A día 6 de este mes la Oxford Martin School –dependencia de la universidad de Oxford- hizo público un listado de los fallecidos hasta ahora por Coronavirus en distintos países, detallando proporciones por habitante. Quizá alguno o muchos sabían cuáles eran antes de ayer esos países; pero yo me entero por alguien que manda los datos con un breve comentario vía Hotmail, iluminando una relación entre el orden cuantitativo y el cualitativo que pasaba por alto hasta ahora, y quizá ilustre al lector tanto como acaba de ilustrarme.
El país más castigado del mundo por este virus hasta ahora resulta ser Bélgica con bastante diferencia, pues supera los 80 muertos por cada 100.000 (concretamente 80,58). Los tres siguientes no pasan de los 60 por 100.000, y son España (59,75), Reino Unido (57,99) e Italia (55,45). Los cuatro destacan por una parálisis legislativa inseparable de su partitocracia, donde independentistas, separatistas y altermundistas se alían para saquear el erario público, y de momento logran dividir al electorado en fascistas y antifascistas. Si se prefiere, son los cuatro países europeos más inclinados a inventar cordones sanitarios, y los más incapaces de reaccionar ante emergencias sanitarias.
¿Por qué el resto de los países europeos –tanto latinos como septentrionales, contando lo mismo con Portugal y Grecia que con Alemania, Dinamarca, Polonia o Austria, entre otros- , capearon mejor o mucho mejor la emergencia? No parece baladí que de 27 miembros de la UE sean tres, con España en lugar destacado, los territorios más heridos por la plaga, sobre todo atendiendo a la reciente espantada de quien sería el número 28, pues el Reino Unido la paga sumándose al concierto de países donde gobiernos y parlamentos viven de un equilibrio sujeto con papel de fumar, como si ser antinacionalista al modo de Unidas Podemos fuese coherente con depender del nacionalismo vasco y catalán.
Al mirarlo algo más de cerca comprobamos que Bélgica lleva tiempo desgobernada, y la reciente visita de su presidenta a un hospital regaló al mundo la imagen de su personal sanitario dándole la espalda en filas interminables, y hace años el país se desangra con un conflicto anacrónico entre flamencos y valones. En España las instituciones democráticas tropiezan con aventureros dispuestos a "empoderarse" de cargos y prebendas, desvergonzados hasta el punto de doblar el número de Ministerios, e incluir entre los miembros del Gabinete a la compañera del vicepresidente, cuya única experiencia profesional previa fue ser cajera de un súper.
En Italia el lavado castrochavista de cerebro que aquí se encomienda a La Sexta, TV3 o El País tiene todavía más tradición, pues su democracia es varias décadas anterior a la nuestra, y la partitocracia ha tenido más tiempo para diversificarse hasta acabar votando al payaso Beppe Grillo, tras un rosario de gobiernos lo bastante ridículos como para convertir al ínclito Berlusconi en su último estadista. Por lo que respecta a Inglaterra, oír cinco minutos al secretario general del partido laborista, y otros cinco al principal impulsor del Brexit, basta para imaginar que no estamos en 2020 sino en 1920.
Sostenido exclusivamente por la propaganda y sus técnicas de reflejo condicionado, el infundio de que los males del planeta se concentran en el imperialismo norteamericano atribuye la emancipación a trileros como Maduro, y dispone de portavoces como el papa Francisco, el Grupo de Puebla –última versión del okupacionismo zapatista- y la tríada formada por Zapatero, Sánchez e Iglesias, adalides de una lucha de clases prolongada como guerra entre los sexos. Unida por aumentar el gasto "social" a costa de quienes siguen ganándose la vida con bienes y servicios útiles, esta Internacional de la memez edulcorada cuenta con suficientes marujas y marujos despistados –y suficientes jóvenes dispuestos a pasar de la licenciatura a la jubilación- para ganar las últimas dos elecciones en España.
Contribuye a ello que el centro político se deje confinar en clichés como ultra extrema derecha, o simplemente "fascista", encajonado por los cauces partitocráticos y falta de carisma personal, barriendo hacia sus respectivos pesebres. De ahí que el eje Caracas-Teherán-Moscú-Pyongyang sobreviva e incluso gane terreno bendecido por el Santo Padre, Chomsky y reediciones del Subcomandante Marcos, como si posmodernidad y corrección política no fuesen eufemismos para la misantropía nuclear consistente en poner últimos a los primeros. Chávez tuvo tiempo para aclarar que "lo importante es haber hecho la revolución, y ya no nos importa ser pobres", un destino invariable desde 1917 y el golpe de Estado contra el único gobierno democrático ruso, que en las escuelas sigue llamándose despertar revolucionario.
Toca quitarse el sombrero ante una propaganda genial, capaz de sostener un proyecto tan mísero en razones como funesto para la causa de la libertad y el desahogo económico. Pero venimos de comprobar una vez más que en todas partes se vive mejor exaltando la laboriosidad y la competencia; y en este caso que mueren muchos menos de cierta gripe cuando sus gobiernos no explotan la ignorancia, el cortoplacismo y el resentimiento.
España, Reino Unido e Italia, por ese orden, vienen de demostrar que los apóstoles de un mesianismo u otro se ganan la ignominia de encabezar el listado de los más inútiles. No devolverán las vidas perdidas por su amalgama de mangoneo y esclerosis ideológica, aunque quizá contribuyan a despertar una ciudadanía aborregada, dispuesta a tirar piedras contra su propio tejado.