Hace 75 años, en la tarde del 30 de abril de 1945, Adolf Hitler se encerró junto a su esposa en el despacho que tenía habilitado en el búnker donde había decidido refugiarse durante los últimos estertores de la guerra; se sentó en su sofá, masticó una pequeña cápsula de cianuro que tenía reservada para la ocasión y se descerrajó un tiro en la sien. La decisión había sido tomada sólo unos días antes, cuando los acontecimientos en el frente alemán pusieron de manifiesto que el ejército soviético no tardaría en tomar Berlín. Antes de hacerlo, eso sí, el Führer dejó redactados dos testamentos —el personal y el político—; y dio varias órdenes a los pocos allegados que habían permanecido junto a él hasta el final. No quería terminar vejado y exhibido de la misma forma que Benito Mussolini.
Los primeros en entrar en el despacho, pasados diez minutos desde su última despedida, fueron su secretario particular, Martin Bormann, y su Ayuda de cámara, Heinz Linge. Allí pudieron ver a Eva Braun recostada en el sofá y como dormida, desprendiendo el aroma particular a almendra madura que acompaña siempre a la muerte por cianuro. Su pistola no había sido detonada. Hitler estaba en el otro extremo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre su hombro derecho. Su mano colgaba en el reposabrazos y un infinito chorro de sangre seguía manando del orificio abierto de su cabeza. Sin perder un minuto envolvieron los cadáveres en alfombras, los subieron al exterior, los colocaron en uno de los tantos cráteres que había abierto la artillería rusa en el jardín de la Cancillería durante los día anteriores, esparcieron sobre ellos doscientos litros de gasolina y les prendieron fuego.
Se cuenta que al enterarse de la muerte de Hitler, Stalin se encolerizó. Su intención había sido capturarlo vivo. Además estaban las dudas razonables acerca de la veracidad de los acontecimientos. Los cuerpos calcinados del matrimonio estaban irreconocibles y para los mandos soviéticos no resultaba tan descabellado que todo se tratase de una artimaña del dictador alemán para garantizarse una huida perfecta. Los servicios de inteligencia rusos se adueñaron del lugar y prefirieron actuar con cautela. Se llevaron secretamente ambos cadáveres y exhibieron al público los que sí pudieron reconocer. De esa forma el mundo despertó una mañana inundado con las imágenes de la familia Goebbels. El matrimonio también había sido parcialmente incinerado, pero no lo suficiente como para impedir su identificación. Además, las cinco hijas y el pequeño vástago del conocido ministro de Propaganda yacían en perfecto estado de conservación, aún con los pijamas puestos y con el semblante adormilado por los diversos fármacos que habían ingerido poco antes de su asesinato. La macabra escena sirvió para poner de manifiesto la última gran atrocidad que el régimen nazi estaba dispuesto a hacerle a sus súbditos más leales e inocentes.
La teoría argentina
La noticia de la muerte del dictador que había puesto en jaque al mundo corrió por todos los rincones del planeta. Sin embargo, seguían faltando evidencias que permitiesen certificar un final que todavía se antojaba huidizo. Después de más de cinco años de guerra, la gente necesitaba certezas. Comenzaron a surgir interrogantes: si era cierto que los rusos tenían el cadáver de Hitler, ¿por qué no lo habían enseñado del mismo modo que el de Goebbels? Ciertamente, se trataba de una circunstancia bastante extraña que no parecía tener una respuesta satisfactoria. Y la razón era inquietante: ni siquiera la URSS estaba segura de haber encontrado el verdadero cuerpo.
En medio de ese clima de incertidumbre, algunas teorías cogieron forma. La más conocida, y tal vez la más solida, saltó sólo dos meses después del final de la guerra en Europa, cuando el submarino alemán U-530 se rindió definitivamente en el puerto de Mar del Plata. El paradero todavía desconocido de Hitler y el hecho de que los oficiales que dirigían la nave no se hubiesen rendido hasta tan tarde dieron argumentos a la prensa para elaborar la conspiración. Se dijo que, pocos días antes de su capitulación definitiva y a sólo unos kilómetros de su última parada, el capitán del submarino había permitido desembarcar a dos personas no identificadas. A nadie se le escapaba, además, que la Argentina de Perón era uno de los pocos lugares seguros del planeta para los nazis que habían conseguido huir de Europa. Pero lo cierto es que Hitler jamás habría podido ir dentro de ese submarino.
La historia del U-530 también es algo rocambolesca. Hasta enero de 1945 había sido capitaneado por Kurt Lange, un oficial veterano que terminó solicitando un destino en tierra. El mando pasó entonces a un jovencísimo Otto Wermuth, de 24 años, que había servido en la marina alemana desde prácticamente el inicio del conflicto. La muerte del Führer pilló a sus tripulantes en aguas estadounidenses, sin embargo. Habían sido enviados a la zona marítima neoyorquina sólo unos meses antes, e incluso habían llevado a cabo una serie de ataques sobre la flota aliada que no tuvieron éxito. Cuando se enteraron del fin de la guerra en Europa, se encontraron de repente en la privilegiada situación de escoger un camino que les evitase el encarcelamiento. Por motivos evidentes, descartaron el regreso a Alemania, y centraron sus siguientes pasos en dos posibles vías contrapuestas: poner rumbo a Argentina o dirigirse a España. Al final, la votación popular prefirió apostar por el país sudamericano.
El falso cadáver de Hitler
En el año 2000, un Putin que estrenaba el poder en Rusia decidió desclasificar un total de 135 archivos ultrasecretos relacionados con el III Reich. Es bastante posible que su estrategia fuese encaminada a recuperar parte del prestigio perdido por Rusia desde la caída del Muro de Berlín, y la mejor manera de comenzar a hacerlo era recordarle al mundo su labor a la hora de acabar con el nazismo. Se elaboró una nutrida exposición que llamó la atención del mundo entero. En ella, por primera vez, fue exhibido un fragmento del cráneo del mismísimo Adolf Hitler.
En cuanto la opinión pública pudo examinar con detenimiento los restos del dictador, se comprendió algo mejor el por qué del largo silencio ruso con respecto al codiciado cadáver. En esa calavera parcial podía verse claramente el orificio de salida de una bala, algo que contradecía la versión oficial que durante décadas se había encargado de difundir el mismo Stalin: "Hitler se había suicidado con veneno, a la manera de los cobardes". En un principio la exposición fue un éxito y, pese a las dudas razonables que todavía podían existir, el trozo de cráneo sirvió de fundamento para echar por tierra todas las teorías que seguían defendiendo la supervivencia del Führer. Hasta que llegó Nick Bellantoni.
En el año 2009, un profesor de Arqueología de la Universidad de Connecticut llamado Nick Bellantoni afirmó haber conseguido muestras del supuesto cráneo de Hitler y difundió los resultados de sus análisis en un documental emitido por History Channel. Para él, después de su estudio no cabía lugar a la duda: el trozo de calavera conservado por los rusos correspondía al de una mujer menor de cuarenta años y, por tanto, era imposible que fuese el del líder nazi. Como no podía ser de otra manera, sus declaraciones causaron un gran revuelo. Rusia le acusó de mentir y argumentó que jamás había pisado sus archivos. Mucho menos había conseguido una orden para examinar los restos. Él, por el contrario, se defendió como pudo y explicó que todo el proceso había sido llevado a cabo por los productores del documental, y que por eso su nombre no aparecía en ningún registro. Sea como fuere la polémica se mantuvo y no consiguió aclarar ninguna incógnita. Para quien quisiese creer que Hitler seguía vivo, las declaraciones de Bellantoni parecían determinantes; para los que no, todo lo contrario.
Fin del enigma
A mediados de la última década, el periodista francés Jean-Christophe Brisard se adentró en el enigma de la calavera de Hitler. Se pasó dos años investigando con la ayuda de la periodista rusa-estadounidense Lana Parshina, conocida por haber sido la última que consiguió entrevistar a la hija de Stalin. Las conclusiones de su trabajo les llevaron a una única evidencia, que publicaron en el libro titulado La muerte de Hitler (Diana). Para ellos, después de un nuevo análisis forense de los supuestos restos del dictador, ya no queda espacio para la duda: Hitler se suicidó en 1945 y su cadáver lleva más de setenta años siendo custodiado por los rusos.
En el libro puede leerse el gran reto que sigue representando la burocracia rusa y las numerosas trabas que deben superarse para conseguir una mínima oportunidad de acceder a los documentos más sensibles del Archivo Estatal de la Federación Rusa (GARF). Entre otras revelaciones, Brisard relata que junto al trozo de cráneo del dictador —que se conserva dentro de una vieja caja de disquetes— también pudo examinar las patas manchadas de sangre del sillón donde el propio Hitler se quitó la vida. Además, pudo leer los innumerables papeles con los interrogatorios que los soviéticos les hicieron a todos los testigos que estuvieron en el búnker aquel 30 de abril de 1945. Pero la prueba determinante que le sirvió para resolver el misterio fueron las prótesis dentales del dictador.
El especialista Philippe Charlier, conocido entre otras cosas por haber identificado el cráneo de Enrique IV, fue el encargado de examinarlas. Después de compararlas con una serie de radiografías de Hitler realizadas poco después de que sobreviviese al famoso atentado de julio de 1944, Charlier determinó que no existía margen de error y que era imposible que esas prótesis hubiesen sido fabricadas a posteriori. Hitler tenía una salud dental pésima, posiblemente debido a su dieta vegetariana, y su reconstrucción bucal había sido especialmente particular. Gracias a eso se pudo determinar a ciencia cierta que los restos calcinados encontrados en los jardines de la Cancillería a principios de mayo de 1945 eran realmente los suyos, y que pese a todas las conspiraciones que se han levantado desde aquella tarde, su vida terminó en el mismo momento en el que la ciudad de Berlín cayó en manos de los soviéticos.