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Jesús Laínz

Los hunos y los hotros

Antes de morir, Unamuno reiteró sus obsesiones, como la barbarie del Frente Popular o su adhesión al alzamiento para salvar la civilización.

Antes de morir, Unamuno reiteró sus obsesiones, como la barbarie del Frente Popular o su adhesión al alzamiento para salvar la civilización.
Dibujo de la despedida entre Millán Astray y Unamuno. | Moisés Domínguez

El hecho que cambiaría la actitud de Unamuno con el bando alzado fue el celebérrimo, y muy novelado, episodio del 12 de octubre con él y Millán Astray como principales protagonistas. Al parecer, Unamuno, que presidía el acto en representación de Franco, no tenía pensado hablar, pero las palabras de algunos oradores, sobre todo las del catedrático de Literatura Francisco Maldonado contra vascos y catalanes por considerarlos la anti-España, le hicieron cambiar de opinión. Además de recordar que en aquella mesa presidencial estaban sentados un vasco y un catalán que no podían ser acusados precisamente de antiespañoles, apeló a la concordia en un momento en el que el furor bélico estaba provocando muchas víctimas inocentes en ambas retaguardias.

No quedó registro sonoro ni escrito de lo sucedido, por lo que la única fuente de conocimiento son los testimonios, parecidos aunque no coincidentes, de los que allí estuvieron. Pero la versión que más éxito ha tenido fue la de una persona que no estuvo presente y que elaboró de oídas un relato con el objetivo político de escenificar una lucha entre el bien y el mal, personificados en el bando republicano –el suyo– y el nacional. Se trató de Luis Portillo, viceministro azañista de Justicia exiliado en Inglaterra, cuya libre elaboración "Unamuno’s last lecture", escrita un lustro después de los hechos dando rienda suelta a su imaginación, sería considerada fuente directa por Hugh Thomas para su muy influyente The Spanish Civil War (1961), y desde entonces reproducida incluso por historiadores filofranquistas como Ricardo de la Cierva.

La versión de Portillo consiste en el épico enfrentamiento entre el racional rector y el irracional general, arropado este último por falangistas y legionarios pistolas en mano. El núcleo de la narración es la celebérrima frase, tan repetida como el padrenuestro:

Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitarías algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho.

El problema de dicha frase, como coinciden todos los presentes, es que nunca fue pronunciada. El propio Unamuno lo relataría así en varias cartas posteriores:

Es el terrible resentimiento, es la envidia (…), es la lepra nacional, es el odio a la inteligencia. Y por haber dicho esto en público, y que vencer no es convencer, ni conquistar es convertir, y haber pedido otros métodos, el gobierno dictatorial militar que me restituyó mi rectorado me ha destituido de él sin oírme ni darme explicaciones (carta a su traductora italiana Maria Garelli, 21 de noviembre). En una fiesta universitaria que presidí dije toda la verdad, que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen sino voces de odio y ninguna compasión. ¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray! (carta a su amigo bilbaíno Quintín de Torre, 1 de diciembre).

El matiz es importante, pues no es lo mismo proponer a alguien compasión que reprocharle altaneramente su actitud. Y tampoco aparece testimonio de que Millán Astray pronunciara el igualmente célebre "¡Muera la inteligencia!". Así lo recordó José María Pemán ("La verdad de aquel día", ABC, 26 de noviembre de 1964):

Recuerdo que combatió el excesivo consumo de la palabra anti-España; que dijo que no valía sólo vencer, sino que había que convencer (…) Cuando terminó y se sentó, se levantó, como movido por un resorte, el general Millán Astray, inesperada y para mí innecesariamente (…) Fueron unos gritos arrebatados de contradicción a Unamuno. No hubo ese "muera la inteligencia" que luego se ha dicho y que denuncia claramente su posterior eleboración culta (…) Lo que dijo fue "mueran los intelectuales"... Hizo una pausa. Y como vio que varios profesores hacían gestos de protesta, añadió con ademán tranquilizador: "los falsos intelectuales traidores, señores".

De los testimonios directos recopilados por el biógrafo Emilio Salcedo y, más recientemente, por el historiador Severiano Delgado, se deduce que la tensa versión de Portillo no se atiene a la verdad. En cuanto a las palabras exactas, confirmadas por el propio Unamuno en su correspondencia, debieron de aproximarse a esto:

Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición.

La falsedad de Portillo, tanto en las palabras –brevísimas en los labios de Unamuno y discurso ciceroniano en su pluma– como en los hechos, puede apreciarse también en las fotografías conservadas: Unamuno saliendo tranquilamente junto a Carmen Polo y el cardenal Pla, Millán Astray dándoles la mano amablemente y unos falangistas sin gestos crispados ni ademanes violentos. Pero lo que sí es cierto es que aquel encontronazo implicó su destitución como concejal y rector así como el enfriamiento de sus relaciones con unas autoridades que le dieron la espalda a partir de entonces.

Durante los dos meses que le quedaron de vida concedió varias entrevistas, escribió algunas cartas y esbozó el Resentimiento trágico de la vida, que no llegaría a la imprenta hasta 1991. Si hasta aquel momento había disparado sus invectivas sólo contra el bando republicano, a partir del 12 de octubre las dedicó también al contrario: los hunos y los hotros, como habrían de pasar a la historia de la obra unamuniana. No había transcurrido una semana del agitado episodio universitario cuando Unamuno fue entrevistado por Nikos Kazantzakis para el diario ateniense Kathimeriní. Aunque manifestó su desesperación por la locura que se había adueñado de ambos bandos, a los que acusaba de no creer en nada, ni en Lenin, ni en Cristo, y de que lo único que les movía era la rabia, insistió en su defensa del bando nacional, único capaz de garantizar el orden:

En este momento crítico que está atravesando España, yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud moral. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina y saben imponerla. No haga caso, no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden. Después me levantaré y empezaré a luchar de nuevo por la libertad, absolutamente solo. No soy ni fascista ni bolchevique. Estoy solo.

En los últimos días de octubre le entrevistaron los hermanos Jean y Jerôme Tharaud. Comenzó lamentando que le hubieran destituido "por palabras bien inocentes y que no niego" y concluyó repitiendo su propuesta de suicidio a Azaña. Cuando el entrevistado señaló que lo que estaba sucediendo en España le parecía consecuencia de "una enfermedad mental colectiva, una epidemia de locura con un substrato patológico", los entrevistadores le lanzaron una pregunta muy característica de la visión que suele tenerse de España desde el norte de los Pirineos, a la que Unamuno respondió con una reflexión racial que ya había apuntado dos meses antes al norteamericano Knickerbocker:

–En este furor sanguinario que prevalece tan extrañamente en España, ¿no hay algo que viene de todo lo que en ella hay de árabe y de bereber?

–Es muy posible. Pero hay otra sangre que se ha mezclado en nuestras venas, de la que no se habla nunca, pero que, en mi opinión, tiene una importancia considerable en la formación de nuestra raza y de nuestra mentalidad. Es la sangre de los gitanos, esa población errante de herreros, de estañadores, de negociantes de caballos, de trenzadores de canastas, de las que dicen la buenaventura, que se les encuentra por doquier en este país, hasta en la más insignificante aldea. Tales gitanos tienen instintos primitivos, inhumanos, antisociales, y estoy convencido de que es sobre todo a través de ellos que se ha introducido entre nosotros una herencia cruel.

Posteriormente extendería la crueldad congénita a los andaluces, sin distinción de bandos y con las ideologías como meras excusas. Por ejemplo, el 27 de noviembre escribió esto a Francisco de Cossío, director de El Norte de Castilla y partidario de los sublevados:

Claro está que aun siendo hoy ya toda la Falange algo inmundo, de verdugos demenciados, no comparo lo de aquí, la castellana con la andaluza. Lo de Andalucía es algo que pone espanto. De parte de los hunos y de los hotros. En el fondo es una locura colectiva con cierta base somática. Una epilepsia de la doble lepra española, la sífilis y la envidia. Lo de Málaga, Almería, Granada, Sevilla… es indecible. Esos degenerados andaluces con sus bizantinas pasiones de invertidos sifilíticos y de eunucos masturbadores. ¡Y eso se ampara en yugos y flechas! ¡Como en hoces y martillos!

En cuanto al breve manifiesto que redactó para explicar su postura, y que copió a los hermanos Tharaud, podría resumirse su contenido en estos párrafos:

Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco, me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional (…) En tanto, me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura. Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden todo descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan tono no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, expresidiarios criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas. Y la natural relación a esto toma también muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos (…) Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido querer resistir la presión del salvajismo apellidado marxista, debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror (…) Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional, ya que España no debe estar al dictado ni de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera, puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para rehacer la patria que se está ensangrentando, desangrando, arruinándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello, impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción mas allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan (…) Triste cosa sería que el bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir con un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.

Incapaz de comprender el estallido de furia colectiva, incluido el bando que se decía –y él creía– defensor de la civilización, intentó hallar la explicación en algunos culpables identificables: militares furiosos como Martínez Anido o el propio Millán Astray, curas fanáticos o, sobre todo, unos falangistas a los que en un principio consideró perniciosos por su cercanía al fascismo. A pesar de ello, siempre tuvo en alta estima a José Antonio e incluso, invitado por él, asistió a un mítin falangista celebrado Salamanca en febrero de 1935, asistencia que acabaría teniendo el inimaginable efecto de que por ella la Academia Sueca le privó del premio Nobel de Literatura del año siguiente.

Pero con el paso de los meses fue advirtiendo que los falangistas no tenían la influencia que había supuesto –"parece que los desgraciados falangistas empiezan a reaccionar y a avergonzarse, si es que no a arrepentirse, del papel de verdugos que han estado haciendo"– y cambió su acusación hacia los carlistas y el general Mola, a quien en un principio había tenido por sensato y ahora dedicaba los peores adjetivos. Por el contrario, siempre tuvo en alta consideración a Franco, al que exculpó de los desmanes cometidos por sus aliados. Así se lo explicó a Quintín de Torre, con singular sinceridad por tratarse de una carta privada, dos semanas antes de morir:

En cuanto al caudillo –supongo que se refiere al pobre general Franco–, no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror de retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso. Es el general Mola (…) Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco, sin contar con los otros y fiado –como sigo estándolo– en este supuesto caudillo. Que no consigue civilizar y humanizar a sus colaboradores. Dije, y Franco lo repitió, que lo que hay que salvar en España es la "civilización occidental cristiana" puesta en peligro por el bolchevismo, pero los métodos que emplean no son civiles, no son occidentales, son africanos –el África no es, espiritualmente, Occidente–, ni menos son cristianos. Porque el grosero catolicismo tradicionalista español apenas tiene nada de cristiano. Eso es militarización africana pagano-imperialista; y el pobre Franco (…) se ve arrastrado en ese camino de perdición. Y así nunca llegará la paz verdadera. Vencerán, pero no convencerán, conquistarán, pero no convertirán.

Una semana antes de su muerte recibió a Armando Boaventura, del lisboeta Diário de Noticias, a quien le subrayó que consideraba a las "hordas rojas" unos "fenómenos patológicos, malhechores, expresidiarios, criminales natos de tipo lombrosiano que procuran satisfacer las ruines pasiones que abrigan en sus instintos de bestias feroces". En cuanto al bando nacional, le indicó su disgusto por todos los partidos agrupados en él y su adhesión a Franco, "un buen hombre y un gran general".

En sus últimas líneas, esbozadas tres días antes de morir, el desesperado Unamuno reiteró sus obsesiones: la barbarie del Frente Popular, su adhesión al alzamiento para salvar la civilización, los métodos no civilizados de los militares, el desquite de inspiración carlista y frailuna por encima de la lucha contra el marxismo, el exilio exterior o interior que esperaba a muchos españoles inteligentes y limpios de corazón, el abatimiento…

Lo dejó anotado en las desordenadas cuartillas de El resentimiento trágico de la vida: "Da asco ser hombre".

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