Un dato histórico muy bonito: en 1949, décimo año triunfal, FET de las JONS, partido algo fascista amén de único que por entonces lideraba el general Franco, contaba en Barcelona, únicamente en la demarcación de Barcelona, con 47.629 afiliados. En Tarragona, y también en 1949, el 8% de toda la población masculina mayor de 25 años igualmente portaba, se supone que con orgullo, el carnet oficial de la Falange en el bolsillo. Y no por obligación, como ahora sugieren tantas almas piadosas interesadas en borrar las huellas del pecado paterno. A la Falange, aquel grupúsculo marginal de cuando la República reconvertido luego en banderín de enganche del personal político de la dictadura, no estaba obligado a afiliarse nadie. Tan no lo estaba que en los municipios catalanes de más de 10.000 habitantes, y también en 1949, 450 alcaldes y concejales poseían el carnet de FET de las JONS, pero otros 113 ocuparon idénticos cargos oficiales en sus respectivas localidades sin necesidad de llegar a inscribirse nunca en sus filas. Lo que viene a demostrar el carácter estrictamente voluntario de esa militancia. De hecho, una vez completada la ocupación de Cataluña por los rebeldes, Franco pudo contar, y de forma inmediata, con decenas de miles (sí, decenas de miles) de voluntarios, prácticamente todos autóctonos, dispuestos a detentar otros tantos cargos públicos en los más de 900 municipios en que está dividida la demarcación. Cálculos conservadores realizados por historiadores que estudian la época, entre los que destacan las investigaciones del profesor de la Autónoma de Barcelona Martí Marín, cifran en unos 10.000 el número de catalanes que se ofrecieron entonces a las nuevas autoridades franquistas para desempeñar los empleos políticos de la administración local abandonados por los republicanos.
Añádase a ello que, en 1939, solo en la provincia de Barcelona seis mil catalanes se inscribieron, huelga decir que también de modo voluntario, en la Delegación Provincial de Excombatientes. Algo más que indicios, esas cifras, de que el cuento hoy oficial, ese que pretende inventar una resistencia social catalana a la dictadura que habría sido única en todo el país, es solo eso: un cuento. De hecho, la realidad fue justo la contraria. Hubo mucha más represión y ejecuciones en Extremadura o Andalucía, regiones que no contaban con una frontera segura desde la que huir al exterior, que en Cataluña. En toda Cataluña se produjeron 3.688 ejecuciones tras la guerra. Bien, pues solo en Córdoba, ciudad andaluza que nadie ha elevado nunca a los altares de la mitología histórica progresista, fueron 9.579. Y en Sevilla, unas 8.000. Pero es que otro de los mitos que propala el cuento oficial, la ficción de que los maquis catalanes habrían destacado por su importancia en la resistencia armada contra el régimen, tampoco se compadece con la verdad. Al contrario, su relevancia fue muchísimo menor que la que tuvieron las guerrillas comunistas en Galicia, en Asturias o en León. O las andaluzas en Sierra Morena. Pero muchísimo menor. Por lo demás, tan cierto es que las capas obreras catalanas recibieron al nuevo régimen con silente hostilidad como que entre el grueso de las clases medias y altas, a las que habría que sumar la población rural, la actitud hacia Franco osciló entre la pasividad complaciente y el apoyo más o menos entusiasta. Nada muy distinto a lo que sucedió en el resto del país. Recién acabada la guerra, pues, el apoyo social al franquismo en Cataluña no resultó en absoluto marginal.
Pero es que en el periodo del desarrollismo de los sesenta, lejos de reducirse, fue mucho mayor. Mas recordemos antes que quien refuta el argumento del cuento catalanista a propósito de esa segunda etapa es la contradicción lógica entre sus propios argumentos. Así, los publicistas del catalanismo son capaces de defender al mismo tiempo que Franco pretendió arruinar económicamente a Cataluña y que, para lograr ese fin último de destruir su economía, envió allí a cientos de miles de trabajadores de toda España, la imprescindible mano de obra barata que necesitaban sus industrias para afrontar el crecimiento económico explosivo que se inició tras el Plan de Estabilización. Es tan asombroso que nadie repare nunca en una contradicción tan obvia que el asunto hace pensar, y no demasiado bien, en la inteligencia de esa tropa. La realidad, en fin, fue que no solo la nueva tecnocracia que iba a sustituir a los falangistas en la dirección de la economía española estaría dirigida por un señor del barrio de Gracia de Barcelona llamado Laureano López Rodó, es que decisiones como la de ordenar que la factoría de Seat se instalase en Barcelona tuvieron muchísimo que ver con el hecho de que el entonces ministro de Industria fuese un militar catalán llamado Joaquín Planell Riera, antes alto cargo del Instituto Nacional de Industria. Tan aficionados a la memoria histórica y que nunca nos cuenten estas cosas.