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Miguel Platón

Ni memoria, ni democrática. Contra la mitificación de conductas criminales

Cinco años antes de que empezaran a funcionar los campos nazis de exterminio, los anarquistas catalanes incineraban a sus víctimas en hornos industriales.

Cadáver del diputado José Calvo Sotelo tras ser asesinado por un pistolero socialista | YouTube

A comienzos de los años 80 el filósofo Cornelius Castoriadis manifestó que siempre hablaba de Rusia en lugar de la URSS, porque las cuatro letras de dicha sigla significaban otras tantas mentiras: “No hay Unión, sino cárcel de los pueblos o nuevo imperio de los zares; no hay Repúblicas, sino un régimen dictatorial; no hay ni un gramo de Socialismo, sino una explotación tan feroz como en cualquier país explotado del mundo, y los Soviets no son asambleas populares, sino impuestos por el partido”.

Los enemigos de la democracia tienden a imitarse, de modo que el proyecto de Ley de Memoria Democrática que ha elaborado el Gobierno socialista de Pedro Sánchez supone un par de mentiras: ni es memoria -más bien desmemoria-, ni es democrática, porque es sectaria y carece de veracidad. Sus promotores lo reconocen en privado. Cuando le he dicho a uno de los principales dirigentes del PSOE que carece de sentido escribir la historia desde una cámara parlamentaria, su respuesta fue que el Gobierno no quiere hacer historia, sino política.

A partir de su derrota en las elecciones generales de noviembre de 1933, el sindicato y el partido socialista rechazaron la democracia republicana y se convirtieron en una organización criminal

La dirección socialista busca, por tanto, obtener réditos políticos de un planteamiento maniqueo cuya principal característica es la ausencia de autocrítica, porque fueron el Partido Socialista y su sindicato, la Unión General de Trabajadores, quienes con mayor violencia combatieron a la Segunda República y propugnaron una alternativa totalitaria: la fusión con el Partido Comunista para establecer una “dictadura del proletariado”, es decir, una dictadura socialcomunista, inspirada de forma expresa en el modelo soviético. Desde 1933 aclamaban a Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo en 1931-33 y presidente del sindicato UGT desde 1934, como “el Lenin español”.

A partir de su derrota en las elecciones generales de noviembre de 1933, en las que sólo obtuvo el 16 por 100 de los votos, el sindicato y el partido socialista rechazaron la democracia republicana y se convirtieron en una organización criminal, cuya manifestación más grave fue la rebelión de octubre de 1934, contra el Gobierno legal y legítimo de la República. Los documentos de la propia dirección socialista alentaron una violencia extrema y especificaron que el movimiento -la misma expresión utilizada luego por los rebeldes de 1936- quería provocar una guerra civil.

Esa política totalitaria se agudizó tras las elecciones generales de febrero de 1936. Con apoyo de otras formaciones del Frente Popular contribuyeron a falsear los resultados electorales, despojaron a once diputados de la derecha de sus escaños -en la Comisión parlamentaria de Actas-, y sobre todo practicaron el terrorismo, al igual que los comunistas, los anarquistas de la Confederación Nacional de Trabajadores y la Falange. Estuvieron amparados por una actuación sectaria del Gobierno de republicanos de izquierda, que necesitaba su apoyo para disponer de mayoría parlamentaria, y un estado de alarma que estableció la censura previa de la prensa, con ocultamiento sistemático de los atentados efectuados por militantes del PSOE, la UGT, el PCE y la CNT.

En abril se fusionaron las juventudes socialistas y comunistas, en las Juventudes Socialistas Unificadas; en mayo impidieron por la violencia que las elecciones parciales en Cuenca y Granada se pudieran celebrar con normalidad y en junio ugetistas y cenetistas se enfrentaron a muerte por la huelga madrileña de la Construcción. El origen de la violencia en la izquierda se pone de manifiesto en un dato: durante el periodo republicano 61 izquierdistas fueron asesinados por otros izquierdistas, en refriegas y atentados efectuados por terroristas del PSOE, la UGT, la CNT y el PCE. Por el contrario, ni un solo derechista fue asesinado por otro derechista. Fueron también izquierdistas quienes destruyeron centenares de templos, periódicos, centros políticos derechistas y sindicatos católicos, sin que la derecha efectuase nada parecido.

En julio fueron afiliados de la UGT y el PSOE, algunos de ellos miembros de los cuerpos de seguridad, quienes secuestraron y asesinaron el día 13 al diputado José Calvo Sotelo, jefe del grupo parlamentario del Bloque Nacional. La dirección socialista conoció de inmediato lo sucedido, pero encubrió a los autores, lo que era un delito. El principal responsable de esta conducta criminal fue Indalecio Prieto. El Gobierno del Frente Popular fue ajeno al crimen, pero entorpeció la investigación del asesinato y la censura prohibió que se informara de la sesión de la Diputación Permanente de las Cortes en que se debatió lo sucedido, a menos que los periódicos publicaran el acta íntegra de la sesión, lo que era imposible para casi todos. El diario “Ya” publicó el mismo día 13 información veraz de lo sucedido y fue clausurado. El diario “La Época” prefirió no publicar su edición del martes 14, para no plegarse a una censura que impedía decir que Calvo Sotelo había sido asesinado (sólo podía decirse que había “aparecido muerto”), y también fue clausurado.

En la zona republicana hubo numerosos casos de personas que fueron quemadas vivas, torturadas, mujeres violadas y profanaciones de cadáveres.

España, como resulta evidente, no vivía en democracia. Durante los cinco meses de Frente Popular la violencia política había causado tres muertos diarios. Los sucesivos gobiernos de Manuel Azaña (marzo-abril) y Santiago Casares Quiroga (mayo-julio) habían contribuido, por acción o por omisión, al deterioro de las instituciones y la vulneración impune del Estado de Derecho, con uso continuado de elementos dictatoriales como la censura de prensa. Ello no justifica el golpe de Estado de la mayor parte del Ejército y de la Armada, con numerosos apoyos civiles, pero explica el respaldo de una considerable parte de la ciudadanía, que sufría amenazas, incluso de muerte, por unas organizaciones revolucionarias que invadían la propiedad y anunciaban baños de sangre.

Una vez iniciada la guerra no hubo lucha alguna entre democracia y dictadura. Ambos bandos estuvieron gobernados de forma dictatorial, al margen del Estado de Derecho que, al menos en teoría, estaba vigente antes del 17 de julio de 1936. Las autoridades que no eran afines fueron destituidas, desde concejales de pueblo a magistrados del Tribunal Supremo. En el bando rebelde numerosos cargos civiles fueron ocupados por militares. En el gubernamental los poderes locales y las empresas fueron sustituidos por comités revolucionarios, integrados por sindicatos y partidos de izquierda. Los funcionarios públicos fueron depurados en todas partes, sin otro motivo que su afinidad política. Por la misma causa se produjeron numerosos despidos en las empresas, tanto de directivos como de empleados modestos.

En ambas zonas fue general la persecución de quienes eran considerados adversarios, aunque no hubieran efectuado acción hostil alguna. Así ocurrió desde las grandes ciudades a pequeños pueblos. Hubo decenas de miles de asesinatos, junto con inhumaciones clandestinas, detenciones, condenas a prisión, trabajos forzados, incautaciones, saqueos, extorsiones, multas, robos y amenazas. En la zona republicana hubo numerosos casos de personas que fueron quemadas vivas, torturadas, mujeres violadas y profanaciones de cadáveres. Cinco años antes de que empezaran a funcionar los campos nazis de exterminio, los anarquistas catalanes incineraban a sus víctimas en hornos industriales. Otros cadáveres fueron arrojados a ríos caudalosos, simas o profundos pozos mineros. Salvo excepciones esos crímenes quedaron impunes, en uno y otro bando, por expresa voluntad de las autoridades respectivas.

Las víctimas de la represión en la zona gubernamental/republicana fueron en su mayor parte asesinadas, por decisión de los Comités revolucionarios. En la zona rebelde la mayor parte de las víctimas fueron ejecutadas tras ser condenadas en Consejos de Guerra, por supuesto sin garantías ni legitimidad, pero lo mismo ocurría en la otra zona con los Tribunales Populares.

En cuanto a las víctimas, en la que terminó siendo zona nacional casi todos los asesinados o ejecutados pertenecían a organizaciones revolucionarias, que rechazaban la democracia. En modo alguno ello justificaba su muerte, pero sus correligionarios en la zona republicana habían efectuado decenas de miles de asesinatos. Por el contrario, la gran mayoría de los asesinados o ejecutados en la zona republicana no pertenecían a ninguna organización violenta. Eran religiosos, católicos y afiliados o simpatizantes de partidos del centro y la derecha. En Cataluña, por ejemplo, las víctimas mortales falangistas fueron 108, aproximadamente el 2 por 100 del total de la represión. Los afines a la Lliga Regionalista asesinados fueron 281, los de la CEDA 213 y los de Acción Popular catalana 117; todas ellas organizaciones que nunca habían practicado la violencia.

La ​​​​​confusión entre fosas comunes y clandestinas

En ambas zonas la mayor parte de las víctimas fueron enterradas en cementerios, por lo general en fosas comunes, pero no clandestinas. Esta últimas fueron una minoría. En Ceuta, Melilla y el Protectorado de Marruecos hubo unos 750 muertos por la represión, el diez por ciento asesinados y el resto condenados por Consejos de Guerra, pero ni una sola fosa clandestina: todas las víctimas fueron inscritas en el Registro Civil, casi siempre de forma inmediata. Mi investigación sobre los expedientes procesales de los internados en el campo de concentración de Zeluán, en la Circunscripción Oriental del Protectorado, muestra que a partir de 1937 Franco conmutó la mitad de las penas de muerte dictadas por los Consejos de Guerra.

La represión efectuada después de la guerra por los vencedores fue ejercida por la jurisdicción militar y no hubo fosas clandestinas. Con carácter general quienes fueron ejecutados eran autores materiales o inductores directos de hechos de sangre. Si no habían cometido delitos de esa naturaleza los condenados a muerte eran conmutados, ya fueran mandos del Ejército Popular, comisarios políticos, miembros de Comités revolucionarios, espías, desertores o incluso guerrilleros que habían actuado en zona nacional, aunque hubieran tenido encuentros mortales. Las acciones de guerra no se consideraron delitos de sangre.

Todas las sentencias fueron examinadas por los auditores del Cuerpo Jurídico, en la sección Auditoría y Justicia del Ministerio del Ejército. Las condenas eran estudiadas una a una, junto con informaciones complementarias y las peticiones de indulto. El procedimiento podía durar meses y los auditores recomendaron la conmutación de más de la tercera parte de los casos, mediante informes motivados y firmados. Miles de sentencias fueron descalificadas por insuficiente grado de probanza o por disponer de nuevas informaciones. Las propuestas de los auditores fueron aceptadas, en su práctica totalidad, por el Jefe del Estado. Franco sólo intervino en un puñado de casos, en su mayor parte a favor del condenado y en particular de mandos del Ejército Popular, tanto profesionales como de Milicias. Los auditores, incluso, paralizaron órdenes de ejecución si disponían de nuevas informaciones favorables al condenado. En todos estos casos Franco rectificó el Enterado que había decidido previamente.

¿Cuántos fueron ejecutados a partir de 1939?

Según mi estimación actual, basada en el estudio de unos diez mil expedientes, en torno a 14.000. Los conmutados fueron condenados a la pena inmediata inferior, es decir, reclusión perpetua, que equivalía a 30 años de reclusión. En la práctica, permanecieron en prisión de tres a siete años. Uno de los que estuvo preso más tiempo fue Cipriano Rivas Cherif, cuñado del presidente Manuel Azaña, condenado a muerte en octubre de 1940 y puesto en libertad en 1947.

Al contrario de lo que proclaman los subvencionados propagandistas de la “Memoria Histórica”, es probable que no haya apenas fosas clandestinas por descubrir. Las que a veces se presentan como tales suelen ser fosas comunes, en las que algunos quieren identificar los huesos de un familiar. Otros muchos descendientes no tienen esa posibilidad, sobre todo en el caso de los miles de católicos o derechistas que en zona republicana fueron incinerados, quemados vivos o arrojados a lugares de muy difícil o imposible localización. También en dicha zona hubo asesinatos en cunetas de carretera, probablemente más que en la zona nacional.

Lo ocurrido en esos años ha sido muchas veces distorsionado. Un ejemplo es la novela La voz dormida, de Dulce Chacón, llevada al cine por Benito Zambrano. Su episodio más dramático es el fusilamiento en la posguerra de una mujer que ha dado a luz poco antes, pero en los miles expedientes que he estudiado no hay un solo caso que se le parezca, sino todo lo contrario. Sólo he encontrado un caso de condenada a muerte que estaba embarazada, a comienzos de 1940. Aunque el Jefe del Estado había comunicado su Enterado, de acuerdo con el Código Penal la ejecución se paralizó hasta que la mujer diera a luz y transcurrieran 40 días del parto. Al cumplirse el plazo los auditores, por unanimidad y en expreso beneficio de la criatura recién nacida, propusieron la conmutación de la pena capital, lo que fue aceptado de inmediato por Franco.

Lo más trágico, a estas alturas, es la mitificación de conductas criminales. Algunas familias parecen haber contado a los nietos visiones beatíficas del abuelo correspondiente. Los ejecutados durante la guerra no eran responsables, en su práctica totalidad, de acciones violentas, aunque pertenecieran a organizaciones no democráticas, pero los de la posguerra eran otra cosa. No hace mucho uno de esos nietos acudió a un archivo para conocer el expediente de su abuelo. El archivero lo examinó previamente y prefirió no dárselo: “este hombre tiene a su abuelo en un altar y si lee esto se le vendrá abajo”. Un buen amigo publicó hace poco un exhaustivo estudio sobre la represión en la isla de Menorca, tanto la de un bando como la de otro. Al cabo de un tiempo recibió la llamada del nieto de un represaliado de la posguerra, que le solicitaba un ejemplar del libro. El autor no se lo recomendó: “va a suponer para usted una bajada a los infiernos”, pero ante su insistencia se lo envió. Semanas después el nieto volvió a llamarle: ”tenía usted razón, ha sido una bajada a los infiernos”. Y añadió: “ahora me explicó por qué mi abuela tenía tantas joyas”.

La memoria verdadera tiene estas cosas.

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