demagogia abocada al suicidio, amén de grotesca”.
Dedicó muchas páginas a describir el caos en el que naufragó el bando republicano: prostitutas conviviendo con los milicianos, muchos de los cuales acabaron en el hospital con enfermedades venéreas; milicianos que, en vez de marchar al frente, se pavoneaban con sus armas por las calles o se dedicaban a asesinar civiles:
“Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas pertenecientes a la derecha, luego a sus simpatizantes, más tarde a los miembros del Partido Radical del Sr. Lerroux, y luego –error trágico o venganza de clase– se incluyó a personas de la izquierda republicana (…) Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba (…) Iban a buscar a la gente en pleno día a su casa, a su trabajo o en la calle. Si no encontraban al que buscaban se llevaban a algún miembro de su familia”.
El caos era general: exterminio del clero, miles de asesinatos –“los más odiosos fueron, como siempre, reservados a las mujeres, apaleadas y ultrajadas antes de perder la vida”–, proscripción de corbatas y sombreros, desaliño y suciedad para pasar desapercibido, etc. Este “terror ejercido por una chusma rencorosa envenenada por una odiosa propaganda de clase” provocó que los republicanos demócratas, que en un primer momento se habían opuesto a la sublevación, acabaran deseando el triunfo de Franco:
“Cada día el Gobierno se vio más aislado entre las fuerzas socialistas, comunistas y sindicalistas. Por cierto que parecía estarlo muy a gusto. Sin embargo, poco a poco, a los ojos del pueblo republicano pero pacífico, liberal pero amante del orden, demócrata pero temeroso de la anarquía aún más que de la dictadura, el Gobierno republicano perdía su carácter de legítimo y legal adquirido por las elecciones”.
Además, no había que olvidar a los muy influyentes enviados de Stalin, ya que “su presencia ha llevado a todos los republicanos a dejar el país cuando les ha sido posible, aun a costa de jugarse la vida. Todos aquellos que no quieren ver España convertida en sucursal de los soviéticos se separan del Gobierno”.
Denunció que el gobierno republicano, incapaz de asegurar el orden público y el respeto a la vida humana, “ya no es digno de ese nombre”, y hasta llegó a acusarle de satisfacción por los crímenes ya que “pareciera que los consideraban con indiferencia e incluso que cerraban los ojos convencidos de que aquella depuración podía mostrarse útil y necesaria para la seguridad interior”.
Quien se declaró liberal y tan alejada del fascismo como del comunismo, avisó de que si triunfaba el bando republicano, “no sería el triunfo de un régimen democrático”, y que la consecuencia sería la instalación en España del “comunismo bolchevique o el libertarismo anarquista”. En cualquier caso, “la dictadura del proletariado”.
Finalmente, señaló con contundencia al principal culpable del hundimiento de la República y de la subsiguiente guerra: el PSOE. Porque aunque evidentemente no inició el alzamiento, lo había provocado mediante el acoso a la derecha desde el día siguiente a la victoria electoral y no quiso detenerlo cuando se le presentó la ocasión. Al abandonar “su clásico carácter evolucionista para volverse revolucionario” y al haber ido cayendo los republicanos demócratas “en todas las trampas que la estrategia socialista les tendió”, su influencia “ha tenido consecuencias fatales para la República”:
“Podemos afirmar que la República española, nacida el 12 de abril, cae hoy aniquilada por las fatales consecuencias de las divisiones de los republicanos y de la alianza de una parte de los republicanos con los socialistas”.
Pero hoy, medio siglo después de la muerte de Clara Campoamor, el PSOE y sus aliados comunistas, continuadores del totalitarismo izquierdista que tanto odió, la reivindican como una de los suyos.
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