En el 84º aniversario del muladí Ahmad Infante
El andalucismo se miró en el espejo de otros ismos disolventes que ya habían cosechado cierto éxito en otras latitudes españolas.
Un mes antes de que en Barcelona se celebre la ofrenda floral al patriota español Rafael Casanova, a la que, previsiblemente, seguirán las habituales performances hispanófobas con las que la grey lazi canaliza su resentimiento, ha tenido lugar otro floreado acontecimiento, el dedicado a Blas Infante, nombrado oficialmente Padre de la Patria andaluza en 1983. Si en Twitter el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, destacó el legado y la memoria de Infante, durante el acto de homenaje en el 84º aniversario de su fusilamiento por las tropas alzadas en 1936 los representantes de la mezquita de Ishbilia, nombre que los musulmanes dieron a Sevilla, propusieron la creación de foros de debate para sentar las bases de la restitución de la identidad andalusí. Una restitución que, desde las coordenadas de este colectivo afecto a la figura del muladí Infante, pasaría necesariamente por la creciente coranización de esa comunidad autónoma española.
Como es sabido, Blas Infante hizo pública su conversión a la fe mahometana el 15 de septiembre de 1924, durante una ceremonia llamada shahada. Casi seis décadas después, Ahmad Infante, nombre con el cual ingresó en la Umma, el notario casareño se convirtió oficialmente, ya digo, en "Padre de la patria andaluza". Aunque el mahometano Infante, probablemente movido por la prudencia, encubrió su fe bajo los velos de la taqiyya, tan encarecida por Averroes, tuvo tiempo para dotar de símbolos a su fantasmagoría histórico-política. Si, en el caso del integrista Sabino, que colocó a su Euskadi bajo la protectora advocación del Sagrado Corazón de Jesús, la inspiración simbólica vino de la Gran Bretaña, Ahmad la halló en la enseña omeya para confeccionar la bandera que hoy flamea en los edificios institucionales de lo que en su día se llamó Castilla la Novísima. Al igual que le ocurriera al vizcaíno, la lengua española suponía un embarazo, razón por la cual no sólo anhelaba que el libro propio de Andalucía fuera el Corán, sino que pretendía reconstruir (sic) un alfabeto andaluz para separarlo del español. Naturalmente, las preferencias religiosas distanciaban radicalmente a estas luminarias, cuyos proyectos de destrucción de la nación española no presentaban, sin embargo, incompatibilidades territoriales. Arana despreciaba profundamente a unos maketos cuya impureza racial procedía de sus rastros judíos o moros, componente indispensable, este último, para dar cima al sueño de Infante. En definitiva, la cristianísima Baskonia araniana, de espaldas al restituido califato cordobés por el que suspiraba Infante, permanecería impasible ante estas letras del islamizado notario:
A medida que las cruces y las campanas iban afeando las airosas torres de las mezquitas, la tierra de jardín se tornaba en yermo, y la cruz presidía la esterilidad de los campos, cerrados a los andaluces.
Sea como fuere, y al margen del éxito que hayan o puedan tener, para lo que será necesario la colaboración de numerosos españoles, los delirios de Arana e Infante, a los que podríamos sumar los de los próceres del catalanismo o el galleguismo, llama poderosamente la atención la constante apelación a unas más que escogidas señas de identidad, las califales, momento en el cual se localizaría el punto de mayor esplendor, no exento de componentes legendarios y románticos, de una estructura política ya enflaquecida a partir del siglo XII. El hundimiento del añorado Califato de Córdoba se produjo tras la victoria cristiana en las Navas de Tolosa, a la que la Junta de Andalucía presta poca o ninguna atención, pero, sobre todo durante el reinado de Fernando III, conquistador de Córdoba en 1236, de Jaén en 1246 y de Sevilla en 1248, victorias a las que ha de sumarse el sometimiento a vasallaje del Emirato de Granada. Cabe, por lo tanto, plantearse si el verdadero padre de una tal patria andaluza no debiera ser Fernando III el Santo, de quien su hijo, Alfonso X el Sabio, en su Estoria de Espanna dijo:
Estonçes, en medio de este tiempo, ganó Andalozía el rey don Fernando lo que era antes de los cristianos españoles.
En la frase alfonsí se condensa gran parte del ideal de la Reconquista. Leyendo al rey sabio, la presencia musulmana al sur de Despeñaperros no es sino la ocupación de una tierra cuya identidad la otorgaría la cruz que Infante pretendía erradicar. Una recuperación territorial que también fue religiosa, aunque en ocasiones las cruces hubieron de coronar los alminares de mezquitas cimentadas sobre templos visigodos.
Más allá de la selección de determinados componentes históricos, en la elección de la paternidad de la patria andaluza, oficialmente blindada, operan, además de los ligados al narcisismo que caracteriza las exhibiciones de tolerancia que abogan por una armónica pluralidad de credos y culturas, otros factores. El andalucismo se miró en el espejo de otros ismos disolventes que ya habían cosechado cierto éxito en otras latitudes españolas. Infante no estuvo solo en la tarea de fundamentar un movimiento particularista que debe mucho a los postulados federalistas de finales del XIX, hoy enarbolados por facciones globalistas que hallan su mayor obstáculo en la existencia de naciones políticas. Junto a él figuraron personalidades como José Andrés Vázquez, autor en 1911 del artículo "El Andalucismo", que vio la luz con un Fígaro como firma al pie. Vázquez fue también quien redactó, junto a Infante, un texto llevado al Congreso de la Paz de la Sociedad de Naciones, celebrado tras la Primera Guerra Mundial. Las condiciones para reivindicar al pacifista y federalista Infante, cuyo credo podría circunscribirse al ámbito de lo privado, estaban dadas, máxime teniendo en cuenta que fue ultimado por el bando franquista. Las bendiciones de la Memoria Histórica, que abisma a gran parte de la sociedad española, harían el resto.
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