Hace muchos años ya, cuando el anarcosindicalista Cecilio Gordillo, de Sevilla, me informó de sus propósitos de poner en marcha proyectos para la recuperación de ciertos hechos para la memoria histórica, le dije que sería muy necesario que en la dirección de aquella iniciativa estuviesen todas las víctimas, no sólo algunas. Por fin un proyecto común, nacional, compartido y reconciliador. Naturalmente, no tuve éxito porque, por comprensivo que él fuera con mi posición, no todos en la izquierda la compartían. Ya se ha visto.
Sí pude colaborar con él en el rescate de la figura de Melchor Rodríguez, el anarquista sevillano que salvó a miles de personas de los fusilamientos de Paracuellos y otros lugares de asesinato sin juicio, enfrentándose directamente a las autoridades comunistas que las impulsaban y organizaban. Siempre pensé que don Melchor necesitaba una biografía, asunto ya resuelto gracias a mi antiguo compañero en el grupo 16, Alfonso Domingo, y una película —aún sin hacer—, que mostrara cómo fueron aquellos días, quiénes hicieron qué cosas, cuál fue su destino y el final de su vida, sobre todo su emocionante entierro.
El profesor García Morente me ha recordado aquel intento de poner cordura en la recuperación de toda la memoria histórica, no de una memoria hemipléjica destinada como acción política sectaria y parcial a ocultar deliberadamente las verdades de lo sufrido por los españoles, por todos ellos, especialmente por los más desvalidos en ambos bandos.
Gracias a Agapito Maestre, como ya he señalado en alguna ocasión y a su reciente libro sobre Ortega, tuve conocimiento de El hecho extraordinario, inicialmente unos folios del filósofo Morente dirigidos en 1940 bajo la forma de carta a José María García Lahiguera, luego obispo de Huelva y arzobispo de Valencia, y publicados bastantes años después de la muerte de nuestro pensador, acaecida en 1942.
Olvidado durante más de una década, el ahora librito de García Morente tenía el propósito de informar, relatar o describir, tal vez mejor, a alguien de su confianza el "hecho extraordinario", en realidad, un cúmulo de acontecimientos que motivaron su conversión al cristianismo en 1937, en plena guerra civil española. Pero no me detendré en esa íntima narración de su metamorfosis espiritual, sino en las intercalaciones ambientales que introdujo y que nos dan un testimonio particular, pero muy apreciable acerca de cómo vivió la violencia de la contienda fratricida española.
Lo primero que cuenta García Morente es el asesinato de su yerno. Y lo hace así: "El 28 de agosto de 1936 fue asesinado mi yerno en Toledo. Yo sentía por mi yerno un gran cariño, mezclado con algo así como respeto y admiración. Era un joven de veintinueve años, digno de amor por todos conceptos. Su conducta moral había sido siempre ejemplar… Su vida personal también había sido siempre de acendrada religiosidad. Pertenecía a la Adoración Nocturna. Acaso esta circunstancia no haya sido totalmente ajena a su desgraciada muerte".
Inmediatamente después añade: "Y en su carrera de ingeniero de montes y luego de ingeniero geógrafo, iba caminando hacia un porvenir muy halagüeño. Sin duda alguna habría llegado a hacerse una excelente posición. Yo estaba realmente encantado con él. Ya me había dado una nietecita monísima, y poco antes —dos meses— de su muerte nació el nieto. Recibí la noticia de su muerte estando yo en la Universidad, en el acto de entregar el decanato —del que fui destituido por el Gobierno rojo— a mi sucesor, señor Besteiro. De mi casa, por teléfono, me comunicaron el fallecimiento de mi yerno. Yo comprendí en seguida que había sido asesinado. Y la impresión que la noticia me produjo fue tal, que caí desvanecido al suelo".
Naturalmente, don Manuel entró en estado de pánico y trató de salvar a su hija y a sus nietos, tal vez, asimismo amenazados de muerte. Por eso, pidió a don Julián Besteiro, socialista y nuevo decano de la Facultad de Filosofía, que lo ayudase. Lo cuenta así: "…pedí al señor Besteiro que interpusiera toda su influencia para lograr el rápido y seguro traslado de mi hija y nietos de Toledo a Madrid. En efecto, el señor Besteiro, muy noblemente, consiguió que un vehículo oficial, con escolta de dos guardias, fuera a recoger a mi hija y nietos. Dos días después, a las once de la noche, llegaban estos a Madrid. Nosotros, en casa, esperábamos desde las ocho su llegada. Fueron tres horas de angustias mortales. Por mi imaginación desfilaban ya toda suerte de cuadros trágicos; veía a mi hija también asesinada, a mis nietos arrebatados por manos hostiles o indiferentes, conducidos a sabe Dios qué campamentos o asilos infantiles, perdidos en vida para siempre".
Pero la angustia no terminó ahí porque en aquel momento la vida, la hacienda, la honra, dice, se hallaban a merced de cualquier malvado o malintencionado que quisiera pisotearlas. La casa estaba en el silencio que producen la angustia y el terror. No se salía a la calle salvo para proveer las más urgentes necesidades vitales. Y sigue: "Un día, los milicianos vinieron a llevarse al hijo mayor de nuestros vecinos de piso. El pobre muchacho fue a la cárcel, y más tarde lo asesinaron en Paracuellos. Otro día, sistemáticamente, quemamos en la caldera de la calefacción toda la documentación y correspondencia que yo guardaba del año en que desempeñé la Subsecretaría de Instrucción Pública en el Gobierno del general Berenguer. Al día siguiente —fue providencial— vinieron a registrar mi casa".
Agazapados tras las ventanas, miraban lo que pasaba fuera, sobre todo los coches que se paraban delante de la casa. Cuando se apreciaba que estaban subiendo escalones, se contaban con el corazón encogido para ver si la muerte venía a por ellos o a por otros. "Cuando habían pasado nuestro piso lanzábamos un suspiro de satisfacción. ¡La muerte iba a otra casa! Mis hijas, mi cuñada, mi tía, la antigua sirvienta que tenemos desde hace veintiséis años, reuníanse en un rincón de la casa y se estaban horas y horas rezando. Yo entonces no podía, y acaso no sabía, rezar".
Poco menos de un mes después del asesinato de su yerno, el 26 de septiembre de 1937, recibió por la mañana temprano un aviso confidencial que le advertía que debía marcharse de España porque algunos elementos descontentos con su gestión en el Decanato de Filosofía y Letras habían acordado matarlo, "como era usual entonces. Obedecí prudentemente el aviso y consejo. Pude obtener un salvoconducto por medio de un ministro que era amigo mío, y con el pasaporte, aún válido, que me había servido para ir a Poitiers a primeros de julio, salí para Barcelona y Francia. En Barcelona pasé un susto enorme. Estuve a punto de ser detenido, habiéndoseme confundido con otra persona. Por fin salí de España y llegué a París el 2 de octubre. Tenía setenta y cinco francos en el bolsillo".
De la altura moral del ex decano da él mismo una aproximación cuando se cuestiona su proceder escapando de Madrid había sido o no un acto adecuado. Llegó a París sin dinero y con el alma llena de preguntas y dudas morales. "¿Había hecho bien en abandonar mi casa y a mis hijas y ponerme egoístamente a salvo?". Tras sopesar que si la sospecha de que querían asesinarle era cierta no habría podido ayudar más a su familia, consideraba acertado y prudente haber huido de España, como los hechos mostraron posteriormente.
En largas noches de insomnio, con Montmartre y la torre Eiffel al fondo, discurría "sobre el modo de sacar de España a mis hijas y a mi familia, sobre la manera de hacerlas subsistir en el extranjero (yo, que vivía de limosna) si, al fin, lograba sacarlas de España". Para ello hizo algunas gestiones por medio de la embajada de Inglaterra y otras por vía de la Cruz Roja Internacional, que ni le contestó. A fines de enero de 1937, recibió una carta de la Editorial Garnier Fréres que le propuso la confección de un diccionario francés-español y español-francés, gracias a un amigo suyo, editor catalán, también huido en París. Además de tranquilizarlo, le supuso ganar algunos francos. A mediados de marzo, le fue ofrecida la cátedra de Filosofía en la Universidad de Tucumán (Argentina) por su amigo, el profesor Alberini.
Aceptó el encargo, dada su precariedad económica, pero condicionando la marcha a Argentina a ser acompañado por sus hijas y sus nietos. Pero, claro, primero tenían que salir de España. La oportunidad se presentó precisamente en la casa que habitaba en Auteuil don José Ortega y Gasset al que visitaba con frecuencia. Aquel día "encontré en la sala de don José a un catedrático de Madrid, que estaba allí de visita, y a quien yo conocía mucho y trataba con intimidad y cariño. Este señor no era ni es rojo. Pero tenía el pobre la desgracia enorme de tener a sus hijos —varones todos y ya mayores— divididos en la cuestión española. Uno de ellos estaba sirviendo como teniente de Ingenieros (voluntario) en el ejército de Franco. El otro, en cambio, médico, era secretario particular del doctor Negrín".
Durante la conversación se habló del ofrecimiento de la cátedra en Argentina, de su aceptación, pero asimismo de la necesidad de que su familia saliera de España. "Entonces aquel señor catedrático dijo que su hijo, el secretario particular de Negrín, llegaba al día siguiente en avión de Valencia, que él le hablaría de mi deseo, que me proporcionaría alguna entrevista con el muchacho y que quizá se pudiera conseguir algo".
En efecto, se entrevistó con el hijo del catedrático, que llegó a París, de Valencia, en avión al día siguiente. "Le expuse mi deseo. Le dije que Negrín me conocía bien. Le rogué que procurase la salida de mis hijas y nietos. Negrín no era entonces presidente del Consejo, sino ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero. El hijo del catedrático me prometió hacer todo cuanto estuviera de su parte para satisfacer mis deseos". Después, escribió a sus hijas, a las que otras veces había advertido por las forzadas expediciones desde Madrid a Valencia llenas de bombas y peligros.
Las hijas de Morente llegaron en coche a Valencia el 4 de abril de 1937, tras haberse entrevistado con el propio Negrín que les prometió pasaporte para el traslado a París. Morente, entusiasmado, buscó incluso alojamiento, pero comenzaron a pasar días sin que el viaje se realizase. De pronto aparecieron dificultades burocráticas, atascos de tramitación y más excusas que impedían la expedición de los documentos. Hacia el 20 de abril recibió carta de Valencia que dejaba entender que había «algunas dificultades para el proyectado viaje. El 27 de abril recibió un telegrama que decía: «Imposible viaje. Dinos si regresamos Madrid o vamos Barcelona». Tras aprobar la marcha de su familia a la ciudad condal, comenta Morente: "Realizábase mi sospecha. El Gobierno negaba la salida a mis hijas… los rojos conservaban a mis familiares como rehenes para mantenerme a mí mudo e inactivo".
El día 3 de mayo recibió carta de sus hijas desde Barcelona, ya instaladas en casa de unos parientes. En la primera quincena de mayo, cayó el gobierno Largo Caballero que impedía el traslado de sus hijas a París por vía del ministro de Gobernación, Ángel Galarza, sobre el que recayeron sospechas acerca de los asesinatos de Paracuellos.
Siendo ya presidente del gobierno Negrín, García Morente volvió a escribirle para reiterar su petición de permiso para el viaje de sus hijas a París. La carta no tuvo respuesta, pero en junio recibió un telegrama desde Barcelona anunciándole que sus hijas salían para Francia. Al día siguiente, recibió otro telegrama de Cerbère con la hora de la llegada a París. "El 9 de junio tuve la alegría inmensa de abrazar a mis hijas y nietos. Me encontraba al frente de una familia de seis personas mayores y dos niños. No había que pensar en otra solución sino la de América... En pocos días quedó arreglado el viaje a Buenos Aires, recibido el dinero, obtenidos los pasaportes. El 20 de junio embarcamos en Marsella. El 10 de julio llegamos a Buenos Aires. El 17, a Tucumán. Y empecé inmediatamente mis conferencias y clases".
Volvió a España en 1938 y tras su "hecho extraordinario", el de su conversión al cristianismo, tomó la decisión de hacerse sacerdote. Pero nos ha dejado un testimonio vital, igualmente extraordinario que demuestra, una vez más, que la memoria histórica, toda ella, debe ser nacional, conciliadora y completa no sectaria ni agresiva ni parcial.