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Jesús Laínz

Los voluntarios catalanes como síntoma

Millones de catalanes ignoran en qué consiste Cataluña y están convencidos de ser ajenos a una España a la que los gobernantes han enseñado a odiar.

Millones de catalanes ignoran en qué consiste Cataluña y están convencidos de ser ajenos a una España a la que los gobernantes han enseñado a odiar.

Eduard Llorens Masdeu fue un magnífico pintor catalán bastante menos conocido que Antoni Tàpies, el del calcetín. Entre sus principales obras se encuentran los frescos con los que decoró a finales del siglo XIX el palacio de Sobrellano de Comillas, esa pequeña Cataluña trasplantada a orillas del Cantábrico. Entre otros episodios de la vida de Antonio López, el primer marqués de Comillas cuya estatua barcelonesa derribaron hace pocos meses las huestes de Colau por su incorrección política, los visitantes del palacio pueden contemplar la escena de los voluntarios catalanes embarcando en los buques del marqués en 1869 para luchar contra los separatistas cubanos. En primer plano, un soldado enarbolando una bandera española adornada con el escudo de las cuatro barras.

Según explicó uno de los guías a este juntaletras, la mayoría de los turistas catalanes que visitan el palacio se asombran al ver unos soldados catalanes, tocados con barretinas, yendo a la guerra para defender a España. Y no pocos de ellos no sólo se asombran, sino que les embarga la santa indignación. ¡Cómo se permite la exhibición de semejante pintura! ¡Menudo insulto a Cataluña! Y, sobre todo, ¡cómo se atrevieron aquellos soldados catalanes y aquel pintor catalán a falsificar por adelantado la historia que ellos iban a aprender siglo y medio después en las aulas pujolescas!

Pero no carguemos todas las culpas sobre los fornidos hombros del Molt Honorable saqueador, pues para llevar a cabo su tarea contó con la inestimable colaboración de muy altas autoridades desde la capital del pérfido Estado estatal. Se lo explicaré con una anécdota muy jugosa que tuvo por protagonistas a otros voluntarios catalanes, esta vez los que se alistaron para luchar a las órdenes de O’Donnell y Prim en la guerra marroquí de 1860, aquellos voluntarios cuyas cargas bajo la bandera rojigualda inmortalizara Fortuny y que sirvieron de inspiración a Gerónimo Giménez para componer la célebre marcha titulada precisamente así, Los Voluntarios, el más famoso fragmento de su zarzuela homónima.

Pues cuando tocó organizar las salas del nuevo Museo del Ejército, trasladado por decisión previa de Aznar desde su vieja ubicación en el Salón de Reinos madrileño hasta el Alcázar toledano, aquellos voluntarios pusieron al inmortal ZP y sus ministros al borde de un ataque de nervios. Porque, ¡cómo iban a dedicar un espacio a explicar la historia de aquellos soldados! ¡Qué dirían los catalanistas, desde Mas hasta Maragall, ante semejante insulto a Cataluña! Según parece, tras tensas discusiones con los militares encargados del asunto, a los monclovitas socialistas no les quedó más remedio que admitir que aquel fue un episodio de la historia de España como otro cualquiera, por lo que no cabía censurarlo por mucho que hubieran preferido que nunca hubiese sucedido.

Pero no se me adelante a maldecir a los socialistas, mi muy derechista lector, puesto que el Partido Popular no se ha quedado corto en estos asuntos de acomplejamientos históricos. Es más: si hay un partido español insuperable en materia de complejos, ése es, sin duda, el de la pseudoderechita avergonzada de serlo. Pues, como ya hemos recordado alguna vez desde estas malintencionadas líneas, el eminente historiador Fernando García de Cortázar, cuando dirigió la serie televisiva Memoria de España, tuvo que enfrentarse al gobierno de José María Aznar, el de la derechita valiente, que prefería titularla El hilo invisible para no pronunciar la palabra impronunciable. ¡Cómo era posible que a alguien se le hubiera ocurrido incluir la palabra España en el título de un programa sobre la historia de España! ¡Qué dirían, por el amor de Dios, sus socios separatistas catalanes y vascos de semejante osadía!

Sirva esto como síntoma y explicación de por qué hay millones de catalanes –y de vascos, dicho sea de paso– que ignoran en qué consiste Cataluña y, por lo tanto, están convencidos de ser ajenos a una España a la que los gobernantes, tanto de Barcelona como de Madrid, les han enseñado a odiar.

Toda esta farsa, cayendo lenta e incesantemente como la gota china, acaba empapando hasta el último rincón de la sociedad. Y tarde o temprano desborda por las urnas.

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