Con la solemnidad que requiere una ocasión que se pretende histórica, justicieramente histórica, el Gobierno que preside Pedro Sánchez ha presentado el anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, que vendrá a poner fin a la célebre Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2007 y sostenida por el Partido Popular, pues, decían, lo importante, lo único, era la economía, salir de la crisis a la que el zapaterato nos lanzó.
El anteproyecto busca, literalmente, el “reconocimiento, reparación y dignificación de las víctimas del fascismo”, e incluso, ahíto de ambición, pretende que la historia no se construya “desde el olvido y el silenciamiento de los vencidos”, propósitos ambos harto discutibles, pues ¿es riguroso calificar de víctimas a todas las que durante el franquismo lo fueron?; y, aún más, ¿qué se entiende y qué alcance tiene el calificativo de “víctima”? Por otro lado, el manido recurso de la apelación a la voz de los vencidos plantea enormes problemas, pues en la victoria, al igual que en la derrota, existen grados muy diversos.
En cuanto a quiénes fueron las víctimas del franquismo, pues a pesar de que el anteproyecto pretenda limitar el revisionismo histórico, al que nada tenemos que objetar si este se fundamenta un manejo riguroso de la documentación, a los dos últimos siglos, es evidente que lo que se busca es seguir erosionando ese periodo tan complejo que se llamó franquismo, los problemas surgen constantemente cuando se va más allá de las ejecuciones y torturas, hechos, por otro lado, que se dieron en los dos bandos enfrentados durante la Guerra Civil. Víctimas del franquismo, para decirlo de manera directa, fueron muchos franquistas de primera hora, concretamente aquellos que perdieron enseguida el entusiasmo al ver que el Caudillo no estaba por la labor revolucionaria que algunos de sus más firmes apoyos anhelaban. De este modo, muchos de los que vestían ternos de diferentes tonalidades azules se convirtieron en firmes opositores a Franco. Para dar un nombre, nada mejor que el de Dionisio Ridruejo, que pasó de encabezar el aparato propagandístico del bando nacional a convertirse en un dolarizado agente de la estrategia norteamericana que buscaba, al cabo Franco era mortal, una España posfranquista de estructura federal y pasión europeísta, es decir, algo muy similar a lo que busca hoy el PSOE y su socio, el partido de quien reconoció que, puesto que había perdido la guerra a pesar de nacer en tiempos constitucionales, no puede decir “España”. Cabría, por lo tanto, plantear a quienes pretenden impulsar tal ley si Ridruejo era o no franquista, si era o no demócrata.
Por lo que respecta al bando contrario, ¿cómo ajustarlo a los quicios democráticos? El Frente Popular, tan heterogéneo como el franquista, también pretendía terminar, por la vía revolucionaria, con la burguesa II República, periodo arcádico para una izquierda española dispuesta a ilustrar sus fabulaciones segundorrepublicanas con imágenes del cine subvencionado. Muchas de las víctimas de ese bando en absoluto pretendían acogerse al sagrado democrático, y son por todos conocidos los expeditivos métodos que se emplearon en la retaguardia e incluso en el frente para con aquellos que se desviaran de las líneas estratégicas más vigorosas, muchas de ellas trazadas lejos de nuestras latitudes en un contexto que a menudo se abstrae cuando se trata este periodo de nuestra historia.
El anteproyecto, en suma, transido de un democratismo harto criticable no solo por su indefinición sino por su operatividad en el campo político de hoy, que para eso y no para otra cosa se ha concebido, nace muerto desde un punto de vista mínimamente crítico, pues el franquismo, de cuya transformación viene –de la ley a la ley– la España democrática de hoy, fue mucho más que fusiles, fosas y calabozos. Fue también mucho más que cruces, incluida la de Cuelgamuros. Cruces que, una vez salvados quienes las enarbolaron, operaron decididamente no sólo para desgastar al régimen desde posiciones supremacistas –volem bisbes catalans–, sino para dar cauce, en seminarios y otros ámbitos, a organizaciones criminales en sus métodos y radicalmente antidemocráticas.
La ley, como decíamos, sin perjuicio de que se cobre piezas personales, ofrezca réditos propagandísticos o permita acciones iconoclastas que harán las delicias de revanchistas, fetichistas y antifranquistas post mortem, no puede ocultar su enorme flaqueza: el fundamentalismo democrático en el que se asienta, un fundamentalismo que impide comprender de qué modo ese pasado, inserto en un contexto histórico muy concreto, permitió sentar las bases materiales de nuestro presente.