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Elías Cohen

Optimismo a las puertas de Auschwitz

A las víctimas nunca debemos olvidarlas, pero el mejor homenaje que podemos darles es reafirmar que trabajaremos para crear un mundo mejor.

Dos jóvenes con la bandera de Israel, en Auschwitz | Cordon Press

La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto son elementos definitorios de nuestras sociedades y de nuestro mundo. Las instituciones, nacionales e internacionales, las causas y los movimientos políticos, la información y las tendencias, el pensamiento, el desarrollo económico y social, etcétera, se mueven utilizando la misma brújula: fluctúan con la mirada puesta en la mayor guerra de la historia de los hombres y en el crimen más abyecto que se recuerda.

Y es que, al mínimo sobresalto, saltan todas las alarmas. Ahora están sonando de forma atronadora —no sin cierta justificación— mientras un susurro recorre pasillos, redacciones, oficinas y hogares: ¿puede volver a ocurrir?

La realidad en la que vivimos es un asedio constante a nuestras conciencias y a nuestra mente. Intentamos encontrar palabras para entender lo que sucede: "élites", "cambio climático", "disrupción tecnológica", "automatización del trabajo", "invierno demográfico", "nacionalismo", "vaciamiento rural", "migración", "posverdad"," fake news" "populismo", etcétera. Todo ello, violentamente aderezado con estímulos y distracciones constantes que nos impiden pararnos a reflexionar. No sabemos exactamente qué es lo que pasa, ni qué es lo que va a pasar, es cierto, pero sí sabemos que estamos en un punto de inflexión, experimentando un cambio, siendo testigos de un viejo mundo que se acaba y de un nuevo mundo que empieza. Sabemos que algo distinto se está cociendo y tenemos miedo. El miedo nos conduce a la ira, y la ira, al odio.

Es en los recovecos de la complejidad y de la incertidumbre en donde el odio al diferente, la culpabilidad colectiva y los proyectos políticos totalitarios se asientan y germinan

Zygmunt Bauman, filósofo polaco de origen judío —escapó de su país con la invasión nazi en 1939— llamó a esta nueva realidad el mundo líquido (La Modernidad líquida, 2000). En palabras de Bauman: "Vivir en condiciones modernas líquidas se puede comparar con caminar en un campo minado: todos saben que una explosión podría ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar, pero nadie sabe cuándo llegará el momento y dónde estará el lugar". Sus otras ideas en el plano político no son de mi parecer, pero, aquí, Bauman atinó.

Es precisamente en estas condiciones tan volátiles y etéreas en donde la oscuridad y el mal encuentran hueco para asentarse y brotar. Es en los recovecos de la complejidad y de la incertidumbre en donde el odio al diferente, la culpabilidad colectiva y los proyectos políticos totalitarios se asientan y germinan. Es así: cuando estamos caminando sobre la cuerda floja es cuando más atención debemos prestar a nuestro alrededor.

Atravesamos ahora tiempos de incesantes descubrimientos; nos deslumbran, nos engrandecen y hacen nuestra vida mejor. No obstante, el avance imparable de la tecnología y del progreso no debería pasar por encima la dignidad de las personas. En este sentido, no debemos olvidar, porque hacerlo sería una irresponsabilidad temeraria, que el Holocausto fue posible gracias a los adelantos tecnológicos de la modernización.

Fue el gran estudioso del tema, Raul Hilberg, quien nos reveló que los nazis fueron capaces de asesinar a millones de personas esparcidas por distintos países en un corto lapso de tiempo —once millones de personas, entre ellos seis millones de judíos, de acuerdo con las cifras arrojadas por el historiador Timothy Snyder (Bloodlands: Europe Between Hitler and Stalin, 2010)— porque se sirvieron de un complejo y sofisticado proceso burocrático en el que funcionarios, ejército y empresas eran parte sustancial del mismo. Tenían, además, cuentas de resultados. Hilberg relata que incluso los directores de los campos de exterminio competían entre ellos para alcanzar una cifra mayor de cadáveres, como gerentes de empresas del mismo grupo. Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz, a este respecto, consiguió producir 400.000 cadáveres en el verano de 1944. Una tragedia humana —la tragedia del hombre contemporáneo, al decir del filósofo Gabriel Albiac— que provoca escalofríos: fabricar muertos del mismo modo que se fabrican productos materiales.

Ahora tenemos a nuestro alcance mucho más poder tecnológico y la posibilidad —como con toda herramienta— de usarlo para el bien o para el mal.

Por ello, en un día como hoy, en el que se recuerda a las millones de víctimas asesinados por el mero hecho de ser diferentes (no sólo fueron asesinados seis millones de judíos, también gitanos, discapacitados, disidentes políticos, y un largo etcétera de indeseables para el nuevo orden social concebido por el nacionalsocialismo) debemos tener presente la última frontera del progreso debe estar en la protección de las costuras que hicieron posible crear sociedades abiertas, libres y tolerantes.

Representantes políticos, agentes sociales y ciudadanos, todos, deberían, en un día como hoy, reafirmar su compromiso para con las libertades civiles. Porque los derechos personales inalienables, los contrapesos al poder, la responsabilidad individual, la presunción de inocencia, el respeto a las formas procesales, la libertad de prensa, o el principio de legalidad, entre otros, son las más altas vallas que nos protegen de matarnos los unos a los otros por rezar diferente, por mantener un pensamiento opuesto, por tener un color de piel distinto, por prestar fidelidad a otra bandera o por practicar otras tradiciones.

Sin embargo, ya sea por ingenuidad milenial o por amnesia histórica, me niego a pensar que todo caerá, que volverá a suceder algo así; me niego a arriar la bandera del optimismo. En el 75 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, quiero escribir sobre el futuro y sobre la esperanza. A las víctimas nunca, jamás, debemos olvidarlas, pero el mejor homenaje que podemos darles es reafirmar que, mientras estemos vivos, trabajaremos para crear un mundo mejor, en el que las cámaras de gas sólo tengan lugar en los libros de Historia.

Aunque estos tiempos volátiles nos hagan creer que podemos caer de nuevo en guerras étnicas y matanzas indiscriminadas, tenemos que mantener el optimismo en que el futuro será mejor. El desfallecimiento y el derrotismo no son opciones. Sólo hay que atender a los datos: la esperanza de vida pasó de 48 a 72 años desde 1950. En 1960 uno de cada cinco niños se moría antes de cumplir cinco años; ahora sobreviven 24 de cada 25. En los últimos 30 años, el porcentaje de personas que viven en condiciones de pobreza extrema se ha reducido del 36% en 1990 al 9% en 2018. El analfabetismo ha caído desde el 44% al 15% en los últimos 30 años (datos extraídos de esta pieza de Kiko Llaneras).

A las víctimas nunca, jamás, debemos olvidarlas, pero el mejor homenaje que podemos darles es reafirmar que, mientras estemos vivos, trabajaremos para crear un mundo mejor, en el que las cámaras de gas sólo tengan lugar en los libros de Historia

Queda mucho camino por recorrer, es verdad, pero si levantamos la vista de nuestro ombligo nos daremos cuenta de que la humanidad ha mejorado mucho desde que los soviéticos liberaran Auschwitz el 27 de enero de 1945.

Cuando pontifico sobre esto con amigos y familiares, me hacen la misma salvedad: sigue habiendo antisemitismo, sigue creciendo y siguen matando judíos por ello. Es incuestionable: en España y en toda Europa, nuestros colegios y nuestras sinagogas están protegidas por la policía y las fuerzas de seguridad. En EEUU se ha vivido, durante el último año, la peor ola de ataques antisemitas que se recuerda. Siguen muriendo judíos por el hecho de ser judíos.

Aunque estamos infinitamente mejor que en la Segunda Guerra Mundial, nuestra existencia y nuestro derecho a ejercer nuestra diferencia no están normalizados. La situación de los judíos en un país o en un continente, en este sentido, sirve como termómetro de la tolerancia y de las libertades. Ana Palacio explica muy bien este problema, en esta tribuna publicada en El Mundo: "la pujanza del antisemitismo y la tibieza de la respuesta social son manifestaciones sintomáticas de una erosión de los principios fundamentales y las instituciones que estructuran nuestra convivencia".

Es una espada de Damocles que pesa sobre nosotros. ¿Caerá la democracia y volverá a levantarse un gobierno que tenga el exterminio de judíos como programa político? Yo no lo creo. A 75 años de la liberación de Auschwitz, los ciudadanos libres, judíos y no judíos, de todo origen o condición, debemos apostar por el optimismo. Se lo debemos a las víctimas y a las generaciones venideras.

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