El coronavirus ha confirmado los peores presagios. Y, sin embargo, aquí estamos, como siempre ha estado el hombre en la historia, obligados a encontrar la mejor solución posible. Es un tiempo de controversias y cuestionamientos. El propio sistema está teniendo que superar la prueba del escrutinio popular. Cuando todo estalló, allá en China, hubo quien aseguró que para hacer frente a este tipo de situaciones extremas son mucho más eficaces las dictaduras que las democracias. Su margen de maniobra es más amplio y eso puede ayudar a una reacción más rápida y efectiva en momentos de crisis. Se trata de un tema interesante porque en él se confunden dos maneras distintas de interpretar el significado de la palabra eficacia: si lo que prevalece es la supervivencia de la sociedad, en su conjunto, más allá de las vidas y de los derechos de cada uno de sus integrantes, la respuesta parece clara; pero si se cambia el foco y se posa la mirada en los individuos, recordando que ninguna comunidad puede valer más que las personas que la conforman, la cosa se complica.
En realidad es un debate que se ha repetido a lo largo de la historia. En la República romana, por ejemplo, el Senado se guardaba la potestad de permitir la implantación de una dictadura temporal que hiciese frente a alguna amenaza apremiante. Todo iba orientado al bien común. Debido a esa manera de actuar se hizo famosa la figura del patricio Cincinato, ejemplo de las virtudes del buen político, que fue sacado de su retiro en dos ocasiones para ejercer de dictador y que siempre abandonó el poder voluntariamente después de haber cumplido con su cometido —sin abusar de la situación excepcional y sin querer continuar disfrutando de las prebendas del cargo durante todo el tiempo que le permitían las leyes—. Salvando el tiempo y la distancia, en España, ahora que nos enfrentamos a una pandemia, el estado de alarma decretado por el Gobierno hace inevitable recordar sus equivalentes históricos.
Los mecanismo de defensa de las democracias actuales siguen la misma lógica que la de aquellas dictaduras temporales. Cuando son necesarias decisiones rápidas y efectivas, se hace indispensable concentrar el poder para que el dirigente pueda hacerse cargo de la situación sin las trabas constantes que requiere el funcionamiento cotidiano de la vida política. En tiempos de guerra, las órdenes no se cuestionan.
La amenaza del despotismo
Pese a todo, es evidente que el estado de alarma en el que nos encontramos actualmente —igual que los otros dos estados excepcionales, más restrictivos, que contempla nuestra Constitución— no puede compararse con un sistema dictatorial. Las democracias liberales están diseñadas a base de contrapesos que limitan a los dirigentes y que tratan de evitar a toda costa que nadie pueda hacerse con el poder de forma permanente. De hecho, ese fue uno de los puntos centrales en el que se centraron los pensadores liberales cuando abordaron el problema de la fragilidad de la democracia.
Tenían motivos para estar preocupados. Las primeras elecciones por sufragio universal masculino en Francia, después de la Revolución de 1848, auparon como presidente a Napoleón III, que terminaría dando un golpe de Estado y proclamándose emperador. Su discurso marcadamente populista y su parentesco con Napoleón I le otorgaron el apoyo masivo de los votantes, algo que después utilizaría para legitimar su creciente autoritarismo. Desde entonces muchos de los principales liberales europeos terminaron de desencantarse con la idea de la democracia, y llegaron a la conclusión de que para que el sufragio universal pudiese funcionar algún día hacía falta, además de una población educada en los valores democráticos, un sistema que garantizase su preservación.
En esa encrucijada resultó clave una figura del otro lado del Atlántico. El presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, fue el responsable de la erradicación de la esclavitud en el país y su mandato estuvo marcado irremediablemente por la Guerra de Secesión que enfrentó al Norte contra el Sur. Pero su relevancia también jugó un papel fundamental en el viejo continente. Para muchos europeos, inmersos todavía en su propia batalla contra el absolutismo, él se erigió como el prototipo de dirigente necesario. Es importante conocer el contexto de la época para entenderlo perfectamente. En un momento en el que el propio concepto de democracia se encontraba en entredicho, el triunfo o la derrota de la Unión tenían un significado que trascendía a la propia política estadounidense.
Aunque Lincoln tampoco pudo escapar de las acusaciones de despotismo. Durante la guerra recibió del Congreso más poderes de los que había ejercido ningún otro presidente antes que él. Entre otras cosas, manejó los fondos sin ningún tipo de control, ordenó la detención militar de sospechosos de traición y suspendió el habeas corpus, que garantizaba que ningún preso fuese detenido de manera injustificada. Ese tipo de decisiones encendieron las alarmas en una Europa que seguía recelando de la fiabilidad del sistema democrático. Pero al final, el hecho de que no aprovechase su situación privilegiada para desmantelar la república y aglutinar todo el poder en su persona funcionó como la prueba definitiva de que, con el gobernante adecuado, la democracia liberal podía tener futuro. Su victoria en la guerra y su repentino asesinato terminaron de convertirle en un símbolo. Con respecto a su faceta más controvertida, el jurista y político francés Édouard Laboulaye —conocido por haberse encargado de la donación a Estados Unidos de la Estatua de la Libertad— llegó a argumentar que el uso de los poderes excepcionales que había llevado a cabo Lincoln constituía un gran ejemplo de cómo debía actuar un gobierno de crisis. Para él, la propia Constitución estadounidense había sido salvada gracias a la excelente gestión del político de Kentucky.
El reverso de la moneda podría ser Otto von Bismarck. Fue nombrado primer ministro de Prusia en 1862 por mandato del rey Guillermo I en un momento en el que el monarca se encontraba en plena batalla política con los miembros del Partido Progresista Alemán, que era el que más representantes tenía en la Cámara Baja. Su elección fue un mensaje evidente. Bismarck era un reconocido partidario del absolutismo, por lo que no resultó extraño que desde el primer momento dejase claro que iba a actuar sin apoyo constitucional. Prueba de ello fueron las medidas que adoptó nada más acceder al cargo, limitando la libertad de prensa, negándose a confirmar a los alcaldes progresistas y desdeñando de manera constante y deliberada a la oposición.
En el contexto de la época, en la que no existía una cultura democrática muy arraigada y persistía la idea de que era preferible el mandato de un líder fuerte que guiara los destinos de la nación, muchos vieron con buenos ojos sus acciones. Incluso los propios liberales se dividieron. Algunos de ellos priorizaron la unificación del país y se convencieron de que, una vez logrado ese objetivo, el futuro consistiría en ir consiguiendo concesiones paulatinas. Consintieron de esa forma la instauración de un falso sistema parlamentario en el que el Reichstag era elegido por sufragio universal masculino pero tenía muy limitadas sus funciones. También apoyaron varias de las controvertidas políticas despóticas del canciller. Las más relevantes fueron la Kulturkampf, dirigida a restarle poder a la Iglesia católica pero que terminó constituyendo un ataque flagrante a la libertad religiosa; y las leyes antisocialistas, que ilegalizaron cualquier organización que difundiera los principios de dicha ideología y que se tradujeron, entre otras cosas, en la prohibición de los sindicatos y el cierre de periódicos. Las repercusiones de todo ello fueron evidentes. Ambas estrategias debilitaron notablemente a los partidos liberales, incapaces de consolidar sus propuestas, y reforzaron a una oposición que se nutrió de los diversos grupos de población que se sintieron atacados.
Esos factores contribuyeron a que al final de su mandato, con el tiempo, el legado político de Bismarck fuese entendido como un ejemplo de cesarismo. Sobre todo tras la Primera Guerra Mundial, cuando se revisó la historia reciente del principal país derrotado, la figura del canciller alemán terminó definitivamente por ser vista como la de un déspota que había sabido aprovecharse de mecanismos aparentemente democráticos para legitimar su poder. En estos tiempos de estados de alarma y de coronavirus, el suyo, como el de Lincoln o el de Napoleón III, son sólo algunos de los muchos ejemplos que ponen de manifiesto las ventajas y los riesgos que entraña la concentración excesiva del poder para hacer frente a situaciones de crisis. Como esas otras más, todas ellas lecciones edificantes que ayudan a entender que el futuro nunca está asegurado, y que siempre es necesario continuar peleando por preservar todo lo bueno que pudieron traer varios siglos de aprendizaje político.