Justicia: el nudo a desatar
Francisco Sosa Wagner
Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y autor del libro 'La independencia del juez: ¿una fábula?' (La Esfera de los libros, 2016).
Entre el 20 de noviembre de 1975, la fecha de fallecimiento del general Franco, y el 1 de octubre de 2017, la fecha elegida por los dirigentes catalanistas para subvertir desde las instituciones el orden constitucional, habían transcurrido 42 años. Algo más de ocho lustros durante los cuales el discurso patriótico español permaneció sepultado bajo una inmensa losa ideológica en forma de sinécdoque, losa que cualquiera que osase remover restaría inmediatamente estigmatizado como nostálgico, expreso o vergonzante, de la dictadura. Así, y a lo largo de todo ese intervalo infinito, un nacionalismo español, el nacionalcatólico que había constituido el pilar doctrinal del régimen, se convirtió por arte de magia propagandística y olvido histórico a partes iguales en el nacionalismo español, en el único posible y en el único concebible. Una vez establecida como verdad canónica indiscutible esa burda estafa intelectual ya en vísperas de la Transición, la sinécdoque oficiosa daría paso de inmediato a la caricatura chusca no menos oficiosa. Porque Italia no había sido una creación personal de Mussolini, ni Alemania un invento de Hitler, como Japón poseía una historia nacional previa y ajena al militarismo imperialista que embarcó al país en la Segunda Guerra Mundial. España, en cambio, suponía la excepción.
Porque España era, parece ser, obra personal de Franco con la ayuda acaso de los franquistas. Un vicio de origen, el de la falta de legitimidad democrática de la identidad nacional española, que encontraría su opuesto en la inmediata y gratuita hiperlegitimación de los micronacionalismos periféricos antiespañoles, en particular el catalán. Ese era el marco de ideas a propósito de la cuestión nacional no sólo dominante sino hegemónico en el que, hace ahora veinte años, nació Libertad Digital, un periódico lo bastante liberal como para permitir que un viejo socialdemócrata jacobino como yo escriba casi todos los días del año en su sección de Opinión. Porque Libertad Digital irrumpió para remar contra corriente y casi en solitario (con los publicistas tradicionales de la derecha política instalados en un cómodo escapismo silente, apenas el pequeño grupo de pensamiento articulado en torno a la figura de Gustavo Bueno se permitía por aquel entonces una postura beligerante frente a la ortodoxia) en una cuestión, la de los propios fundamentos de la Nación, que en cualquier otro país de nuestro entorno ni se plantea por obvia. Un empeño germinal, ese llamado a impregnar las señas de identidad del periódico desde el primer instante, que tendría que arrostrar, y también desde el primer instante, tres carencias seculares, profundas, críticas, del entorno en el que debería luchar para hacerse un hueco.
Porque la tradición histórica de la derecha española no es liberal, sino todo lo contrario. Y Libertad Digital se quería un medio de la derecha liberal. Entre los pensadores y doctrinarios clásicos de la derecha española, qué le vamos a hacer, nunca hubo un Locke, un Tocqueville o un Montesquieu. Y tampoco un Adam Smith, por muy meritorias que fuesen algunas intuiciones de los escolásticos de la Escuela de Salamanca. Pero es que el cuerpo de pensamiento sobre el hecho nacional, ese unido de modo indisociable al concepto de soberanía popular propio de las revoluciones liberales que se enfrentaron al Antiguo Régimen a lo largo del XIX, igualmente era en gran medida ajeno a la rama dominante de la tradición intelectual de la derecha española. Había, pues, que construir casi sobre el vacío. Lastres, esos dos, al que cabría que añadir otro muy particular y específico del periodismo hispano. Un periodismo, el español, pero sobre todo el español que se reclama de derechas, adicto desde tiempo inmemorial al malsano vicio de la literatura. Un periodismo, el castizo de la derecha, en el que todavía hoy lo que más se valora es escribir bonito, en lugar del esfuerzo por ofrecer argumentos razonados y sólidos en el combate político cotidiano. Solo el diario El País logró en sus mejores tiempos zafarse de la dichosa manía literaria de nuestros grandes periódicos. Y Libertad Digital, aunque el riesgo del contagio siempre esté presente, ha conseguido hasta ahora eludir esa patología del gremio en aras de la eficacia comunicativa. Algo la hemos movido, sin duda. Pero la losa, no se olvide, todavía sigue ahí. Por eso este periódico va a seguir siendo tan necesario en los próximos veinte años.