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Veronica Phillips: vida y devastación

"Mataban a todos los que se quedaban atrás, a quienes no podían seguir caminando porque estaban exhaustos. Bum, bum, bum, bum, bum; muertos"

"Mataban a todos los que se quedaban atrás, a quienes no podían seguir caminando porque estaban exhaustos. Bum, bum, bum, bum, bum; muertos"
Veronica Phillips | Julian Pokroy Photographic

Con motivo del Día Internacional de la Memoria de las Víctimas del Holocausto, que se celebra cada 27 de enero, Libertad Digital publica esta entrevista inédita a la superviviente de los campos nazis –y de las Marchas de la Muerte– Veronica Phillips, que tiene más de 90 años y vive en Johannesburgo.

A principios de 2016 fui a ver a Veronica Philips al piso en el que vivía entonces en el barrio de Killarney, una de las zonas de Johannesburgo con mayor presencia judía. "Eres el primero al que le cuento muchas de estas cosas", me dijo nada más comenzar la entrevista, y después me explicó que nunca había hablado con nadie, ni con su madre ni con su hermano, de muchos de los detalles de la tragedia que le tocó vivir en primera persona. "Solía ir a Hungría a ver a mi prima, con la que estuve allí, y nunca dije una palabra sobre lo que pasamos".

Como la propia Veronica, que había ido a la peluquería y se había maquillado para la entrevista, el apartamento transmitía amor y dedicación. Entre los muchos recuerdos expuestos en las paredes destacaban las fotos de numerosos niños: los hijos de sus familiares más cercanos esparcidos por todo el mundo. Además de asesinar a parte de su familia, los nazis privaron a Veronica de la posibilidad de ser madre. Durante su estancia en uno de los campos, los guardas obligaban a las mujeres a ingerir bromuro para evitar que menstruaran. "Debido a ello, no pude tener hijos, y he tenido 8 abortos", me dijo Veronica tratando de ahogar el llanto.

"Nunca olvidaré los gritos de esa pobre gente"

Veronica Philips se llamaba al nacer Veronika Katz, y vino al mundo a mediados de los años 20, en el seno de una familia religiosa en el distrito judío de Budapest. Veronica tuvo la desgracia de crecer en los tiempos de las Cruces Flechadas, uno de los movimientos antisemitas más crueles de Europa, que asesinaron a uno de sus primos delante de su madre y la deportaron junto al resto de judíos y gitanos húngaros después de que tomaran el poder, en 1944. Antes de ser enviada a los campos, Veronica fue forzada a trabajar en una fábrica de uniformes militares. Vigilados por sus verdugos, los judíos iban todos los días a sus puestos de trabajo vistiendo uniformes a rayas blancas y negras y estrellas amarillas. Una imagen de aquellas jornadas estremece a Veronica todavía hoy: los cruces flechadas intentando arrancar las barbas de los judíos religiosos en las calles de Budapest. "Los gritos de esa pobre gente nunca los olvidaré".

El 1 de diciembre de 1944, cuando ella tenía 18 años, llegó la deportación. Obligados por las Cruces Flechadas, Veronica y otros muchos judíos caminaron desde Budapest a una estación de tren de las afueras. "Nos pusieron a 80 en cada vagón y el tren comenzó a moverse". Las mujeres iban en la primera mitad del tren, los hombres en la segunda. Nadie sabía a dónde iban. Veronica iba con su prima. Su padre, en uno de los vagones posteriores. Su madre y su hermano se habían quedado en el gueto de Budapest. En una de las paradas que el tren hacía para que los deportados orinaran pudo ver a su padre, que le envió a Veronica un mensaje de optimismo y le dijo que sobrevivirían: estaban fuertes y sanos, podían trabajar; y no habían oído hablar de las cámaras de gas. Veronica volvió a su vagón, su padre al suyo, y las dos mitades del tren se separaron. Fue la última vez que Veronica vio a su padre.

Después de lo que a ella le parecieron diez días de viaje, el tren llegó a Ravensbrück, el campo de concentración para mujeres situado 90 kilómetros al norte de Berlín. "Las luces brillaban, los perros corrían arriba y abajo". Quienes sobrevivieron al viaje salieron del tren. Las guardias les ordenaron a gritos que se desnudaran, abrieron el agua durante cinco minutos para que se lavaran y les dieron la ropa de quienes habían muerto. La ropa, relata Verónica, estaba llena de pulgas. Algunas prendas tenían huevos de pulga. Cuando las prisioneras se las ponían, las larvas comenzaban a salir al sentir el calor de los cuerpos.

Veronica recuerda la brutalidad de las guardias, todas mujeres, pero también la de las mismas prisioneras: "Un día no teníamos agua y fui a uno de los barracones a beber. Las judías polacas que vivían allí empezaron a pegarnos. Ellas habían llegado antes al campo. No había solidaridad ni siquiera entre los propios judíos. Todos queríamos sobrevivir".

De las Marchas de la Muerte a la liberación

Los administradores del campo comenzaron a mandar gente a las cámaras de gas. Los nazis necesitaban a 120 prisioneras para trabajar en una fábrica de piezas de avión. Veronica fue seleccionada porque hablaba alemán, y consiguió meter a su prima en el grupo. De esta manera salvaron la vida. Las seleccionadas fueron trasladadas a Penig, un subcampo de Buchenwald más próximo a la fábrica, donde trabajaban de sol a sol. Desde allí veían los edificios en llamas que habían sido alcanzados por los bombardeos aliados. "Queríamos que nos bombardearan a nosotros también".

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Con la derrota cerca, los alemanes evacuaron a los prisioneros de los campos y se replegaron con ellos hacia el interior de Alemania en las llamadas Marchas de la Muerte. "Mataban a todos los que se quedaban atrás, a quienes no podían seguir caminando porque estaban exhaustos. Bum, bum, bum, bum, bum; muertos". Para no ser ejecutados, los prisioneros se esforzaban en mantenerse al frente del grupo. No tenían comida y se alimentaban de hierba para seguir vivos. Veronica no recuerda cuántos días caminó bajo la custodia nazi. Las condiciones extremas del momento, con las bombas cayendo cerca y los aviones volando sobre sus cabezas, hacen difícil para ella recordar lo que pasó, y algunos detalles han ido desvaneciéndose con el tiempo. "Lo único que recuerdo es que fuimos liberados en Johanngeorgenstadt".

Era un día de mayo de 1945. Veronica recuerda que los soldados "venían de todas partes" y que había "muchos rusos", que eran "horribles". "Violaban a las mujeres, a todos esos huesos con piel", explica. Ella no pesaba más de 35 kilos cuando fue liberada. El único deseo de los supervivientes era volver a casa, aunque no sabían qué se encontrarían en casa, si es que aún tenían casa. Los aliados les alojaron en un lugar seguro y les dieron de comer carne de caballo. Veronica estuvo enferma cinco días. Los supervivientes regresaban a sus países en trenes, pero ella y su prima decidieron no viajar en los vagones por temor a ser violadas. Volvieron a Hungría escondidas en un tren de carga que transportaba petróleo. El hecho de que fueran las dos "muy pequeñas", dice, contribuyó a que nadie las descubriera.

El regreso a Hungría

Al bajar del tren "nos dieron la bienvenida los judíos húngaros de un comité que esperaba a la gente que volvía". Y entonces, en la estación de tren, vino el momento más difícil. Tras dejar atrás el infierno se enfrentaban por primera vez a cómo sería su nueva vida. "Comencé a decirme a mí misma: ¿qué me voy a encontrar?". Veronica, que intenta no llorar mientras lo revive en el salón de su casa de Johannesburgo, subió a un tranvía en dirección al que había sido su hogar. Al ver el aspecto que tenía, no le pidieron el billete. Durante aquel corto viaje lleno de angustia, no dejó de preguntarse qué se encontraría, si habría sobrevivido alguien o toda su familia había sido asesinada. "Por suerte, encontré a mi madre y a mi hermano", que habían visto el final de la guerra en Budapest, y "puedo decirte que no fue fácil".

La familia había perdido su apartamento y todas las demás posesiones, y alquilaba un piso en la capital húngara. "Como Budapest había sido bombardeado, no había pisos. Tres o cuatro familias vivían en un solo piso".

Veronica había perdido a todos sus primos varones y a su padre. Nunca hasta hoy ha sabido a dónde le llevó la mitad del tren en el que viajaba la última vez que se vieron. Veronica comenzó a ayudar a su tío en la tienda que este había conservado. Un día una mujer fue a la tienda y llamó mentirosa a su madre. "Cuando salió, corrí detrás de ella. Si la gente no me hubiera separado de ella la habría matado. Había salido toda la ira que llevaba dentro".

Un día, mientras planchaba en casa de una amiga, conoció al que sería su marido. Se le había estropeado la plancha, y el chico se ofreció a arreglársela. "Si yo no la puedo arreglar, ¿cómo vas a arreglarla tú?", le dijo con insolencia, y así comenzó todo. El chico se llamaba Hermann Fülöp, y era, como ella, un superviviente del Holocausto. El futuro marido de Veronica pasó buena parte de la guerra obligado a trabajar para los alemanes. Solo cuatro de los 240 hombres del grupo de Hermann Fülöp sobrevivieron a la guerra en Rusia. Después de la derrota nazi en Stalingrado, los alemanes se lo llevaron con ellos en su retirada, y acabó siendo enviado al campo de concentración de Bergen Belsen.

"Había sufrido mucho. Eran diez hermanos y solo cuatro sobrevivieron. El resto fueron asesinados en Auschwitz, junto con cuatro o cinco niños. Cuando le conocí, ya tenía el corazón roto", dice Veronica con la voz quebrada.

"Nos libramos del fuego para caer en las brasas"

Los nazis habían sido derrotados, pero la mitad de Europa en la que había nacido Veronica había quedado bajo el dominio comunista, y estaba lejos de poder disfrutar de la libertad. "Nos libramos del fuego para caer en las brasas". En 1956, el año del aplastamiento de la revolución contra el Gobierno impuesto por la Unión Soviética en Hungría, Veronica y su marido consiguieron atravesar el Telón de Acero para llegar a Austria, desde donde viajaron a Inglaterra para reunirse con otros miembros de la familia.

Fue precisamente en Inglaterra donde cambió su apellido de casada. "Nadie podía pronunciar Fülöp, así que cambiamos a Phillips". El matrimonio Phillips vivió 20 años en Inglaterra. "Al principio trabajé de limpiadora, y después comencé a hacer vestidos para mujer en casa". Con el tiempo Veronica volvió a estudiar y acabó la carrera de Microbiología, una materia de la que impartió clases en la universidad hasta que en 1976 se fue con toda su familia a Sudáfrica. Al principio trabajó como investigadora en un organismo público, para volver después a la enseñanza en la Universidad de Witwatersrand de Johannesburgo.

"No me gustan los alemanes"

"Todas esas pesadillas siguen repitiéndose en mi cabeza", dice Veronica sobre los recuerdos del Holocausto, y confiesa que sigue desconfiando del país que organizó la matanza de 6 millones de judíos en Europa. "No me gustan los alemanes", añade.

"Después de la liberación, los alemanes fueron hechos prisioneros. Caminaban con las manos en la cabeza y sentían el dolor que nosotros habíamos sentido antes. Fue algo digno de ver". Cuando le pregunto si ve relación entre la cultura germana y lo que ocurrió en los años 30 y 40, Veronica contesta que sí: "Cuando hacen algo, lo hacen bien. Y trabajan".

Hasta hace poco, Veronica viajaba cada poco tiempo a Israel, donde tiene sobrinos y sobrinos-nietos. ¿Cómo se siente allí? "Me hace sentir bien asomarme a la ventana y ver que hasta los barrenderos son judíos, es un país maravilloso. Lo que han construido los israelíes lo han hecho por amor, y nadie más ha hecho algo parecido". Veronica rompe a llorar: "Soy una persona emotiva", se disculpa y en medio del llanto cierra la entrevista: "No sé cómo sobreviví".

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