El Imperio Progre nos depara espectáculos de diversión de los que piden un gin-tonic para disfrutarlos. Por ejemplo, la campaña contra Donald Trump en que los progres usaban como fuente de autoridad a la CIA para convencerte de que el ‘magnate inmobiliario’ era un agente de Moscú. ¡La misma CIA a la que antes detestaban por estar implicada en golpes de Estado contra líderes progresistas de todo el mundo y por haber asegurado que en Irak había armas de destrucción masiva!
La realidad, cada vez más surrealista, nos ha deparado otro de esos espectáculos. El concejal de Vox en el Ayuntamiento aragonés de Cadrete ordenó retirar un busto de Abderramán III instalado por el anterior gobierno municipal de izquierdas de una plaza y colocarlo en el interior del castillo, que el califa mandó edificar para preparar el sitio de Zaragoza. En cuanto Izquierda Unida y la Chunta Aragonesista difundieron la actuación municipal, el Imperio Progre salió en defensa de la ‘memoria histórica’ del Omeya.
Los feministas defienden el harén del califa
Qué carcajadas me ha producido ver a izquierdistas ateos, feministas, asamblearios y multiculturales salir en tromba a alabar a Abderramán (891-961) que fue: un monarca despótico, dueño de la vida de sus súbditos y esclavos; un jefe religioso, ya que como califa era comendador de los creyentes en Alá; dueño de un harén con 6.300 mujeres y de cientos de eunucos; impulsor de la esclavitud como industria andalusí; invasor de los reinos cristianos; opresor de cristianos y judíos; etcétera, etcétera.
El historiador árabe Ibn Hayyan recoge los elogios contemporáneos al califa, autoproclamado como tal en el 929, después de derrotar la rebelión de Samuel ibn Hafsún, que había derivado hacia una guerra de resistencia racial y religiosa contra los Omeya y sus clientes, que los encontramos en el libro del profesor Darío Fernández-Morera El mito del paraíso andalusí. A Abderramán se le alaba por haber montado un sistema de delación en las ciudades y las mezquitas que arrancaba la disidencia política y las herejías musulmanas.
La respuesta de los admiradores de Abderramán ha consistido en el manido "y tú más". Es decir, en replicar que en el resto de Europa pasaba lo mismo. Sin embargo, en los reinos españoles que periódicamente asolaban los andalusíes no se admitía la poligamia ni las mujeres estaban sometidas a discriminación legal. Otro argumento muy usado en los debates tuiteros ha sido el del gran desarrollo económico y cultural de Córdoba, el cual, trasladado en el tiempo, supondría absolver al régimen franquista de las supuestas cunetas por haber colocado a España como octavo país más industrializado del mundo y extendido la educación universitaria. ¡Qué paradojas!
El momento más divertido ha sido aquel en el que la ‘pandi multicultu’ ha afirmado que Abderramán era tan español o más incluso que los Reyes Católicos, el Cid, Pelayo y los visigodos. El entusiasmo por el más ilustre de los Omeya, la dinastía que aprobó la invasión de España en el 711, ha llevado al catedrático José Luis Corral a asegurar que Abderramán III "no tenía casi gota de sangre musulmana". ¡Sorprendente hallazgo el de la sangre musulmana! ¡Si hubiesen dispuesto de él en el III Reich! El mismo historiador declaró a otro digital que "Abderraman III era más español que los reyes visigodos; hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de hispanos". ¿Y éstos son los que afirman que no se puede hablar de más o menos españoles?
Por qué era rubio
Por supuesto que Abderramán III era de piel clara y barba rubia, que se teñía de negro. Igual que sus antepasados Omeyas. Pero, ¿por qué? Porque sus favoritas y las de su padre y su abuelo eran mujeres del norte de España incorporadas a sus harenes a la fuerza, mediante secuestro o compra. La supuesta identidad racial hispana de los Omeya provenía de la esclavitud sexual a la que sometían a sus súbditos y enemigos.
Desde luego, Abderramán III fue un gran líder político. Reconstruyó la unidad política de al-Ándalus, erradicó las sempiternas rebeliones y, como luego harían los Reyes Católicos y el emperador Carlos V, lanzó campañas de conquista de plazas en el norte de África para impedir nuevas invasiones de la Península. Convirtió Córdoba en una gran capital, cuya riqueza se basaba, entre otros factores, en la condición de vía comercial entre las minas de oro africanas y los esclavos blancos y en su fuerza militar y naval. Pero medio siglo después de su muerte, Medina Azahara fue destruida y en 1031 los cordobeses expulsaron al último califa, Hisham III, bisnieto suyo.
Este personaje es objeto de una campaña de blanqueamiento similar a la que se beneficia Juan Negrín. Como escribe Rafael Sánchez Saus (Al-Ándalus y la Cruz), el califato (929-1031), que es un concepto político-religioso consagrado al combate contra los enemigos de Alá,
es el período, muy corto en comparación con la larga historia de al-Ándalus, sobre el que desde hace mucho tiempo se han afanado los constructores de los mitos vinculados a él, en especial el conocido como el de la España de las Tres Culturas, para trazar una imagen exagerada e inexacta para el califato, rotundamente falsa para todas las demás etapas, de convivencia, paz y tolerancia entre los miembros de las distintas etnias y religiones
Los andalusíes no eran españoles
Vayamos al meollo del debate. Abderramán y los andalusíes, ¿eran españoles?, o, dicho de otra manera, ¿pertenecen a nuestra tradición? La respuesta tiene que ser un rotundo no.
No se trata de genética, materia en la que un estudio reciente ha demostrado, como ya sabían los verdaderos historiadores, que al-Ándalus no ha dejado huella en España, sino de espíritu, de cultura y de voluntad.
La repoblación de la Andalucía reconquistada se hizo con españoles del norte. Como ha demostrado Pierre Guichard, los andalusíes miraban a África y Oriente Próximo para buscar aliados militares y modelos culturales, a la vez que mantenían las estructuras sociales árabes, basadas en el clan. Hasta los mozárabes estaban orientalizados; a pesar de ser cristianos, reducían el latín a la liturgia, hablaban árabe y usaban nombres árabes, se circuncidaban y se jactaban de descender de linajes árabes; nada de ello impidió su discriminación y posterior expulsión o huida de ese supuesto paraíso de tolerancia que era al-Ándalus.
Por los motivos que fuese, desde la Providencia a una potente tradición nacional preexistente a la invasión musulmana, hubo una pronta resistencia, por pequeña que fuese, y un deseo de restaurar o recuperar la España perdida. Por eso, Alfonso III, rey de Asturias entre 866 y 910, antes del acceso al trono de Abderramán III, se hizo llamar Hispaniae imperator e Hispaniae rex.
Obviamente, los españoles del siglo XXI no somos idénticos a San Isidoro de Sevilla, a Recaredo, a Ordoño I o a Alfonso III, pero entre ellos y nosotros hay una continuidad, una línea recta que no existe con los Omeya o Boabdil el Chico. Y esto es así aunque algunos compatriotas se empeñen en soñar con un lugar donde creen que dispondrían de yawati al-wat (esclavas para el coito), recibirían oro del califa por un poema de halago y verían la erradicación de las campanas de las iglesias.