Margueritte y Remi Cassigneul y Gerard Verdonk vivían muy cerca de la playa Juno en junio de 1944. Eran prácticamente unos niños –Remi y Gérard tenían 18 años y Margueritte uno menos– pero todavía se encuentran en bastante buena forma para tener ya más de 90 años: los tres son capaces de moverse por sí mismos con cierta soltura y sin excesiva inseguridad y Gerard, de hecho, aún anda rápido y con paso resuelto pese a apoyarse en un bastón de final puntiagudo.
Comparto mesa con los tres en un restaurante a unos pocos metros de la playa de Juno, una de las cinco que en la mañana del 6 de junio de 1944 vieron llegar a la mayor flota de guerra jamás reunida y a miles de hombres que desde allí comenzarían el asalto final al nazismo, una de las peores amenazas a la libertad que ha sufrido Europa en su historia, probablemente sólo superada por el comunismo que sojuzgó a la mitad del continente durante décadas.
Los tres vivían en esa misma zona, y recuerdan que todo parecía indicar que "algo" iba a ocurrir: "Vi pasar a los aviones que iban a bombardear las baterías de cañones cerca de la costa, sabíamos que el desembarco estaba planificado y, de hecho, en la mañana del seis cuando unos alemanes vinieron a nuestra granja mi padre les dijo que estaba en marcha y que lo mejor que podían hacer era irse".
Margueritte nos cuenta que la noche previa al Día D "hubo mucho ruido y muchas bombas, mi padre decía que era el desembarco y nos encerramos todos en la casa", casi puedo imaginar la escena: la gran familia en la bodega, en silencio y en la oscuridad, esperando que todo pasase.
Los propios alemanes fueron conscientes de que había llegado la invasión poco después de que esta empezase, "a eso de las siete de la mañana dos alemanes me dijeron que eso era la invasión, unas horas después vi pasar el primer carro de combate canadiense", nos dice Remi.
Malentendidos trágicos
Mis tres interlocutores trataron con los soldados canadienses en aquellos días de junio del 44 y los vieron triunfar, pero también morir, en ocasiones muy de cerca tal y como me cuenta Margueritte: "Los canadienses llegaron y pensamos que ya se había acabado la guerra, que ya estábamos liberados, pero no era así. En mi pueblo un francotirador estaba en la torre de la iglesia y mató a un soldado canadiense justo cuando yo estaba hablando con él, justo delante de mí".
Y no siempre eran los soldados los que morían. Como todo el mundo sabe la Batalla de Normandía se cobró también un precio altísimo de víctimas civiles, a veces de una forma triste y estúpida como nos cuenta Remi: "Llegó un soldado, salimos todos con las manos en alto y nos preguntó si había alemanes en la casa, no lo entendimos bien, no nos explicamos bien y él pensó que sí y acabó tirando una granada de mano dentro y matando a mi abuelo. Nosotros creíamos que nos había preguntado si había hombres en la casa".
En otros casos confusiones similares acabaron un poco mejor: "En otra casa del pueblo los disparos de un soldado le dieron a una niña", nos cuenta, "pero ella sobrevivió, aunque tuvo la bala en su interior toda su vida".
"No se podía ver el mar"
Por supuesto, no todas las relaciones con los soldados tuvieron un tinte tan trágico, Margarite recuerda que "los que hablaban francés –obviamente soldados provenientes de la parte francófona de Canadá– eran muy simpáticos" y también habla de que les daban comida e incluso de un soldado que le contó "cómo había desembarcado con su bicicleta y que quería casarse conmigo", nos dice sonriendo con un punto de enternecedora coquetería.
Aunque parezca increíble en una situación así, los normandos seguían viviendo una vida más o menos normal y sentían más curiosidad que miedo, así que el día siete, cuando los canadienses ya habían llegado a sus casas, se fueron a la playa a ver el gran despliegue bélico que se encontraba frente a la costa: "Había tantos barcos que no se podía ver el mar", me cuentan.
Y eso que la playa de Juno no fue una de las que se eligieron para desembarcar el material más pesado, como nos recuerda con buena memoria Gerard: "Aquí sólo traían soldados, los tanques y los camiones iban a otro sitio".
Las relaciones con los alemanes
Un capítulo peculiar de los recuerdos de nuestros compañeros de mesa son las relaciones con los ocupantes, al menos con los que estaban en su zona: "No había problemas con ellos, no eran jóvenes de las SS", nos dice Gerard, que sin embargo también cuenta cómo se veían obligados a trabajar para los nazis.
"Yo tuve que reparar carreteras y también trabajé en el Muro Atlántico –la serie de fortificaciones en toda la costa europea con las que Hitler esperaba rechazar la invasión– incluso algunas veces recorría varios kilómetros de vías para comprobar que no hubiese sabotajes", nos cuenta Remi. Por supuesto, no era nada voluntario: "Al que no trabajaba lo mandaban a Alemania".
Gerard, por su parte, recuerda haber estado "cortando los árboles para los 'espárragos de Rommel' –una sencilla pero mortífera arma diseñada por el famoso general alemán, que consistía en una madera enterrada en la arena de las playas con una mina en la parte superior– y también que "los metíamos en los agujeros" en las playas.
Sin embargo, el trabajo tenía una doble cara. Gerard nos cuenta que se decían a ellos mismos "vamos a trabajar despacio para asegurarnos que los alemanes no ganen la guerra" y, más allá de las declaraciones de intenciones, sí hacían cosas para que los alemanes perdiesen la guerra: "Mi padre estaba en la resistencia, así que cuando estábamos trabajando en los búnkeres contábamos los pasos entre unos y otros y pasábamos esa información".
Paradójicamente, estar en la resistencia o cerca de alguien de la resistencia era una de las formas de mantenerse más o menos al tanto de lo que ocurría. La otra era "saber alemán y poder hablar con los alemanes". Y eso aún a pesar de que, aunque "estaba prohibido escuchar la radio casi todas las casas tenían una oculta en la bodega", como nos cuenta Margueritte.
Días de necesidad
A pesar de la dureza de algunos de estos recuerdos mis tres interlocutores tuvieron más suerte que otros compatriotas: la guerra pasó rápido por sus pueblos e incluso durante la ocupación vivían en granjas y en un área en la que las necesidades básicas estaban mejor cubiertas, pero aún así recuerdan que "la ocupación era pobreza –nos cuenta Remi–, para comprar cualquier cosa tenías que pedir permiso".
También comentan que recibían a familiares de otras zonas de Francia que llegaban a Normandía para pasar unos días y huir de la miseria. De hecho, Gerard recuerda que en aquellos días "hasta los alemanes tenían hambre".
75 años después, Margueritte, Remi y Gerard siguen viviendo en los pueblos en los que vieron llegar y pasar uno de los acontecimientos clave de la historia de Europa, pero para ellos no es una página en los libros o un capítulo de un documental, es una parte de sus vidas que les gusta recordar y contar y que gracias a ellos podemos conocer desde otro punto de vista: el de los que estaban allí y siguieron estando allí.